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El fútbol pasa en Brasil

Si viajas a Brasil te pueden suceder muchas cosas. Entre ellas, constatar que el idioma del fútbol sería ininteligible sin lo que sucede en sus campos y en sus calles

En una de las escenas más emblemáticas de El amor después del amor, la serie biográfica sobre Fito Páez que se estrenó hace unos meses en Netflix, el músico rosarino le dice a su padre que, pese a los peligros de salir de casa en plena dictadura, no puede postergar el ensayo con su banda, puesto que “el rock pasa de noche”. De alguna manera, trazando un paralelismo interdisciplinar, siempre me ha gustado pensar que el fútbol pasa en Brasil.

Me explico. Siendo un niño, la primera gran derrota sentimental que sufrí fue en la víspera de Mundial de Francia’98, cuando el indomable Romario quedó fuera de la convocatoria de Brasil tras sus constantes desavenencias con Mário Zagallo, mientras todos fantaseábamos con la posibilidad de ver a Ronaldo Nazario y Romario devorarse la Copa del Mundo como lo hicieran un año antes con la Copa América en Bolivia, el gran highlight de mi infancia.

Meses después, ante las problemas de lesión que comenzaron a aquejar a Ronaldo, descubrí en el mundillo de la Copa Libertadores a un mediapunta zurdo del Palmeiras que rivalizaba con Juan Román Riquelme por ser el mejor enganche sudamericano del momento: Alex, uno de mis primeros héroes mitológicos, quien tuvo un pequeñísimo defecto que no tuvieron Rivaldo, Ronaldinho y luego Kaká: el anonimato.

Por todo esto, volver a Brasil tras ocho años me reconcilió con mi infancia y la imagen inamovible del brasileño talentoso de sonrisa perenne. Decía José Saramago en su Viaje a Portugal que “hay que ver lo que no se ha visto, ver otra vez lo que ya se vio, ver en primavera lo que se ha visto en verano, ver de día lo que se vio de noche, con el sol lo que antes se vio bajo la lluvia, ver la siembra verdeante, el fruto maduro, la piedra que ha cambiado de lugar, la sombra que aquí no estaba”. De tal manera que a mi regreso al país me di cuenta de que nunca había reparado lo suficiente en el hecho de que Brasil llevaba, cuando menos 70 años, representando la viva imagen del fútbol. O, por lo menos, del fútbol de la calle. A veces creo que no somos del todo conscientes de la fuerza cultural que tienen conceptos típicamente asociados a los jugadores brasileños en el idioma fútbol.

 

“A mi regreso al país me di cuenta de que nunca había reparado lo suficiente en el hecho de que Brasil llevaba, cuando menos 70 años, representando la viva imagen del fútbol. O, por lo menos, del fútbol de la calle”

 

Si el destino natural de un mediapunta entrado en años es organizar desde el doble pivote, mi condición de viajero en horas bajas me obligó a tener una aproximación mucho más racional con un estado como Sao Paulo, donde confluyen cuatro de los equipos más populares del país: Sao Paulo, el equipo de las clase media-alta deprimida; Corinthians, el equipo de las clases populares; Palmeiras, el emblema de la inmigración italiana, y Santos, el representante del litoral, mundialmente mitificado por la impronta de Pelé.

Como anécdota, el mismo día que vi en directo a Vitor Roque -atado con el Barcelona- en la visita de su equipo, el Atlético Paranaense, al mítico Morumbi para enfrentar al Sao Paulo, a unos cuántos kilómetros de ahí, aficionados del Santos fueron incapaces de soportar una nueva derrota en el Clásico Alvinegro frente al Corinthians, protagonizando uno de los episodios más bochornosos de la historia moderna en el Brasileirao al atacar con bengalas a sus propios futbolistas. Por primera vez en mi vida, contra todo pronóstico, no sufrí la cruel venganza de una elección.

Con la herida abierta tras un nuevo episodio de violencia en el fútbol, me refugié en una playa virgen que hace frontera entre el estado de Sao Paulo y el de Río de Janeiro, debatiéndome entre la pagode de Pericles y la lírica de Chico Buarque. Mi formación me llevó a pensar que la única vía de unanimidad, el único camino de reconciliación era ponerme la típica playera amarilla de la selección brasileña —con el 10 en la espalda, para tomar distancia del resto—. El truco me funcionó hasta que un periodista local me dijo casi a modo de susurro: “Aquí nadie usa la playera amarilla, el bolsonarismo la adoptó como símbolo de la derecha”. Sentí vergüenza, aunque luego me autoconvencí de que el fútbol no tenía nada que ver con la política. A la mañana siguiente, una pieza de televisión pública presentaba la historia de los hermanos Sócrates y Raí, ídolos del Corinthians y del Sao Paulo respectivamente, cuyo padre, otrora funcionario público, decidió bautizar a sus tres hijos mayores con nombres de filósofos griegos tras la conmoción que le provocó la lectura de la República de Platón. Entonces entendí el porqué, pese a la democratización del deporte en todo el mapa, el fútbol pasa, fundamentalmente, en Brasil.

 


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Fotografía de Getty Images