“Es una historia real. No es precisamente una historia de hadas, pero es la mía. He llorado mucho a lo largo de todo este camino, pero ha valido la pena. Ha valido la pena”, me repetía Àlex Granell, el ya excapitán del Girona, hace justo un año, en una de las entrevistas más especiales que he hecho nunca, en el parque de la Devesa; justo delante del sitio en el que con tan solo cinco años empezó a perseguir un balón, ya con los colores rojiblancos que siguen corriendo, que seguirán corriendo siempre, por sus venas y que le han visto erigirse en un referente para muchos, en historia viva de Montilivi.
Era el 9 de octubre del 2019; y desde el 9 de octubre del 2020 resulta increíble, incluso doloroso, constatar cuántas vueltas ha dado el mundo, descarriado, en estos últimos 365 días.
“Quiero a este club como si fuera un hijo. Es un sentimiento que va más allá de lo racional, y que viene de mi padre, que con cinco años me apuntó al Girona. Una hora y media antes de cada partido en Montilivi ya estaba en su asiento, en la tribuna alta, leyendo La Vanguardia, esperando que yo saliera a calentar. Me giraba buscándolo y siempre, siempre, estuvo ahí. No ha fallado nunca. Es un tesoro haber vestido la camiseta del Girona. Es lo mejor que me ha pasado nunca. El Girona no es un club transitorio para mí. El Girona es mi club. Esta es mi casa, y lo será siempre. Y cada triunfo del Girona será una victoria mía desde la lejanía. Y ojalá nuestros caminos se reencuentren en un futuro. Y si no es así estaré en la tribuna alta, al lado de mi padre”, enfatizaba ayer en el emotivo acto de despedida que se hizo en Montilivi, a solo unos metros de ese círculo central que, huérfano del ‘6’, Pere Pons y Eloi Amagat, luce más amarillento, más árido; antes de reconocer que supo, sintió, que su etapa en el Girona había terminado al caer de la forma más cruel contra el Elche en el encuentro de vuelta de la final del play-off de ascenso a Primera División, hace poco más de un mes. “Reviví sentimientos que incluso afectaban a un tema de salud, y sentí que era el momento de emprender un nuevo camino. Las emociones de esa día fueron mucho más intensas de lo que nunca me imaginé que podría llegar a sentir en un campo de fútbol”, asintió el centrocampista de Girona, de 32 años.
“Quiero al Girona como si fuera un hijo. Es un sentimiento que va más allá de lo racional. Y es un tesoro haber vestido esta camiseta. Es lo mejor que me ha pasado nunca”
A veces, atropellados por la vorágine de la inmediatez que rige esta sociedad de Twitter, desmemoriada y en la que solo existe el presente, quizás nos olvidamos de que detrás del futbolista se esconde la persona y de que son mucho más que lo que vemos por la tele. Su sueldo, su posición social y la envidia que sentimos por ellos nos conceden, creemos, el derecho a descargar nuestras frustraciones sobre sus cabezas. Pero a veces nos olvidamos de que no todos son extraterrestres, de que hay algunos que si no hubieran tenido la suerte, y el premio, de llegar a la élite estarían a nuestro lado alentando al club al que aman tanto o más que nosotros y del que ellos también son socios.
No muchas veces he tenido una sensación de rabia, vacío e incomprensión como esa tarde del 22 de setiembre del año pasado en la que una parte de Montilivi despidió con silbidos a su capitán. A Àlex, que debió pasarse casi toda la temporada pasada llorando por no hacernos tan felices como quería y necesitaba, por no ser capaces de recuperar la Primera División; aquella tierra prometida que tantas y tantísimas lágrimas nos costó conquistar y de la que tan rápida y cruelmente nos desterraron, apenas dos años después de descubrirla.
No confundan estas líneas con un alegato en defensa del ‘6’. Solo son, solo pretenden ser, una invitación a pensar en por qué nos gusta tanto ver caer, derrocar, crucificar, a quienes llegan arriba de todo a base de trabajo y pasión, en por qué glorificamos tanto los mitos ajenos, los Totti o los Pirlo de turno, y siempre nos cuesta tanto valorar los propios; y por encima de todo, un homenaje a un futbolista que, tras ser rechazado por el equipo de su alma a los 16 años, supo hallar el camino para ir creciendo peldaño a peldaño desde la antepenúltima categoría del fútbol catalán hasta volver a su Girona para vivir los mejores años de la historia del club, que hace cinco lustros malvivía en los infiernos del balompié territorial.
Al igual que el propio Girona, Àlex, que ahora paseará su zurda de seda por los campos de Suramérica con la casaca azul celeste del Bolívar boliviano, tuvo que llorar mucho antes de llegar a soñar con ser feliz, pero ahora deja atrás Montilivi “en paz”, y siendo el futbolista que más veces ha vestido la elástica rojiblanca en el balompié profesional, con hasta 233 (66 en Primera, 159 en Segunda y ocho en la Copa) desde su vuelta al Girona, en 2014. Y lo hace, además, después de haber sido uno de los principales protagonistas, uno de los principales artífices, del mejor Girona de todos los tiempos, del que celebró, por fin, el tan perseguido y anhelado ascenso a Primera; y siendo un emblema, un mito, un símbolo eterno, de un club cuya historia ya nunca podrá explicarse ni entenderse sin mencionar su nombre y su ‘6’, hoy sin padre.
Las derrotas quizás pesarán más que las victorias en esta historia con más penas que alegrías, con más lágrimas que sonrisas, como el propio Granell escribió después de caer al purgatorio por enésima vez al perder contra el Elche; pero hay algunos triunfos brutales e inolvidables, y algunos, quizás los más bonitos, los más importantes, trascienden el verde y no entienden de expulsiones injustas que entierran un sueño o de goles de Pere Milla en el minuto 96 que se clavan en la espalda como cien puñales.
Y la más bonita, la más importante, aunque no valga puntos ni sirva para regresar a Primera, quizás incluso más bonita e importante que aquel empate del 4 de junio del 2017 que abrió, que derrumbó, las puertas del cielo a toda una ciudad, quizás incluso más bonita e importante que aquel histórico 2-1 contra el Madrid en el Estadi de Montilivi, es la victoria social, la identitaria.
Granell, el mejor representante del orgull gironí del que ha hecho bandera el club en los últimos años, deja atrás Montilivi. Pero su corazón continuará latiendo al son del estadio y su nombre seguirá sonando en las gradas, en los bares, en las calles, en las plazas y, sobre todo, en los patios de los colegios de la cuidad y de toda la provincia. Porque hoy los niños de Girona crecen sintiendo el fútbol en rojiblanco, y soñando con ser Cristhian Stuani, Àlex Granell, Pere Pons, Borja García, Portu o Pablo Machín.
“Puedes ascender o no, pero lo que se ha creado en los últimos años en Girona es una identidad de club. La gente ahora es únicamente del Girona, los niños ya no contemplan ser de un equipo que no sea el Girona. Hemos logrado hitos deportivos muy importantes. Pero lo mejor, y lo que más felices y orgullosos nos tiene que hacer estar, es lo que hemos hecho a nivel social. Que la ciudad esté llena de banderas rojiblancas, que los niños lleven nuestras camisetas”, concluía ayer Àlex Granell; enormemente feliz y orgulloso, del trabajo realizado, del camino recorrido.
Porque, como afirmábamos hace justo 14 meses a raíz de la marcha de Pere Pons, si un día el Girona se despojó del victimismo, se secó las lágrimas y dejó de soñar con ser grande y empezó a serlo de verdad fue gracias a hombres como ellos. Y si el Girona comenzó a aparecer en La Vanguardia que su padre leía en la tribuna alta de Montilivi justo antes de los partidos mientras esperaba a que él saliera a calentar fue, básicamente, gracias a hombres como Àlex Granell.
Su padre no falló nunca, remarcaba ayer el ‘6’. “Siempre estuvo ahí”. Y Àlex también.
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Fotografías cedidas por el Girona Futbol Club.