Siempre tan indescifrable, Éric Cantona disparó con bala. “Somos para los dioses lo mismo que las moscas son para los niños. Nos matan por diversión. La ciencia pronto no solo será capaz de retrasar el envejecimiento de las células. Pronto la ciencia las reparará y las dejará como nuevas. Y entonces seremos eternos. Tan solo los accidentes, los crímenes y las guerras nos seguirán matando. Pero los crímenes y las guerras se multiplicarán. Amo el fútbol”, proclamó Cantona, tan pesimista como todo aquel que algún día decidió abrir los ojos, que algún día dejó de creerse mensajes vacíos, desde el escenario del Forum Grimaldi de Mónaco, donde en 2019 fue distinguido por la UEFA con el President’s Award. Boquiabiertos, ojipláticos, siempre tan cómodos en su burbuja, en su palacio de cristal, los presentes ni siquiera sabían dónde mirar, incapaces de acertar a comprender la profundidad del mensaje de Cantona desde aquel circo monegasco. “Estupefactos e incrédulos, no podían ocultar la sorpresa. Porque lo habitual, en estos casos, es agradecer el honor, cantar una glosa del fútbol y marcharse a casa con el trofeo. Cantona, no. Sabio, en la madurez de quien no cree en el futuro; dijo que seremos inmortales, pero que nos destrozaremos. Porque somos humanos”, acentuaba Josep Maria Fonalleras en El Periódico, traduciendo la última lección de un hombre, tan poliédrico como magnético, tan bohemio como inconformista, que siempre fue un rara avis, un pez a contracorriente en el fantástico mundo del balompié. “Odiaba la mediocridad. Siempre quería hacer cosas diferentes, su beau jeu. No se conformaba con una victoria. Lo que le interesaba era estilizarla. Por eso era un artista comparado con el resto”, reconocía Jean-Pierre Papin, con quien compartió vestuario en el OM, en un reportaje del #Panenka69 que también contaba con la voz del que fue el mejor entrenador de la primera división francesa en 1989, un Gérard Gili que insistía en que “siempre se estaba preguntando por qué el mundo, y no solo el del fútbol, era de ese modo. Tenía unas inquietudes inusuales para un futbolista profesional”.
“Vengo de una familia de obreros, soldados e inmigrantes”, reconoce Cantona, que, además, reivindica que debemos construir un balompié sostenible, positivo e inclusivo
“Siempre se mostró como alguien vivo, pendiente de otros asuntos ajenos al balón, alguien al que lo que ofrecía el patrón simple de la vida de futbolista se le quedaba corto; insoportable si no fuera por aficiones a las que dedicaba su tiempo libre”, sentenciaba el citado texto de Roger Xuriach y Carlos Martín Río, un recorrido por la vida de alguien que siempre ha necesitado algo más que una pelota para expresarse, para emocionarse (“El fútbol le da sentido a tu vida, sí. Pero tu vida, tu historia, tu esencia, también le dan sentido a tu fútbol”); de un hombre al que sus orígenes humildes le legaron una visión humanista, un carácter rebelde e inquieto y un espíritu crítico e idealista indisociables de su inacabable talento futbolístico, el que le permitió erigirse en una leyenda del Manchester United. “Vengo de una familia de obreros, soldados e inmigrantes”, reconocía en un maravilloso artículo, publicado hace unos años en The Players Tribune bajo el título What is the meaning of life?, en el que, además, reivindicaba que debemos construir un balompié sostenible, positivo e inclusivo.
“Vivimos tiempos de pobreza, guerra e inmigración. Hoy hay mucha más gente que no puede comprar un balón de la que puede pagar 200 euros por una entrada de un partido de la Premier League. El fútbol es uno de los grandes maestros de la vida, pero el modelo actual, tan basado en el negocio, ignora a mucha gente. Y el fútbol debe ser de la gente. Esto no tiene que ser una utopía. El fútbol debe ser de todos, independientemente de si somos ricos o pobres. O inmigrantes. Todos hallamos la misma alegría en el fútbol. Todos hablamos el mismo idioma. Todos sentimos las mismas emociones”, remarcaba Cantona después de descubrir sus orígenes sencillos; los de un nieto de dos de aquellos miles de héroes anónimos, de luchadores a los que el franquismo quiso borrar de la historia, que en enero del 1939, con la caída de Barcelona a manos de las tropas golpistas, huyeron de la muerte, de la represión, que les perseguía cruzando los Pirineos a pie; soñando con encontrar la libertad, un poco de luz entre tanta oscuridad, entre tanto horror, en Francia, en el país en el que anhelaban hallar la paz.
En The Players Tribune, Éric Cantona, abierta e inequívocamente antifascista, siempre dispuesto a poner su nombre, su grano de arena, al servicio de cualquier causa social, de los que sufren, rememora que su abuelo materno, natural de Martorell (Barcelona), “luchó contra Franco hasta el amargo final. Al final de la guerra, perseguido por los nacionales, apenas disponía de unos minutos para escapar de Barcelona antes de que las tropas franquistas ocuparan la ciudad. Tendría que cruzar los Pirineos a pie para llegar a Francia, sin tiempo para despedirse de los suyos. Era el final: la vida o la muerte. Pero antes de dejar atrás Barcelona fue a ver a su novia para preguntarle si le seguiría, si iría con él. Él tenía 28 años. Ella, 18. Tenía que dejar atrás la familia, los amigos. Todo. Pero aceptó. Era mi abuela. Llegaron a un campo de refugiados en Argelès-sur-Mer”, una pequeña población francesa, a apenas 30 kilómetros de la frontera catalana, en la que el gobierno galo decidió ubicar un campo de concentración para confinar a una parte de los cientos de miles de exiliados republicanos, tanto civiles como militares, que cruzaron los Pirineos escapando de un infierno sin saber que al otro lado les esperaba otro infierno; condenados al más absoluto olvido, a un exilio perpetuo e ineludible. “La playa de Argelers, de tan duro recuerdo para los exiliados, es hoy un espacio más de ocio y turismo del litoral francés. Lo que ahora es una carretera llena de cámpings, hoteles y chiringuitos que huelen a ocio y placer fue, hace ocho décadas, el camino del no retorno. Y el ingreso, para muchos, en otro infierno. La avenida de la Retirada, como fue rebautizada en el año 2000, llevaba directamente a la playa, a la arena, delimitada por alambre de espino, donde, expuestos al frío, al viento y a todas las inclemencias posibles, fueron condenados a instalarse más de 100.000 republicanos españoles del casi medio millón que entre el 28 de enero y el 13 de febrero del 1939 emprendieron la huida ante el avance franquista, llegando a Francia por unos Pirineos que a partir de entonces serían el recuerdo constante del país perdido. La retirada todavía les duele a los ya pocos protagonistas todavía vivos de este capítulo, durante demasiadas décadas enterrado en la memoria a las dos bandas de la frontera”, afirma Sílvia Ayuso en un texto en El País en el que detalla que “el campo fue construido para controlar a los refugiados durante 15 días, pero, al coincidir con el momento crítico del estallido de la Segunda Guerra Mundial y la posterior ocupación nazi de Francia, lo mantuvieron operativo durante dos años”.
“Mi abuelo materno luchó contra Franco hasta el amargo final. Al final de la guerra, perseguido por los nacionales, apenas disponía de unos minutos para escapar. Era el final: la vida o la muerte”
Fueron miles los que, exhaustos, marchitados por las inhumanas condiciones en las que tenían que sobrevivir en aquel infausto campo de concentración, murieron sobre la arena que hoy se llena de gente que desconoce el atroz drama que ahí se vivió hace 80 años; abandonados ante el mar al que Antonio Machado, que como tantos otros también tuvo que exiliarse para escapar de la bota del fascismo, cantaba en los últimos cuatro versos de Retrato: “Y cuando llegue el día del último viaje; y esté al partir la nave que nunca ha de tornar; me encontraréis a bordo ligero de equipaje; casi desnudo, como los hijos de la mar”. Los cuatro versos, flanqueados por decenas de flores, por cientos de piedras minúsculas, meticulosamente colocadas ahí por aquellos visitantes que sienten la necesidad de conectar con el drama que vivieron sus abuelos, decoran hoy la tumba del poeta en el cementerio de Colliure; a escasos kilómetros del Portbou que vio cerrar los ojos por última vez al filósofo Walter Benjamin, que se suicidó el 26 de septiembre de 1940, sin más fuerzas para seguir escapando de la persecución nazi. “Es una tarea más ardua honrar la memoria de los seres anónimos que la de las personas célebres. La construcción histórica se consagra a la memoria de los que no tienen nombre”, dejó escrito Benjamin; en un fragmento de una de sus obras que cobra sentido al rescatar del olvido las historias de Francesca Farnós, pagesa, y Pere Raurich, paleta, los abuelos de un Éric Cantona que la semana pasada estuvo en Argelès-sur-Mer para participar en la inauguración de un campo de fútbol bautizado con su nombre en honor a todos aquellos héroes anónimos que, como los padres de su madre, llegaron al municipio en su lucha por escapar del franquismo; a todos aquellos que lucharon para que la barbarie que les robó sus vidas no oscureciera, también, las de sus descendientes; los encargados de mantener vivo su legado en unos grises tiempos en los que parece que no aprendimos nada de todo aquello, ignorando que el pueblo que olvida su historia se está condenando a repetirla.
***
Mi bisabuelo también estuvo en el infierno de Argelers. Gracias, Cantona.