La selección rusa llega al Mundial con demasiada presión y pocos argumentos futbolísticos para ser optimista. Los malos resultados en amistosos y la pobre participación en la Copa Confederaciones que organizó hace un año son precedentes poco halagüeños para los hombres de Stanislav Cherchesov. Cuando Rusia fue elegida sede para esta Copa del Mundo, en 2010, todavía estaba fresco el recuerdo de la semifinalista de Europa en 2008, ese equipo ruso que sorprendió a Holanda con apellidos como Arshavin o Pavliuchenko, futbolistas que, con mayor o menor acierto, acabaron dando el salto al fútbol inglés.
Hoy el producto local se queda en casa, en parte gracias a los buenos sueldos que se ofrecen en la Premier League rusa. Una competición en la que, además, y a diferencia de lo que ocurre en las grandes ligas del continente, se apuesta por el jugador nacional en detrimento de las exportaciones de talento foráneo. El propio Vladimir Putin llegó a alentar las medidas proteccionistas que hace años que funcionan en la máxima categoría rusa, al señalar el hecho de que hubiese “demasiados jugadores extranjeros” como explicación a los fracasos de la selección.
Pero las medidas proteccionistas parecen haber provocado un estancamiento. En palabras de André Villas-Boas cuando era técnico del Zenit, en 2015, el jugador ruso puede haberse vuelto “vago”. Si a esto le sumamos que el 80% de los ingresos de los clubes dependen del gobierno, el cuadro de la dependencia y la falta de competitividad queda completo. Así, la mayoría de futbolistas que el seleccionador tiene en mente para la cita mundialista juegan en la primera división patria. Un aislamiento que puede haber minado la competitividad pero que a su vez podría ejercer como factor sorpresa.