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Cuando Chávez jugaba de local en Libia

Todo parece normal. Incluso el clamor que desprende el público se ajusta a la singularidad de los aficionados en el mundo árabe

5 de marzo de 2009. Las selecciones sub-23 de Libia y Siria se enfrentan en un partido amistoso en la norteña ciudad de Benina. El motivo, la inauguración de un nuevo estadio con capacidad para congregar a 10.000 personas que Gadafi, entonces aún mano ejecutora del régimen dictatorial del país libio, había ordenado levantar unos meses antes.

Todo parece normal. El césped, bien cuidado. Los banquillos, todavía relucientes. Incluso el clamor que desprende el público se ajusta a la singularidad de los aficionados en el mundo árabe, con ese runrún más propio de una plegaria que de un cántico de apoyo. Pero detrás de las gradas, justo en el acceso principal a las instalaciones, algo se escapa de éste paisaje norteafricano todavía por estrenar. Un arco de acero situado a escasos metros de las taquillas luce en su parte superior una escritura en letras doradas. Dice lo siguiente: “Hugo Chávez Football Stadium”. La influencia del eterno revolucionario venezolano va mucho más allá de sus propias fronteras. Traspasa continentes. Y en el caso de Libia, todo es fruto de un lazo de amistad simbólico forjado unos años antes entre sus dirigentes y un regalo de cortesía en forma de estadio de fútbol.

25 de noviembre de 2004. Chávez visita el país para recoger en Trípoli el Premio Gadafi de Derechos Humanos. Un galardón cuya existencia forma parte de la interminable lista de excentridades de su líder. Primer contacto entre los dos mandatorios. Compañeros de batallas en la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPAM), la proximidad de sus intereses comerciales y, sobre todo, su discurso de rechazo hacia la política internacional de Estados Unidos acaba tejiendo una intensa relación entre ambos. Todavía persiste vigente el recuerdo de la “jaima” (aparatosa tienda de campaña originariamente utilizada por los pueblos nómadas) que se construyó en el jardín de un aparatoso hotel en la Isla Margarita de Venezuela para recibir a Gadafi en un congreso de la Cumbre América del Sur-África (ASA). Quizás fue en esas reuniones que mantuvieron con vistas al mar Caribe como telón de fondo dónde iniciaron sus conversaciones sobre fútbol, y quizás también dónde al libio, encismado por ese pasaje paradisíaco, se le ocurrió la idea de devolverle el favor a su camarada homenajeándolo con un terreno de juego, sabedor del buen gusto que siempre le despertó al comandante venezolano el balompié, deporte que potenció durante su mandato en su país por encima de la antonomasia histórica del béisbol. Incluso en 2007 consiguió que la Copa América se disputara finalmente entre sus fronteras.

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20 de octubre de 2011. Muamar el Gadafi es ejecutado por los rebeldes tras una violenta oposición que sacudió al país durante algunos meses. La gesta proclama el fin del régimen impuesto en Libia. 6 de marzo de 2013. Nicolás Maduro, vicepresidente de Venezuela, anuncia oficialmente la muerte del revolucionario mandatario Hugo Chávez tras no haber podido vencer en su lucha contra el cáncer. Todo tras la operación de un tumor canceroso detectado y una dura recuperación que había mantenido a toda Venezuela en vilo.

Han dicho adiós en menos de tres años dos de las figuras más carismáticas y nebulosas del panorama político contemporáneo. Unos 9.000 kilómetros aproximadamente separan los dos territorios que antaño dominaron. Aunque algunas confluencias de intereses aproximaron considerablemente sus naciones. El espíritu absolutista, el odio a Estados Unidos y, voilà, su predilección por la cultura balompédica.

Tras la muerte del dictador africano, la franja vencedora decidió renombrar el campo por ‘Estadio de los Mártires de Febrero’. Pero esta vez la denominación no hace referencia al mártir de Chávez, despedido con veneración por gran parte del pueblo venezolano. El nuevo nombre va en honor a todos los que murieron en su lucha para derrumbar la autarquía libia.