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El jugador favorito de mi abuelo

Hasta que no entiendes qué es el amor, te extraña la enorme distancia que hay entre el mundo y el mundo que ven los ojos de tu abuelo

jugador abuelo

Cuando era pequeño, cada vez que mi abuelo me subía a su falda me daba dos palmadas en las rodillas y me decía: “Tens cames de futbolista”. Daba igual que yo todavía estuviese en el parvulario, y que el diámetro de mis piernas, por aquel entonces, fuera el mismo que el de un yakisoba. Hubiese dado lo mismo, también, si hubiera tenido 40 años y tres operaciones en el menisco. Para él, hubiesen seguido siendo piernas de futbolista. Tus abuelos no te enseñan a pelar fruta o a cruzar la calle sin matarse. Para eso están los padres. Tus abuelos te enseñan, muchas veces sin pretenderlo, cosas más abstractas y difusas, como por ejemplo a querer a los tuyos. A quererlos de un modo exagerado, que no es la mejor formar de querer pero sí la que merece más la pena. Mi abuelo hace un año que murió, y yo, mientras trato de dar forma a otro texto imposible como quien da vueltas por una casa a oscuras buscando los interruptores, me miro las piernas, cada vez más gruesas y peludas. Hasta que no entendí qué era el amor, viví extrañado por la enorme distancia que había entre el mundo y el mundo que veían los ojos de mi abuelo. Según él, yo era el mejor jugador de mis equipos. Siempre. El que mejor regateaba, el que mejor disparaba, el que mejor defendía. Pensaba lo mismo de todos sus nietos y nietas. También el más generoso, cosa que explicaba por qué nunca hacía gala de esas cualidades, y que la mayoría de mis entrenadores me dejaran casi siempre en el banquillo. La hipérbole alcanzó una altura alarmante un día que celebramos un cumpleaños familiar. Yo ya era un adolescente y había ganado más kilos de los previstos. De repente, mi abuelo miró al resto de la mesa con la seriedad de quien informa de un atentado en el telediario y dijo: “El Marcel és rapidíssim”. Tuve que agarrarme de la silla para no acabar en el suelo. Para mí era obvio que algo no encajaba. Acababa los entrenamientos desganado, me sentaba en el asiento del copiloto y escuchaba durante los veinte minutos que duraba el trayecto de regreso a mi abuelo pasando lista de todas mis virtudes, una a una, a lo Holly Golightly sacando vestidos preciosos del armario. La realidad se acabó imponiendo, claro. Pasó el tiempo, dejé el fútbol, me desvié del camino o tomé otro camino o no quise saber nada de ningún camino. Una tarde, estábamos merendando juntos y le comenté que me había apuntado a la universidad para estudiar Periodismo. Me contestó que era lo más lógico, porque yo escribía de maravilla. Todavía no había publicado nada. Es probable que ni siquiera hubiera leído una sola frase mía. No sabría explicar exactamente qué le debo a mi abuelo. Pero me muero de ganas de darle un abrazo.

 


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