El guerrillero más famoso de la historia se puso bajo palos en cada uno de los países que visitó en su trascendental viaje por Sudamérica.
Este reportaje está extraído del interior del #Panenka117, un número que sigue disponible aquí
ARGENTINA
Explicó el maestro Mario Benedetti, en una entrevista para El Gráfico, que se hizo arquero por la misma razón que Ernesto Che Guevara: el asma. “El padre del Che me contó que él atajaba para tener a mano esos inhaladores gigantes que se usaban antes”, relató. “Los ponía en el palo, entonces, en cuanto los necesitaba, se corría unos pasos y listo”. Después, con su habitual humildad, Benedetti aclaró que nunca soñó con labrarse un porvenir como futbolista. Jugaba con los amigos por diversión. Por pura pasión. La misma con que Ernesto Che Guevara encaró a cada delantero rival al que se enfrentó, desde su infancia, en las sierras cordobesas de Alta Gracia, hasta su muerte en La Higuera.
Quizás el deporte y la adversidad, en forma de asma, comenzaron a forjar su carácter de luchador irredento. Dicen que creció hinchando a Rosario, club de su barrio natal. Y que, tras sufrir un desmayo en un partido de rugby, les dijo a sus padres: “Solo dejaré de practicar deportes cuando me muera”. Morir de pie, nunca vivir arrodillado. Cumplió aquella promesa, como tantas otras que se hizo a lo largo de su vida. Sus Diarios de motocicleta dan sobrada fe: a finales de 1951, Ernesto Che Guevara, un joven arquero asmático, emprendió un viaje por América Latina junto a su amigo del alma Alberto Granado; un viaje que le llevó a defender una portería en cada uno de los países por los que pasó; un viaje que lo cambió para siempre.
Cuando, siete meses después, regresó a Buenos Aires, ya no era el ‘Fúser’ o el ‘Pelado’ o ‘Chancho’, como todos le conocían; se había convertido en el Che, como le conocería el mundo entero.
CHILE
Alberto Granado se encargó de preparar la ruta y poner a punto la moto para la odisea. Los dos amigos buscaban nuevos horizontes más allá de los hospitales, la facultad de Medicina y los exámenes. Vivirían con poco: algún asadito, polenta, pan y mate. Viajarían siempre con rumbo norte aunque, sin todavía saberlo, su ruta los enfondaría en las raíces más remotas de América Latina. Sin embargo, la vieja Norton 500, bautizada como la ‘Poderosa’ no les acompañaría muchos kilómetros: dio su postrer bufido en Valparaíso, tres meses después de la salida, en parte, por el nefasto lema de Granado: “Si se puede remendar con alambre”, decía, “se arregla con alambre”.
La ‘Poderosa’ los lanzó incontables ocasiones al polvoriento camino. Pinchó decenas de veces. Se rompió la dirección. Partió la caja de cambios. En cada pueblo al que llegaban, solían contar que se les había estropeado el faro delantero para que algún alma caritativa les dejara un rincón donde pasar la noche gratis. Un reportaje periodístico publicó la aventura de ‘los dos argentinos expertos en leprología’, y les abrió muchas puertas. Acudieron a fiestas, ayudaron a enfermos, degustaron el riquísimo vino chileno y se metieron en algún que otro lío.
En la trepada de lo de Malleca, la ‘Poderosa’ los lanzó contra un rebaño de vacas. Unos kilómetros después, Ernesto y Alberto se despidieron de ella para siempre en Cullipulli. Y precisamente ahí comenzó el verdadero viaje. Ya no avanzarían con el horizonte como destino; desde ese 7 de marzo de 1952, los dos jóvenes solo tendrían como destino el siguiente paso. Ya no mirarían el paisaje, lo verían. Ya no pasarían de largo, formarían parte del camino. Y dependerían mucho más de la gente que se cruzarían en él.
Trabajaron como voluntarios de bomberos y se quedaron dormidos en el primer aviso de incendio. Se colaron como polizones en el San Antonio para evitar el desierto chileno. Viajaron en la camioneta de un matrimonio de mineros comunistas. Caminaron bajo un sol abrasador en Los Andes, durmieron al raso. Y tres huelguistas borrachos los llevaron hasta el que sería su primer partido de fútbol, cerca de Salitrera de Toco: “Nos encontramos un grupo de camioneros que estaban en una práctica de fútbol, ya que debían enfrentarse con una cuadrilla rival”, anotó Ernesto en sus diarios. “Alberto sacó de la mochila un par de alpargatas y empezó a dictar cátedra. El resultado fue espectacular: contratados para el partido del domingo siguiente; sueldo, casa, comida y transporte hasta Iquique”.
Dos días después, ganaron el partido y asaron chivos para celebrar la victoria. Pero el verdadero partido solamente acababa de empezar.
El deporte y la adversidad, en forma de asma, comenzaron a forjar su carácter de luchador irredento
PERÚ
Cerros pelados, bosques frondosos, desiertos moteados de churquis raquíticos. Sol, frío, hambre. Ejércitos de zancudos. Montañas, lagos, ríos salvajes. Las inclemencias del tiempo. El peso de las mochilas. El polvo del camino. El paso de los días. Y el latente dolor de sus gentes: raza vencida de miradas mansas. En Perú, Ernesto comenzó a empaparse de la profunda tragedia del proletariado. “Dan algunos la impresión de que viven porque eso es una costumbre que no se pueden quitar de encima”, confesó.
En los ojos de la gente, el Che aprendió a leer la ahogada degradación del vencido, hombres y mujeres que habían perdido el orgullo de raza independiente. En las ruinas del imperio inca, descubrió la historia de su continente, de su tierra: el esplendor pasado, la miseria actual bajo el yugo occidental. Y muy cerca de la ruinas de Machu Picchu, volvió a jugar al fútbol: “Nos encontramos con un grupo que jugaba al fútbol y enseguida conseguimos invitación y tuve oportunidad de lucirme con alguna que otra atajada por lo que manifesté con toda humildad que había jugado en un club de primera de Buenos Aires con Alberto, que lucía sus habilidades en el centro de la canchita, a la que los pobladores del lugar llaman pampa”.
El señor Soto, dueño de la pelota, les invitó a quedarse unos días en el hostal que regentaba. Descansaron, charlaron de deportes, tomaron café. Y finalmente retomaron su camino hacia Lima. Viajaron en camionetas, hacinados entre las tristes historias de los indios y los excrementos del ganado. Si había suerte, dormían en comisarías de la Guardia Civil. Si quedaba algo, comían en hospitales. En Huacarama, con la altitud, se acentuaron los ataques de asma de Ernesto. Escaseaba la adrenalina y los combatía con cigarrillos negros y aspirinas.
Ernesto celebró su 24 cumpleaños en el leprosario de San Pablo, donde se recuperó de sus problemas respiratorios. “Por la tarde”, anotó aquel día, “jugamos un partido de fútbol en el que ocupé mi habitual plaza de arquero con mejor resultado que veces anteriores”. Por la noche vaciaron varias botellas de pisque y acabó ‘pisqueado’, pero con la lucidez suficiente para pronunciar unas palabras donde quedó reflejado el profundo cambio que se estaba gestando en su visión de América: “Creemos”, dijo, “y después de este viaje más firmemente que antes, que la división de América en nacionalidades es ficticia. Constituimos una sola raza mestiza que desde México hasta el estrecho de Magallanes presenta notables similitudes”. Todos brindaron por él, y por una América unida.
COLOMBIA
Durante su estancia en el leprosario de San Pablo, pescaron y jugaron al ajedrez con el doctor Bresciani; Ernesto leyó a García Lorca y, un día, incluso cruzó el Amazonas a nado. Antes de adentrarse en el río en una barquita que bautizaron como ‘Mambo-Tango’, rumbo a Colombia, Ernesto y Alberto jugaron varios partidos más. Ernesto valoraba cada una de sus actuaciones: “Los dos jugamos muy mal”, escribió un día, y al siguiente: “Mejoré algo, pero me hicieron un gol asqueroso”. Incluso anotó los motivos por los que no pudo jugar la última jornada: “Tenía una infección en el pie así que paré el partido de la tarde”. A pesar de sus roces con las monjas por no pisar la iglesia, la despedida de los enfermos fue muy emotiva: “En más de uno se juntaron las lágrimas cuando nos agradecieron ese poco de vida que les habíamos dado, estrechándoles la mano, aceptando sus regalitos y sentándonos entre ellos a escuchar un partido de fútbol”.
Navegaron el Amazonas hasta llegar a Leticia. Apenas les quedaba dinero, pero sabían manejarse. Y el fútbol, en Colombia, volvió a ser fundamental en su andadura: “Nos contrataron como entrenadores de un equipo de fútbol mientras esperábamos el avión que es quincenal”, contó Ernesto. Se refería al Independiente Sporting Club.
“Al principio pensábamos entrenar para no hacer papelones, pero como eran muy malos, nos dedicamos también a jugar, con el brillante resultado de que el equipo considerado más débil llegó al campeonato relámpago organizado, fue finalista y perdió el desempate en los penales”. Aquel partido les enseñó que, muchas veces, una derrota con dignidad encumbra más que una simple victoria: “Alberto estaba inspirado con su figura parecida en cierto modo a Pedernera [Adolfo, uno de los mejores jugadores argentinos de la historia] y sus pases milimétricos, por lo que se ganó el apodo de ‘Pedernerita’, y yo me atajé un penal que va a quedar para la historia de Leticia”.
El lío se formó cuando, en la entrega de premios, sonó el himno colombiano y Ernesto se agachó a limpiarse la sangre de una herida que se había hecho en la rodilla. Algunos se lo tomaron como un gesto de mala educación y le llovieron los insultos. No sería el último incidente en tierras colombianas. Ya en Bogotá, Ernesto sacó un cuchillo en la calle para hacer un dibujo en el suelo, provocando un altercado con la policía. A pesar de todo, su aventura vital y futbolística por Sudamérica no terminaría con sabor agridulce. En una carta a su madre, fechada el 7 de julio de 1952, Ernesto escribió: “Mañana veré a Millonarios y Real Madrid desde la más popular de las tribunas”.
Las entradas se las consiguió el propio Alfredo Di Stéfano, al que conocieron en el restaurante Embajadores, gracias a la mediación de Julián Córdoba, estudiante de Medicina como ellos. “Conversamos sobre fútbol, medicina y, como tópico final, de las sierras de Córdoba”, escribió Granado en Con el Che por Sudamérica. En ese libro, Granado también comentó aquel partido: “Fue un partido digno de ser visto. Creo que lo puedo poner en la galería de los buenos encuentros vistos en mi vida”. Y añadió: “Di Stéfano estuvo insuperable”.
VENEZUELA
Días después del partido, en Caracas, los dos amigos separaron sus caminos. Granado aceptó un puesto de trabajo en un leprosario, mientras que Ernesto decidió volar de regreso a Miami. En el último capítulo de sus diarios, Acotación al margen, Ernesto narró un encuentro con un enigmático trotamundos -quién sabe si su yo futuro-, con quien se cruzó una noche oscura y le reveló su último destino: “Usted morirá con el puño cerrado y la mandíbula tensa, en perfecta demostración de odio y combate”, le vaticinó, “porque no es un símbolo (algo inanimado que se toma como ejemplo), usted es un auténtico integrante de la sociedad que se derrumba: el espíritu de la colmena habla por su boca y se mueve en sus actos”.
Era agosto de 1952. Ernesto Che Guevara había recorrido más de 12.000 kilómetros. Siete meses de odisea que le habían cambiado para siempre. “El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina”, redactó mientras ordenaba sus diarios. “Ese vagar sin rumbo por nuestra ‘Mayúscula América’ me ha cambiado más de lo que creí”. Ernesto había salido en busca de aventuras pero se había encontrado a sí mismo: el Che. Comenzaba un nuevo partido que lo convertiría en leyenda, en mito. Y tenía claro cuál sería su equipo: el pueblo.
Hasta la victoria siempre.
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Fotografías de Cordon Press.