Ni siquiera los cimientos del Estadi Municipal de Montilivi olvidarán jamás el luctuoso atarceder del pasado 12 del mayo, del triste día en el que las ya pocas opciones del Girona de regatear la caída a los infiernos se evaporaron casi por completo al perder ante el Levante. La pena, la nostalgia de un presente que pronto se transformaría en pasado, la frustración por no haber sabido conservar, ni cuidar, aquel tesoro, aquel paraíso, que tantas lágrimas había costado conquistar, aquel viejo sueño que tanta sangre había costado hacer realidad, inundaron el rostro de los hinchas rojiblancos, apenados por constatar que la gloria que tantas veces se les había resistido de las formas más crueles, tan exquisita, tan adictiva, había sido dolorosamente efímera, fugaz; que su paso por los cielos del balompié nacional tan solo habría durado dos temporadas.
Tristes coleccionadores de desgracias, mientras trataban de empezar a digerir el inesperado descenso de un equipo que despertó de la ilusión de consolidarse en Primera División al encajar nueve derrotas en la insoportable agonía en la que se convirtieron las últimas diez jornadas de la competición; algunos de ellos encontraron consuelo en un abrazo de su capitán, de un Álex Granell (Girona, 1988) que, con los ojos anegados, salió de Montilivi en medio de un fúnebre silencio para dirigirse hacia los aficionados que aguardaban la salida de los jugadores en un intento de posponer todo lo posible el regreso a casa, convencidos de que abandonar el estadio suponía aceptar la realidad, desgarradora, a la que el fútbol, que siempre les dejaba soñar con la alegría más bella para acabar haciéndoles perecer en la orilla, les había condenado. Aquella escena, tan lúgubre pero tan bonita a la vez, fue quizás la mejor metáfora para ilustrar el bello e irrompible vínculo entre el centrocampista catalán y el club de su vida, de su corazón; el equipo al que, después de ser rechazado a los 16 años, Àlex regresó en 2014, tras un largo periplo que lo llevó por el Farners, el Palafrugell, el Banyoles, el Manlleu, el Llagostera, el Olot, el Cádiz y el Prat, para erigirse en uno de los futbolistas más importantes de toda su historia, en uno de los grandes referentes de aquel Girona que canalizó la tristeza de los no ascensos para alcanzar de una vez la élite; en uno de los símbolos de un equipo que “tuvo que masticar mucha mierda, que tuvo que picar mucha piedra, antes de poder llegar a soñar con ser feliz, antes de convencerse de que el rojiblanco no tenía que ir siempre acompañado del negro, del más cruel de los sufrimientos, de la más absoluta de las tristezas, de los silencios sepulcrales”, como señalábamos en un artículo, motivado por la marcha de Pere Pons al Alavés, en el que afirmábamos que “si un día el Girona se secó las lágrimas, dejó de soñar con ser grande y empezó a serlo de verdad fue precisamente gracias a jugadores como él”.
O como Àlex Granell; el futbolista que, junto a Pere, mejor ha representado el orgull gironí al que tanto ha apelado en los últimos años la entidad de Montilivi. Por todo lo citado dolió tanto ver como este domingo, en el duelo contra la Unión Deportiva Las Palmas, una parte más que significativa de la afición rojiblanca despedía con pitos a su capitán; a un hombre, irremplazable en los esquemas del mejor Girona de toda la historia, que en estos momentos se encuentra a un paso del podio de la clasificación de jugadores con más partidos con el club en el balompié profesional, con hasta 194. Los silbidos a Granell, motivados por un arranque de temporada en el que, actuando en una posición que no es la más idónea para sus características, ha encadenado varias actuaciones grises a pesar de contar con la total confianza de un Juan Carlos Unzué que lo ha alineado como titular en los siete duelos disputados, y contestados con aplausos por otra parte de Montilivi, evidencian, con todo, la realidad de un balompié, olvidadizo, desmemoriado, de consumo rápido, McDonaldizado; como remarca Juancho Marqués.
Tanto nos importa el presente que el pasado ya no tiene ninguna importancia, que, cual “sepultureros que juegan a ser dioses, a dar y quitar vida”, que, “acostumbrados a despertar tras una barricada y echarnos a dormir en una trinchera”, como lamenta Rafa Cabeleira en una columna recogida en el genial Alienación indebida, banalizamos las crisis y los fracasos llenando Twitter de juicios sumarísimos, de entierros precipitados. “El fútbol es una trituradora, un programa de talentos que pasa a la siguiente ronda al que le gusta y fulmina al que no. Hay que sacar conclusiones a cada momento”, apuntaba hace unas semanas en MarcadorInt Sergio Vázquez, señalando lo rápido que gira la rueda del balompié moderno, implacable. “Chispea un día y ya estamos en una crisis terrible”, ironizaba Sergio Ramos en la Cadena Ser después de vencer al Sevilla.
Arrollados por la vorágine de la inmediatez; tanto nos importa el presente que olvidamos que el presente es, casi siempre, el mejor maestro para continuar avanzando. “Tenemos una gran fortaleza. Porque hemos vivido desilusiones durísimas. Lo hemos pasado mal para llegar hasta la élite. Hemos sufrido mucho. Hemos vivido muchos días de duelo”, admitía Granell hace unos meses en una entrevista en El Món en la que también remarcaba que “no podemos dejar escapar la oportunidad de jugar en Primera. Está en juego nuestra vida futbolística. Solo tenemos una. Y sabemos que no podemos desaprovecharla”. El descenso ha llenado de prisas un Montilivi que, armado con una plantilla tan talentosa como extensa, de lejos la más valiosa de la categoría de plata del fútbol español, afronta ahora el curso como si fuera una cuenta atrás para volver por la vía rápida a la élite, al lugar del que se despidió demasiado pronto; para recuperar el tesoro que se dejó arrebatar cuando todavía empezaba a descubrirlo. Pero ni los objetivos ni los resultados deberían nublarle la vista a la parte del estadio que este domingo decidió silbar a su capitán; quizás la misma que hace dos campañas pitó a un equipo que, en su debut histórico en Primera División, cerró el curso con una renta de 22 puntos sobre las posiciones de descenso, porque un discreto final de temporada hizo evaporar la ambición de hacer realidad la irreal epopeya de obtener un billete por la Europa League (“Puede que el sueño se haya comido la realidad. Somos los culpables de haber alentado un objetivo tan ambicioso. Hemos sido tan exigentes con nosotros mismos que, ahora que deberíamos estar dando palmas con las orejas, estamos muy jodidos”, admitía Pablo Machín); quizás la misma que hace justo un año celebraba las derrotas del técnico soriano con el Sevilla. Porque, tal como enfatizaba Iñako Díaz-Guerra en El Mundo hace unos años, la victoria es el broche del sentimiento de pertenencia, pero jamás su esencia.
Y seguramente nadie siente más propio que Àlex Granell el rojiblanco de la camiseta del Girona, que hace dos décadas navegaba, perdido, por los infiernos del balompié catalán; equivocadamente convencido de que jamás disfrutaría de la gloria, siempre restringida a otros equipos; dolorosamente incapaz de conectar con una ciudad que vivía de espaldas a su club, a los colores que en la actualidad inundan sus calles, las mejillas de unos niños que este domingo, boquiabiertos, no podían entender los pitos de una parte de la afición al ‘6’; a un hombre que, hace unos meses, reconocía en El Món que “me gustaría que el día en el que me vaya pueda dejar el club que más quiero en la élite, en el máximo nivel. Este es mi gran deseo. Poder dejar una herencia que me permita irme en paz”.
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Resulta fácil acostumbrarse rápidamente al olor, a la majestuosidad, de los palacios. “El gran problema es que los humanos tendemos a normalizar todas las situaciones. Lo acabas normalizando todo hasta el punto de que ir al Bernabéu ya no te provoca los nervios de la primera vez. Y tienes que esforzarte para que te continué generando la tensión necesaria. Pero lo cierto es que el deseo y la emoción siguen siendo los del primer día porque continuo viviéndolo como lo que es: un sueño”, añadía el capitán del Girona, feliz protagonista de una carrera atípica que, tras escalar paso a paso, le llevó a debutar en la máxima categoría a los 29 años. Resulta fácil acostumbrarse al olor, a la majestuosidad, de los palacios, decíamos; pero, para fantasear con conquistar los cielos de nuevo, conviene no olvidar nunca los orígenes. Conviene no olvidar jamás el olor del barro; del que tuvo que pisar Àlex Granell cuando, a los 16, su camino se separó del de su Girona. Conviene no olvidar quién eres. Ni de dónde vienes. Conviene tener memoria.