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Dar toques, mi peor pesadilla

La plaza del pueblo. La chavalada formando un corro. Un balón desteñido y pelado. Alguien da la primera patada a la pelota. Otro la controla, da unos toques y la pasa al siguiente. Sabéis de lo que hablamos

dar toques

Llega el verano. Se abre el mercado. Se anuncian los primeros fichajes. Vuelven las presentaciones. El recién incorporado, la sonrisa pegada en la cara como un mosquito aplastado, se pone la nueva camiseta, salta al césped, saluda a la grada, camina hasta el photocall, coge un balón con las manos y lo deja caer, muy suavemente, sobre sus pies. Y entonces, zas, retrocedo a toda hostia hasta los confines más oscuros de mi infancia. La plaza del pueblo. La chavalada formando un corro. La brisa dorada de los agostos en la montaña. Un balón Umbro desteñido y pelado. Las macetas, las toallas y las viejas en los balcones. Alguien da la primera patada. La pelota flota en el centro del círculo. Otro la controla, da un toque, dos, tres, cuatro y la manda al siguiente. De nuevo: un toque, dos, tres, cuatro y pase al de enfrente. Miro la esfera como si ella fuera una bola de fuego y yo, un hombre de paja. Aprieto los dientes. Pongo cara de piedra. Doy un paso atrás sin que me vean. En algún momento, llegará mi turno. Hay destinos que no pueden esquivarse. Hay veces, como escribe Rodrigo Fresán, en las que la luz al final del túnel es un tren que viene en dirección contraria. Cuando el cuero se me eche encima, sentiré unas ganas criminales de desaparecer de ese sitio, de hundirme en los adoquines, de alzar el vuelo hacia las copas de los pinos, de escurrirme como un hilo de arena. Lo peor de no saber hacer algo cuando eres pequeño es que ni siquiera tienes el escudo de la autoparodia para reconocerlo. Un niño puede pasarse dos horas seguidas riendo, pero es incapaz de hacer un chiste sobre él mismo. Demasiada crueldad ahí fuera. A mí me consolaba pensar que el fútbol era mucho más que eso. Que había otros caminos para convencer a tus compañeros de que no te escogieran el último cuando se hacían equipos. Devolver una pared. Llegar a la línea de fondo y dejarla atrás. Correr al espacio. Agarrar la camiseta del rival cuando se escapaba solo. Nadie se ponía a dar toques en medio de un partido. Por más que fuera el Ronaldinho de Lleida. Eso ocurría en otros lugares. En el parque. En la puerta de un instituto. En un patio. En la playa. Siempre ese corro. Ese toc-toc-toc manchando el silencio. Esas miradas que pinchaban como agujas. Ese por favor que nadie me la pase a mí. Porque ahora que soy mayor ya puedo admitirlo: si mi futuro hubiera dependido en aquel momento de mi habilidad para evitar que la pelota cayera al suelo, hoy mi madre hablaría de su hijo con el mismo tono con el que en un telediario informan de una devastadora catástrofe medioambiental.

 


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