Ocho ciudades, ocho aficiones. Ocho equipos que juegan a la contra y definen la comunidad a la que pertenencen. Pasión y resistencia en el noveno libro de Panenka.
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“No te pega que te guste el fútbol” es una frase que he escuchado alguna que otra vez. Podríamos hacernos los tontos —“¿a qué te refieres?”— pero creo que todos entendemos por dónde va. Tanto, que da incluso apuro escribirla por si parece el típico y patético autopiropo camuflado de anécdota: si este deporte se asocia a actitudes irreflexivas, ánimos inestables o comportamientos invasivos, alguien a quien la mirada de los demás considera libre de ellas debería sentirse aliviado, una persona madura , un ciudadano respetable. Le pueden entrar a uno entonces ganas de debatir sobre el carácter popular de este juego, su compleja y a la vez estúpida y sexi sencillez o incluso argumentar que, simplemente, el fútbol se compró a tocateja una casa con jardín en el corazón de este inesperado aficionado desde que tiene —qué paradoja— uso de razón. Y, sin embargo, hasta el fan más hardcore tiene que reconocer que en esa discusión pesan décadas de una industria que parece empeñada en que- darse sola dilapidando una fama que, por otro lado, puede que quizá no fuera siempre tan limpia. Hace más de un siglo los ingleses ya decían que esto era un deporte de caballeros jugado por bárbaros. Lo cierto es que los trabajadores de las fábricas habían empezado a ganarle a los equipos amateurs de las universidades prestigiosas y estaban exigiendo profesionalizarse porque jugar les hacía perder dinero. Hablar de monedas siempre es antipático y corres el riesgo de acabar etiquetado de bárbaro. Hoy diríamos que esos trabajadores no aceptaron cobrar en visibilidad. Así que tradición sindicalista en el fútbol hay. Otra cosa es que el éxito de este juego lo convirtiera en un bocado evidente para el capital y su apetito insaciable. Un deporte fácil de jugar, barato como el que más, con equipos que podían representar barrios, ciudades, países sobre un terreno de juego durante 90 apañados minutos era presa fácil. Que no se entere Elon Musk o monta el Terrícola Club y una liga interplanetaria.
Pero en esta industria, decimos, ningún aficionado que se precie debería obviar que el fútbol ha sido la casa común de todo tipo de actitudes y actos excluyentes, xenófobos, racistas, homófobos, violentos en definitiva, que casi siempre han ido a favor de corriente en un mundo que sigue deformando y castigando al otro. Sabemos que un gran partido de fútbol puede originar incluso un injusto estado de excepción cuando turistas de un equipo visitan una ciudad y se les permite ocupar las calles de una manera que sería impensable que pudieran hacer las que las habitan en el día a día. Y claro, dijimos industria. Porque el fútbol es una industria del entretenimiento con unos sueldos inflados en la élite, pero también con una galaxia de intermediarios y gestores absolutamente desproporcionada. En muchas ocasiones, cabe preguntarse a cuántos de ellos les gusta realmente el balón.
El fútbol sin gente o cada vez más alejado de ella puede seguir siendo fútbol. Pero son nuestros los ojos y la emoción de los aficionados los que le dan, como a casi todo, un sentido. El fútbol sin esa mirada no es apenas nada
Vivimos tiempos extraños. Cada día hay tres o cuatro “últimas horas”, pero el fondo de la realidad parece inmutable. De alguna manera, hemos interiorizado que casi todo lo que puede pasar, si es que hay novedades, va a ser una catástrofe. No news good news se articula en una versión moderna que, además, tiene que ver con la avalancha de inputs a los que estamos sometidos a diario. La necesidad de tranquilidad se ha hecho espíritu de época. Es habitual llamarle “vivir momentos históricos” a pandemias, desastres naturales, crisis económicas o guerras. Pero no a descubrimientos de vacunas, medidas contra la crisis climática, avances en materia de protección de los trabajadores o acuerdos de paz. La oscuridad conquista en exclusiva las condiciones de verosimilitud y posibilidad. El fútbol vive también un momento particular. Quizá uno clave, una transición en la que está pasando de ser el deporte que hemos conocido nosotros y nuestros antepasados de hace siglo y medio a ser algo muy diferente a eso. Es un proceso que dura ya varios años. Se nos ha privatizado la sanidad, la educación y el transporte y todavía vivimos algunas genera- ciones que recordamos que eso no es lo normal, pero se corre el riesgo de que dentro de varias décadas los servicios públicos queden, más que como un derecho fundamental, como una anomalía histórica. El ocio también ha sido de alguna forma privatizado. No es que las salas de cine o los estadios fueran públicos —aunque de los últimos alguno propiedad de la ciudad que lo alberga queda—, pero la manera en que vemos cine o fútbol, dos indiscutibles del tiempo libre hace no tanto, ahora es mucho más individualizada y en casas, el espacio privado por definición. La caña o la cena de después comentando la película o el partido con amigos puede ser sustituida por un posteo —las redes sociales son muchas cosas, pero una de ellas es una respuesta barata y cómoda a un paisaje, unas infraes- tructuras y un gasto público desmantelados— que en el fondo responde menos a la necesidad de comunicarnos que a la de ahorrar tiempo. El fútbol es también uno de los incontables damnificados por la ofensiva del capitalismo productivista contra nuestra agenda. En esta era del “no me da la vida” que hace de cada jornada un achique de agua eterno, somos modernos Sísifos que ya no suben una roca a la montaña, sino que han sido degradados a cambiarle los cubos de agua a una gotera en bucle. Una hora y media de nuestra atención en exclusiva es más cara ahora que hace diez, 15 o 20 años, y no me refiero solo a su precio en dinero.
La retahíla de males del fútbol la conocemos bien. Las sociedades anónimas deportivas esfumaron voz y voto de los aficionados en sus clubes. Entradas caras. Apuestas que envilecen el deporte y lo convierten en un improbable vehículo de lucro personal —porque mucho se dice que “el fútbol no nos da de comer” pero qué mundo tan tristón sería uno en el que solo te emocione aquello que te da de comer—. Cambios de escudos, de colores. Estadios calcados unos de otros. Porterías con redes estandarizadas que han contribuido a dejar de hacer únicos los goles. Los resúmenes son solo de los goles y no hay repetición. Futbolistas inalcanzables pero a la vez independizados de la vida de la mayoría de sus aficionados. Adultos sobre el campo celebrando un tanto apartándose a manotazos a sus compañeros para señalarse su propio nombre. Un mercado de fichajes condicionado por demasiados intereses que ha hecho imposible memorizar la alineación de un equipo durante dos temporadas seguidas. Un Mundial en un lugar donde no se respetan los Derechos Humanos más básicos, aunque en esto la FIFA ya tenía experiencia. Una cultura corporativa falsamente aséptica. Empacho de partidos repetidos hasta la saciedad que han dejado de ser memorables. Proyectos de emancipación de ricos como la Superliga contra la ley del césped, prácticamente la última meritocracia en la que todavía poder seguir creyendo. El juego sigue siendo el de siempre, pero sus dirigentes vuelven cada vez menos excitante, cada vez más anodino o incluso desagradable todo lo que lo rodea. El guionista Tonino Guerra escribió un poema al salir de un campo de concentración:
Contento, lo que se dice contento,
he estado muchas veces en la vida pero más que ninguna cuando me liberaron en Alemania
que me quedé mirando una mariposa sin ganas de comérmela
La mariposa de Guerra era siempre la misma. Lo que cambiaba era la percepción que el poeta tenía de ella según su situación. En cautiverio, era alimento. En libertad, belleza. El fútbol sin gente o cada vez más alejado de ella puede seguir siendo fútbol. Pero son nuestros los ojos y la emoción de los aficionados los que le dan, como a casi todo, un sentido. El fútbol sin esa mirada no es apenas nada.
Liverpool, Atenas, Nápoles, Mostar, Marsella, Viena, Estambul y Vallecas. Son lugares —la última, ciudad hasta 1950, estaría en el top ten de municipios más poblados de nuestro país si sumásemos sus dos distritos— capaces de enamorar al más pintado. Puede que alguna no salga en la lista de sitios que tienes que ver antes de morir —¿puede el mundo dejar de poner deberes todo el rato?—, pero estoy seguro de que si alguien decide hacerlo después de leer este libro no le defraudarán. Son ciudades donde la Historia se agolpa de una manera que a veces puede llegar a abrumar. Pasados difíciles o episodios directamente terribles, traumáticos, que a uno se le hacen difíciles de imaginar en su justa medida. Pero también escenarios que no se han quedado congelados en el tiempo y en los que se siguen librando batallas presentes. Lugares que superan con mucho a lo que se pueda decir de ellos. A todos es fácil llegar con una determinada mirada de visitante que busque la confirmación de cierta imagen preconcebida. Todos, sin embargo, obligan al visitante a ajustar una mirada que se va enriqueciendo poco a poco. Son ciudades tan generosas como lo son sus gentes, que ilustran aquí cómo un equipo de fútbol puede llegar a ser un refugio interior y a la vez una comunidad proyectada hacia el exterior, una fuente de autoestima colectiva, un conjuro casi anacrónico desde el punto de vista de un mundo que atomiza y hace reset continuo. En los Nápoles, Rapid, Velez, AEK, OM, Besiktas, Liverpool y Rayo Vallecano la construcción de una identidad propia coincide con una común. Son entidades casi centenarias, han sido o son habituales de sus respectivas élites nacionales y se funden fácilmente con sus ciudades. En esta selección hay un equipo seis veces campeón de Europa y otro que nunca ha ganado las ligas de los dos países que ha habitado. Hay conjuntos que viven una de sus mejores épocas deportivas y otros que apenas han destacado en este siglo. Están los que proceden de la misma ciudad pero casi juegan en continentes diferentes y los que forman parte de los eternos aspirantes. No son los únicos ni serán los últimos mohicanos del fútbol, pero sí son clubes en torno a los cuales se han formado y desarrollado comunidades humanas que permiten explorar casi todo aquello que puede explicarnos el fútbol sin hablar solo de lo que sucede en el césped. Sus historias no son únicamente las de títulos, fracasos o goles inolvidables, sino que reflejan cómo este deporte, esta industria, este juego en realidad, se articula en realidades políticas, sociales y culturales muy concretas. Muchas, por ejemplo, reflejan la importancia de los movimientos migratorios de personas en busca de una vida mejor o incluso desplazadas contra su voluntad. En casi todas aparecen las muy concretas manos de las clases trabajadoras que han fabricado todo lo que en este mundo hay de bello y útil, como dijo aquel veterano sindicalista. En algunos casos el fútbol ha quedado en segundo plano si había que defender espacios verdes antes de que se popularizase la lucha contra el cambio climático. Otras historias hablan del terreno avanzado —y el que falta— de la mujer en el campo y en la grada, otras de resistencias a la barbarie o de la madura revisión de un pasado incómodo. El fútbol, aunque quiera aparentarlo, no ha podido permanecer ajeno a la vida. A veces, lo que pasa en el campo importa solo en la medida en que tiene un impacto fuera de él.
Es obvio que es un disparate pedirle a alguien que le guste el fútbol. Ya hemos dicho que incluso habría que poner en duda que a las propias personas que lo dirigen les apasione de la misma manera que a los aficionados de base. Pero la interacción de la biografía de cada ciudad y de cada país con los clubes evidencia que aquí hay algo más que un deporte. Que al fútbol no se juega, nunca se ha jugado, en el vacío social. Aquí tenemos una representación de varias resistencias que se han ido fraguando a lo largo de décadas y algunas formas de afrontar batallas presentes. Sus protagonistas tienen en común sentir en cada lugar una pasión que está atravesada por códigos similares aunque los separen miles de kilómetros. A veces este amor es una dinamo generadora de una energía eléctrica que no termina , sino que puede empezar en un campo de fútbol. En un estadio también puede comenzar a prender en alguien joven la mecha de un espíritu crítico. Es importante subrayar que aquí todo el mundo tiene los ojos bien abiertos y que por celebrar un gol no se está defendiendo la interminable lista de fechorías cometidas en el nombre de esta industria. Dar por hecho eso es demasiado reduccionista, igual que lo es pasar por alto que el fútbol genera comunidades que pueden mantener una cohesión colectiva con la que otros fenómenos soñarían.
El fútbol es el único lugar en el que es posible abrazarte a un desconocido. Los ritos, aspiraciones, celebraciones, reveses o colores de un equipo pueden hablarnos de un lugar casi tanto como lo hacen su arte y su gastronomía
La mayoría de las veces en que un aficionado habla no está defendiendo las decisiones peregrinas del establishment, sino que se está defendiendo a él ya sus iguales. Y de manera limpia, pues no hay a continuación malas palabras contra rivales. Sí hay una demostración de ese orgullo de muchos, esa identidad compartida , esa fuerza para levantarse y seguir pese a derrotas o decepciones, esa euforia en los buenos momentos, esa autocrítica adulta, esa esperanza en lo que vendrá porque siempre hay un próximo partido, todo eso a lo que podríamos fácilmente llamar autoestima colectiva. Ellos y ellas mantienen viva la llama del que siempre fue el juego de la gente. No hay otro más popular y universal que haya acompañado tanto el devenir reciente del ser humano. El fútbol es el único lugar en el que es posible abrazarte a un desconocido. Los ritos, aspiraciones, celebraciones, reveses o colores de un equipo pueden hablarnos de un lugar casi tanto como lo hacen su arte y su gastronomía. Este deporte, el de los “once tíos en calzoncillos detrás de un balón”, es cultura popular como lo son la música, el humor o la comida. Uno además que nos da conceptos tan bonitos como el de “ataque prometedor”, definido oficialmente como “una fase del juego caracterizada por su inminencia potencial de cara a la portería contraria”. Muchas de esas situaciones, en el campo, van acompañadas de la fe o de su performance: quien no cree, cree en creer. Lo que no suele ocurrir es que alguien te ponga la mano en el hombro para soltarte que de prometedor poco tenía ese ataque. Que no iba a ser gol. No lo hace porque entiende que a ti lo que te da la vida es precisamente la esperanza de que podría llegar a ser gol. El fútbol tiene bastante de un optimismo recalcitrante que no está tan lejos del de empezar o continuar una relación sentimental que uno solo puede confiar en que vaairobienoamejor.
El lector encontrará aquí un repaso impresionista de algunos hechos históricos importantes para cada club, pero no una mirada ensimismada hacia días pasados. La nostalgia es tramposa. Suele partir de un recuerdo idealizado, pero para ser honestos deberíamos darnos cuenta de que si creemos que el mundo de nuestra infancia nos parece mejor que el actual es porque no teníamos apenas obligaciones. Entre las contraindicaciones de anclarse al pasado está la de paralizarnos en el presente. Seguramente, echar la vista atrás solo tiene una virtud. Un vistazo furtivo hacia aquellos días puede servirnos para ser leales a nosotros mismos. Para no defraudar a aquel niño que fuimos y que se emocionaba descubriendo jugadores, equipos o cómo tirar con efecto. El chaval que pensaba siempre que lo mejor estaba por llegar. Entonces esa mirada que el niño devuelve deja de ser melancolía autocondescendiente y sin salida para convertirse en una especie de energía presente. Una vitamina con efecto similar al que genera una comunión basada en unos colores.
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