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Ese viejo amigo llamado ‘Guddy’

Gudjohnsen nunca destacó lo suficiente para que se nos cayera de ningún altar ni lo suficientemente poco para que se lo tragara el olvido. Como esos amigos que un día están, los disfrutamos, y al otro ya no

Guddy

Todos tenemos una amiga o un amigo encallado en algún punto de nuestro pasado con el que solíamos juntarnos, reír e incluso nos abrazábamos al despedirnos, pero del que luego la vida nos separó lenta y silenciosamente hasta que, pese a haberlo pasado bien hasta el último día juntos, ya no volvimos a saber más. Hay amistades que se acaban por una discusión, hay amistades que se acaban por desinterés y hay amistades que se acaban sin motivo, y que precisamente por eso no se acaban, más bien se interrumpen, como si la llamada se hubiera cortado a la mitad. A la amistad le sienta bien esa definición que Alejandro Zambra encontró para los poemas: “algo que se comienza y solo a veces se termina”. Cuando pienso en la etapa de Eidur Gudjohnsen en el Barça, siento una extraña paz en el cerebro. Como si, pese a que nunca llegó a ser uno de los mejores jugadores del equipo, y que no encontré motivos para seguirle la pista una vez se marchó del club, no tuviera nada que recriminarle. De hecho, hasta me alegro. Me acuerdo, sobre todo, de su pelo, color amarillo Super Saiyan, que brillaba en el campo como una sortija. Y de sus apariciones desde la segunda línea, cuando irrumpía en el área como un caza y después definía con la frialdad de un poli corrupto. ‘Guddy’, así lo llamábamos entonces, nunca destacó lo suficiente para que se nos cayera de ningún altar ni lo suficientemente poco para que se lo tragara el olvido. Un poco como esos amigos que un día están, los disfrutamos, y al otro ya no y la vida sigue. Hace unos meses, me llegó un mensaje al móvil con una noticia terrible: U. A., un antiguo compañero de la facultad, había fallecido en un accidente de tráfico. Me quedé helado. No sabía ni dónde poner las manos. U. A. era un tío realmente increíble: estudiábamos juntos, nos flipaban las mismas cosas (él prefería a Del Piero antes que a Bergkamp, eso jamás se lo perdoné), tomábamos cerveza irlandesa. Llevaba siempre una sonrisa encima y alguna vez había estado en su piso para acabar algún trabajo o fantasear con la idea de abrir un blog juntos. Luego acabamos la carrera, cada uno hizo su grupo y su camino y al final dejamos de escribirnos. Llevábamos cinco años sin hablar. Y, sin embargo, una noche cualquiera algo me hacía volver a pensar en él, y me ponía de buen humor. Solo hay un tipo de cosas que nunca se acaban: las que merece la pena seguir recordando. 

 


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Fotografía de Getty Images