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Todo lo que aprendimos de Verón

Juan Sebastián Verón fue la demostración de que para ser el mejor futbolista en el campo no hacía falta llevar cresta, calzar botas amarillas, jugar de delantero. El talento va por dentro

Verón

No tenía cara de futbolista. Tampoco apodo (“la Brujita”). Ni siquiera nombre (Juan Sebastián). Sin embargo, cada vez que Verón recibía el balón, el mundo enmudecía, como si alguien hubiera bajado el volumen al mínimo. Era imposible clavar los ojos en otra parte. La infancia es una carrera hacia un lugar extraño en la que gana el que llega último. A medida que uno cumple años, va destapando verdades. Que los coches funcionan con pedales. Que las gominolas no están hechas de petróleo. Que los cómics japoneses se leen al revés. Que los mejores futbolistas no tienen que llevar siempre cresta, calzar botas amarillas, masticar chicle, jugar de delanteros. Que se puede ser muy bueno, también, aunque tengas la cara del vecino del tercero, del vendedor del estanco, del conserje del instituto. Que el talento va por dentro. Verón, para mí, fue una revelación. La cabeza al cero. El pendiente brillante. La perilla imborrable. No sabías si te habías cagado de miedo o enamorado de él. Cazabas en un resumen uno de sus cambios de orientación, limpios y exactos, y automáticamente te ponías de buen humor. O una de sus asistencias a Van Nistelrooij o a Crespo, que todavía no se entiende que no le hicieran padrino de sus hijos en señal de agradecimiento. Verón pertenecía a esa estirpe de centrocampistas que empezaron como mediapuntas y acabaron jugando más retrasados. Pero ser mediapunta es como ir a la guerra: un recuerdo que te persigue toda la vida. Quizá por eso, cada pase que daba parecía que fuese el último, aunque se lo diera al central en su propio campo. El fútbol de Verón eran los segundos previos a una explosión. En Europa solo defendió camisetas históricas: Sampdoria, Parma, Lazio, Manchester United, Chelsea, Inter. En Estudiantes de la Plata fue leyenda. Con la ‘Albiceleste’ no levantó el título soñado. Siempre se esperó más de él, pero era lógico: hacía una pisadita al cuero para zafarse del marcador y las expectativas rompían a volar como palomas. Que los rivales lo atosigaran, en ocasiones cuatro o cinco de golpe, no le agitaba el pulso. Hacía buena esa frase de Dylan en su punto álgido de fama: “Hay tanta gente alrededor de mí que no la veo”. Verón controlaba la pelota y solo divisaba espacios en blanco donde arrastrar la brocha. Su golpeo era una arma de destrucción masiva. Veías el balón atravesando el aire, el tiempo, el campo, la defensa, civilizaciones enteras, hasta detenerse en la cabeza de un compañero o en una esquina de la portería. Luego el realizador retrocedía con la cámara, buscando el culpable, y aparecía su calva corriente y radiante. Fueron lecciones que ya no olvidaríamos.

 


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Fotografía de Getty Images.