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El abrazo más bello del mundo

Burián y Rodríguez honraron la memoria de su hermano y de su padre, fallecidos, tras conducir a Colón hasta la final de la Copa Sudamericana

Hace solo unos meses, en un intento de empezar a dar respuesta a la pasión por transmitir historias que despertó en mí un Carlos Pérez de Rozas que nos dejaría, con la boca abierta y el corazón vacío, poco después, tuve el enorme placer de dar una charla sobre todo aquello que intentamos hacer en Panenka a unos jóvenes de unos 13 años. Utópico, idealista e ingenuo, como canta Pau Alabajos; después de intentar explicarles que las historias que nos emocionan están por todas partes, que solo tenemos que salir al patio, a la calle, para hallarlas, para descubrirlas, tras tratar de convencerles de que lo único que hace falta para disfrutar de esta profesión, así como de la vida, es ser curioso, saber mirar fuera del paisaje; pregunté si alguno de los allí presentes quería ser periodista en un futuro. Las cero manos alzadas que recibí como dolorosa respuesta, unidas a las caras de estupefacción, de rotunda negación, casi de miedo, me hicieron constatar por enésima vez la triste realidad en la que vive la profesión; una realidad que se me antojó irremediable, irreversible, cuando, ya una vez terminada la clase, un chaval, uno de los más futboleros del grupo, se acercó con toda la simpatía del mundo para asestar el tiro de gracia con un “no quiero ser periodista, pero me gusta El Chiringuito. Siempre lo veo”.

No confundan esto con una crítica a un niño que ve lo que deben poner en la televisión de casa, al niño que antes de conocer el porno se deleitaba con este tipo de programas cada vez que perdía el eterno rival que supongo que todos fuimos algún día; si no como la penúltima prueba para ejemplificar la situación que, la semana pasada, dibujaba Julio Maldonado, ‘Maldini’, en una entrevista de Iñako Díaz-Guerra en El Mundo. “Se está tendiendo a programas como El Chiringuito que yo respeto, pero no veo. No es periodismo. Es un show. Yo llego a casa después de comentar un partido de Champions y prefiero poner otro partido que ponerme a ver a Roncero pegar gritos, y mira que quiero a Roncero. Está bien, sobre todo para gente que ve el fútbol desde un punto de vista superficial y con la bufanda de su equipo puesta. Es respetable, no matan a nadie. Pero tomárselo en serio sería absurdo. Sin embargo, mucha gente piensa en el periodismo deportivo y piensa en eso. Y eso es un problema gravísimo”, acentuaba Maldini en una entrevista imperdible, en la que, además de admitir que “cuando veo a la gente perder la cabeza por el fútbol me pongo malo. Como si no hubiera cosas muchísimo más graves en la vida. Si el cabreo por una derrota de tu equipo te dura más de media hora, malo: te falta perspectiva”, afirmaba creer que “estos periodistas de bufanda que se llevan ahora son nocivos para el periodismo. No tengo en cuenta la opinión de alguien que habla con una bufanda de un equipo puesta. El problema para un periodista no es ser de un equipo. Es vivir de decir que eres de Madrid, del Barça o del que sea. Que ser de un equipo sea lo que te da de comer. Ahí su opinión pierde todo su valor”. Porque, en definitiva, si el balompié es tan adictivo, tan atractivo, es porque es imposible mantenerse al margen; así que debemos aceptar que los periodistas, en tanto que humanos, celebremos los tantos de nuestro equipo, a la vez que resulta imprescindible exigirnos desanudarnos la bufanda cuando cogemos un bolígrafo. Más que abrazar el vacío discurso de la objetividad, por suerte inalcanzable en un mundo subjetivo, en un balompié moderno en el que, a pesar de la deriva que vivimos, todavía tienen su lugar las emociones, quizás solo deberíamos limitarnos a querer ser profesionales.

Las críticas a las acertadas palabras de Maldini no se hicieron esperar. “En lo que no piensa la gente cuando piensa en periodismo deportivo es en ti, Maldini”, escribió uno de los tertulianos habituales del programa. “Periodistas que no han dado una noticia en su vida dando lecciones. Ninguneando referencias informativas y menospreciando a compañeros que marcan la pauta de la actualidad”, añadió otro. “El periodismo casposo me aburre. El análisis frío me aburre. Si El Chiringuito es líder es porque, además de análisis, debate e información, es pasión, sentimientos, naturalidad, colores. Lo que es el fútbol, vamos. Y las noticias las damos nosotros”, afirmaba el tercer testimonio recogido por un texto de El Confidencial en el que Kike Marín lamentaba el presente de una profesión, tan pervertida, tan maltratada, que no solo es que ya no sepa hacia adónde quiere ir; si no que ni siquiera sabe diferenciar el entretenimiento de la información; que “una cosa es hablar de fútbol, es decir, del juego, y otra del fútbol, es decir, de todo aquello que le rodea. El filete y la guarnición, que diría Juanma Lillo”.

La raíz del problema, supongo, es que quizás algunos, conscientes de donde está el dinero, prefieren cocinar el filete con gasolina; mientras otros optan por hacerlo de una forma más pausada, más relajada; a fuego lento, lejos de los gritos, de las vísceras, de los clics, de los grandes letreros luminosos, de los circos, de los star system de periodistas que se sitúan en el centro del tablero (“Si escribes para estar pendiente de que te lean eres un gilipollas”, aseguró Ramon Besa en una ocasión, tal como recoge Sergio Vázquez en el último de los preciosos textos que publica en MarcadorInt), de la barra del bar que tan bien simboliza el periodismo de un país “acostumbrado a despertar tras una barricada y echarse a dormir en una trinchera”, como aseveraba Rafa Cabeleira en una de las columnas del extraordinario Alienación Indebida.

 

El fútbol les permitió recuperar, aunque fuera por unos momentos, por una noche, la sonrisa, reencontrarse con sus seres queridos, despedirse de ellos dándoles un último motivo para sentirse orgullosos

 

La verdad es que no me atrae el periodismo de Maldini. Pero celebro que exista. Porque tantísimas caras tiene el balompié como la vida. Porque al final el fútbol no es nada más que una excusa para hablar, precisamente, de la vida. A veces incluso pienso que aburro a Mariona con tanto fútbol, con tantas historias; con las lágrimas de Àlex Granell, la voluntad de Èric Cantona de luchar contra el fascismo que oscureció las vidas de sus abuelos, la figura de Carlos Pérez de Rozas o Bruno Neri, el sueño de un Ajax enloquecido y juvenil o los brazaletes que Aitor Aguirre y Sergio Manzanera lucieron hace 44 años para condenar las últimas ejecuciones del franquismo. Pero siempre acabo pensando que al final no es solo balompié; que es mucho más. Como reivindica Galder Reguera en el genial Hijos del fútbol; los libros de fútbol no son libros de fútbol, si no de historias que trascienden el balón, el verde. “Decir que unos hombres pagaron sus chelines para ver a 22 asalariados patear un balón es como decir que un violín es solo madera y cuerdas y Hamlet, papel y tinta”; enfatizaba el escritor inglés John Boynton Priestley. Porque el balón, el balompié, son, en definitiva, una metáfora, quizás una de las más ilustrativas, de la vida. Y de la muerte. Jamás he querido pensar que el fútbol no es solo una cuestión de vida o muerte, si no que es algo mucho más importante que eso, como proclamaba Bill Shankly; pero ahora pienso que si lo fuera por algún motivo solo sería porque nos ayuda a comprender mejor la vida y la muerte; a digerir, a canalizar, las emociones más fuertes. Basta con ver el maravilloso documental Justo y Nico para entenderlo. O con descubrir la bella historia que se esconde detrás del emotivo abrazo en el que se fundieron Leonardo Burián y ‘Pulga’ Rodríguez la semana pasada tras conducir a Colón hasta la final de la Copa Sudamericana, hasta la primera final internacional de toda su historia, al doblegar al Atlético Mineiro en la tanda de penaltis. La vida les había mostrado su cara más amarga, más cruel, recientemente; tanto a Burián, que perdió a su hermano el 6 de agosto a causa de un accidente de coche, como a Rodríguez, que once días antes de la histórica noche que se vivió el jueves pasado en Belo Horizonte lloró la muerte de su padre, víctima de una larga enfermedad. Pero, tras erigirse en los dos grandes protagonistas de la hazaña de Colón, atajando dos penas máximas en la tanda, el arquero charrúa, transformando un penalti durante el tiempo reglamentario y otro en la tanda decisiva, el extremo argentino; el fútbol les permitió recuperar, aunque fuera por unos momentos, por una noche, la sonrisa, reencontrarse con sus seres queridos, despedirse de ellos dándoles un último motivo para sentirse orgullosos. Porque, ciertamente, en el abrazo en el que se fundieron ambos sobre el verde del Mineirão había más de dos personas. Y más de dos almas.

“Lo mejor de este oficio es que gente que tiene problemas mucho más serios que el fútbol, que vive la crisis de manera brutal o se enfrenta a dramas particulares, por un rato vibran, olvidan, celebran, gracias a este juego”, remarcó Pep Guardiola en una ocasión; unas palabras, recogidas por David Trueba en uno de los mejores textos que he leído jamás, que cobran sentido al hallar las declaraciones de Rodríguez después del encuentro. “Fue un momento muy lindo. Son sentimientos encontrados. Hace diez días estuve pasando por un mal momento como lo es la pérdida de un familiar. Y poder estar disfrutando de esta forma es una alegría dentro de tanta tristeza. La verdad es que el viejo siempre quiso que me dedicara a esto. Estoy contento por este momento, por estar en la final. Mi papá desde muy chiquito quería que jugara al fútbol, que lo hiciera en primera. No podía defraudarlo. No podía quedarme en mi casa a llorar por su muerte cuando siempre me había recalcado lo mismo; que quería que jugara. Una muestra de agradecimiento era jugar la ida de la semifinal. Y la vuelta. Y, ahora, buscar el campeonato”, subrayó, emocionado, el extremo de Simoca, que tras la ida había admitido que “el viejo nos ayudó a ganar desde arriba”.

Tanto hemos dejado que pervirtieran, que maltrataran, tanto el fútbol como el periodismo que lo retrata, que lo narra, que cada día cuesta más defenderlos, reivindicarlos, a ambos; sentirse parte de ellos. Pero de vez en cuando emerge alguna historia como la del inenarrable abrazo entre Leonardo Burián y ‘Pulga’ Rodríguez para reconfortarnos, para recordarnos que el valor del periodismo bien hecho, de las historias bien contadas, será siempre incalculable. Y que el fútbol, aunque en nada se parezca a aquel bello deporte que aprendimos en el patio del colegio, en las calles de nuestros pueblos, continúa siendo una de las mejores herramientas para comprender la vida; al mundo, y a nosotros mismos.