Máscara, patines y hielo. Guantes, botas y césped. La leyenda del mayor mito del fútbol ruso arrancó con el dilema de si dedicarse a atajar discos en el hockey sobre hielo o hacer las mismas funciones con los balones de cuero del balompié. Antes de tomar una decisión que marcaría el resto de su vida, la Segunda Guerra Mundial provocó que Lev Yashin, nacido un 22 de octubre de 1929, abandonara su Moscú natal para trabajar en una fábrica de herramientas junto a su familia. Llegó ahí soñando con algún día dedicarse al hockey sobre hielo y en el camino de vuelta a casa, después de la guerra, ya se había reconvertido en guardameta de fútbol cuando, con 17 años, tras la lesión del único arquero del equipo de la fábrica, le insistieron en cambiar de deporte y comenzar a atajar balones. Así, la aspiración por defender algún día al combinado nacional soviético acabaría llegando a través del fútbol y no del hockey como aquel niño moscovita soñaba.
La razón para dejar atrás el hockey fue, básicamente, que eso del fútbol se le diera tan bien. Y pronto se fijaron en él. El Dinamo de Moscú, por aquel entonces el club de la policía soviética, lo reclutó para su plantilla juvenil y ahí permanecería hasta su último día bajo una portería con 42 años. En esas más de dos décadas bajo los palos del antiguo Estadio Dinamo, Yashin sumó a su palmarés cinco ligas y tres copas de la Unión Soviética. Aunque los inicios no fueron fáciles y le tocó alternar en alguna ocasión el primer y el segundo equipo hasta convertirse en una pieza inamovible del esquema del Dinamo a partir de 1952, coincidiendo desgraciadamente con la decisión de Yosef Stalin de suprimir la actividad de la selección soviética en torneos internacionales. Por suerte para el meta, aquella historia solo duró dos años y pudo volar hasta Australia para disputar y ganar la medalla dorada de los Juegos Olímpicos de Melbourne’56. Ese oro le puso en el escaparate internacional y no hacía nada más que presagiar lo que estaba por venir.
Estaba convencido de que sus uniformes oscuros le volvían “casi invisible para los delanteros rivales” y le ayudaban a pasar algo más inadvertido cuando enfocaban su vista hacia la portería
Hombre de buena planta y presencia, pronto se ganó el apodo de la ‘Araña Negra’, un sobrenombre que le acompañaría a lo largo de toda su carrera. Lo de araña venía por su agilidad y reflejos, que hacían plantearse a los aficionados al fútbol si el moscovita contaba solo con dos brazos o realmente tenía seis extremidades superiores más, cual arácnido. Y lo del negro se debía a su vestimenta. Los porteros nunca han sido los más cuerdos del convite, y Yashin no era una excepción. Pues estaba convencido de que sus uniformes oscuros le volvían “casi invisible para los delanteros rivales” y le ayudaban a pasar algo más inadvertido cuando enfocaban su vista hacia la portería.
Tras su primer éxito internacional en tierras australianas, vino el Mundial de Suecia’58, donde la Unión Soviética quedó segunda de grupo por detrás la Brasil de un incipiente Pelé y marchó a casa en los cuartos de final tras cruzarse con los anfitriones en su camino hacia la final. En el 60, en la primera Eurocopa de la historia, fue una de las grandes bazas de los soviéticos para ganar el primer torneo continental de naciones, un torneo en el que Santiago Bernabéu quedó prendado de muchos de los futbolistas integrantes de la selección soviética, pero, sobre todo, del hombre encargado de evitar los goles rivales. En la celebración del título, en un restaurante cercano a la Torre Eiffel, “a todos [los jugadores soviéticos] les propusieron un contrato con el Madrid, pero a mi padre le ofrecieron un cheque en blanco. Y es que los directivos del equipo español consideraban que no tenía valor”, reconocía años después su hija Irina. La oferta acabó en papel mojado, ya que en aquellos tiempos ver a un soviético traspasando el Telón de Acero para jugar en otro país era prácticamente imposible.
Siguió en su país, en el Dinamo y en la selección, con la que dos años más tarde de salir campeón europeo, de nuevo la selección local, en esta ocasión Chile, le apartaría de la carrera por la Copa del Mundo en cuartos. Una eliminación tempranera en la que gran parte de la culpa recayó sobre Lev Yashin, quien se apartó por un tiempo del fútbol por las duras críticas recibidas tras la cita mundialista. Pero volvió, y lo hizo con más fuerza de la que se fue. En el 63, tras una temporada de escándalo con el Dinamo, la revista France Football le reconoció como el mejor futbolista del año otorgándole el Balón de Oro, y aún a día de hoy es el único guardameta de la historia con ese galardón. Al año siguiente sería uno de los líderes de la URSS subcampeona de la Euro’64, disputada en España, y ganada también por la ‘Roja’ gracias al gol de Marcelino en la final. Inglaterra’66 fue el último Mundial que disputó -a México’70 acudió como tercer arquero- y en la cuna del fútbol la URSS consiguió su mejor resultado al caer en las semifinales contra la República Federal de Alemania.
En aquella época los metas temían alejarse de su jaula y Yashin entendió que desligarse de aquellos tres postes reducía espacios y tiempo. También fue el primer valiente en atreverse a salir por alto a los balones aéreos
Más allá de por llevar a la Unión Soviética a cotas nunca antes, ni después, imaginadas, si por algo la figura de Lev Yashin trascendió fue por su estilo innovador y moderno que replanteó la concepción del guardameta como mera pieza para evitar los tantos rivales bajo la línea de gol. “Era un adelantado a su tiempo”, aseguraba el legendario José Ángel Iribar sobre su ídolo, un arquero diferente que, mientras la mayoría rechazaban los disparos, él fue pionero al empezar a atajar los balones cuando nadie lo hacía, cobijándolos entre sus brazos y denegando la opción al rebote. En aquella época los metas temían alejarse de su jaula y Yashin entendió que desligarse de aquellos tres postes reducía espacios y tiempo para pensar al delantero. Como también fue el primer valiente en atreverse a salir por alto a los balones aéreos y despejarlos con los puños, algo nada habitual por entonces. Y a todo eso, por si fuera poco, se le suma su condición de parapenaltis. Cuenta la leyenda que detuvo más de 150 penas máximas a lo largo de su carrera, una suerte que, según él mismo, era la única capaz de superar “la alegría de ver a Yuri Gagarin volando en el espacio”.
Sus días sobre el césped llegaron a su fin en 1971, el futbolista dejaba paso a un mito que antes de su retirada ya había sido condecorado con la Orden de Lenin, la mayor distinción posible en la Unión Soviética. Después vendrían otros reconocimientos: la estatua junto al nuevo estadio del Dinamo, el nombramiento por parte de la FIFA como mejor portero del siglo XX o su inclusión en el once ideal de los Mundiales, entre diversos galardones. Pese a todos los éxitos acumulados, los problemas de salud se cruzaron con los últimos capítulos de la vida del primer portero moderno. En 1982, contrajo una hemorragia cerebral a la que años después le acompañó la amputación de su pierna derecha. Y el 20 de marzo de 1990, con 60 años, se despedía de este mundo mientras luchaba contra un cáncer de estómago. Un trágico final para el hombre que marcó un antes y un después en las porterías.