No conozco a Fabio Grosso. Me gustaría poder bañar este inicio con una retrospección profunda de un Grosso infante, imberbe e inocente, que marchó de su pueblo a la gran ciudad, acompañado por las lágrimas de sus familiares, para cumplir ese sueño tan intenso que le inculcó su padre desde la cuna. Ese Grosso cansado y destrozado anímicamente tras otro partido perdido, encerrado en su habitación y susurrando al póster de Paolo Rossi, como si la leyenda pudiese escucharle, allí, con él: “Te lo prometo, Paolo, yo seré como tú: un héroe”. No lo sé; no conozco a Fabio Grosso. Solo sé que hizo historia.
También sé que el cuatro de julio de 2006 se calzó sus botas en el vestuario del Westfalenstadion, que por aquel entonces empezaba a mal-llamarse Signal Iduna Park: porque un estadio sin su nombre original, no se llama bien. Grosso se calzó las botas con 22 golems. 22 moles de piedra pulida de rictus serio y mirada penetrante. Las mismas, exactamente las mismas, con las que saltaron al césped poco antes de las nueve. Esa noche, Fabio Cannvaro podía congelar el tiempo con solo un vistazo.
Andrea Pirlo lo congelaba con un toque de balón. Elegante, grácil y Pirlo, porque ya se ha convertido en un adjetivo en sí mismo con el paso de los años, pronto empezó a liberarse y a lanzar hechizos en forma de pases que dieran vida a los golems que tenía alrededor. Enfrente, dos yernos temidos. “Mamá, papá, os presento a mi novio: Per Mertesacker”, como solía decir Andrés Montes, el encargado de exportar a España uno de los partidos más recordados de la historia de los mundiales.
Lehmann y Buffon tampoco lo olvidarán. Es difícil estar a la altura de unas semifinales de Mundial: desde la organización hasta todas y cada una de las líneas del campo. Los porteros lo estuvieron, sin duda; mucho más que los delanteros. Podolski y Klose, Klose y Podolski. El verano de 2006 todos los niños querían ser como ellos, eran los referentes, los atacantes de moda del fútbol europeo. Todo les salía bien, lo hacían sencillo y les salía bien, menos el día en el que se pusieron frente a Buffon. Topetazo con la pared.
Con su fortaleza física y su sempiterno ímpetu, Italia salió a morder una posesión alemana con la que habían llegado, con convicción, hasta las semifinales de su Mundial. Kehl, Ballack, Borowski. Alemania tenía el balón, lo quería y sabía qué hacer con él. Italia peleó hasta la extenuación con un Gattuso que se llevó varias carteras alemanas para casa y posibilitó que Pirlo tuviera balones para sorprender y Perrotta, Totti o Camoranesi, metros para desplegarse. Cada uno con su método, válidos ambos, fueron probando a dos infranqueables muros, uno bajo cada larguero. El ímpetu fue en aumento, directamente proporcional a la emoción. Así será recordada esa noche, pero lo cierto es que el fútbol se difuminó por momentos, siendo conscientes ambos de lo mucho que tenían por perder, más que por ganar. Sobre todo Alemania. En su casa, su Mundial, su momento. A Ballack le fallaron las piernas en algún pase, y no sería el último momento de su carrera en el que le sucedería.
Grosso no se paró a pensar, ya debía haber pensado demasiado la noche anterior, simplemente golpeó tal y como le venía. Seco, medido, perfecto. Gol. El gol
Fratelli d’Italia. La Azzurra fue fiel a su valiente himno y no de dejó amedrentar por sus propios miedos casi en ningún momento. Italia es eso. Sestear hasta llegar a un punto en el que la gloria y los italianos se cruzan. Y ahí casi nunca la dejan marchar. Italia fue más Italia y más equipo en la segunda parte. Encumbrados por una defensa de acero fundido -caliente y muy dura-, le quitaron a Klose las ideas de grandeza que tenía en mente. Tampoco conozco a Klose, pero, por aquel entonces, aún no era el máximo goleador de la historia de los mundiales, aunque imagino que soñaba con serlo. Ni Podolski ni él pudieron superar a un Cannavaro golpista. Irrumpió a base de fuerza bruta en el palmarés del Balón de Oro por actuaciones mundialistas como la de aquella noche en Dortmund. Era el líder de una defensa, la italiana, que infunde temor con solo nombrarla.
Podolski se fue haciendo cada vez más pequeño ante aquel colosal Cannvaro. Lukas era el niño mimado de la afición germana, el chico más prometedor de una generación ganadora, el ojito derecho de un país que no era del todo el suyo propio, siendo polaco de nacimiento. Por aquel entonces, Podolski aún parecía que iba ser jugador de fútbol. Más tarde confirmó que eso lo reservaba para los días en los que vestía la Mannschaft y la rojiblanca de su búnker en Colonia, el único lugar en el que fue regular. Pero todo eso aún nadie lo intuía y ,aquella noche, Lukas se apellidaba ‘ilusión’.
Tres pitidos, mil latidos y 22 corazones saliéndose por la boca. Prórroga, el peaje hacia el éxito. La redención de los que habitan en el limbo entre la victoria y el fracaso. Allí, de entre ese universo etéreo, emergió la figura de Marcello Lippi para ganar el partido mucho antes de que Fabio Grosso pudiera imaginar su momento. Rompiendo moldes y arañándose las cadenas del catenaccio que perseguían a Italia desde hacía demasiado tiempo, Lippi dio la alternativa a Iaquinta primero y Del Piero después, sustituyendo a Camoranesi y Perrotta. Marcello desafió al éxito. Le retó a un pulso, le miró fijamente a los ojos y, simplemente, atacó primero.
Lo que debieron pensar en Italia cuando se produjeron aquellos cambios no creo que le gustara en exceso a la madre de Lippi. Fue algo contracultural. Un movimiento de genio, pero de genio que no lo es hasta que lo demuestra. “¿Dos cambios atacantes? ¿Nosotros? ¿En una final? Questa è l’Italia, Marcello”. La Azzurra estaba siendo la mejor defensa del campeonato, lo que aún alimentaba más las dudas. ¿Para qué hacer aquello, para qué arriesgar, si Italia no sabía convivir con el riesgo? Fabio Grosso tenía la respuesta.
Creo que pasaron cosas antes de aquello. Creo que hubo fútbol en esa prórroga. Que se filtraron pases, se defendió, los porteros pararon, los delanteros se hastiaron. Que hubo faltas, saques de banda, de esquina, protestas, enfados. Las aficiones animaron e Italia lo intentó un poco más, sin olvidarse de Klose, Podolski y todo el elenco de anfitriones. Creo también que hubo cambios, que se perdió tiempo, que se dieron indicaciones técnicas y que ambos pensaron que acabarían en la prórroga. No lo sé. Por más que lo a acabe de ver, mi memoria se nubla completamente hasta el minuto 119, cuando todo se clarea. Como le pasó a Andrea Pirlo. En ese momento, Pirlo andaba a tientas. Ciego. Se le nubló hasta el corazón, exhausto de batallar en aquel campo de minas y sueños por cumplir. Andrea no era capaz de ver más allá de sus pies, donde todo era un bosque negro de calzas y calzones. Oscuro. Frío. Tenso. Quizá Pirlo no hablara de niño con el póster de Paolo Rossi, o quizá sí, y en ese momento pensaba que no sería capaz de hacer realidad su promesa. Tampoco conozco a Andrea Pirlo. Solo sé que hizo historia.
Allí estaba Grosso, milimétricamente desmarcado, milagrosamente solo. Pirlo levantó la cabeza y se quitó los complejos. Hermoso. Llegó el sexto toque, el de la liberación, el que pasará a la historia. Solo había un remate posible
Fue un segundo, una centella. Fue tras un saque de esquina de Alessandro del Piero desde la derecha, esto sí lo recuerdo perfectamente. Podría decirlo de carrerilla hasta el fin de mis días, como toda esa generación que quedó marcada por ese instante. Rechazó Arne Friedrich en el primer palo y el balón salió del área, asomándose al dilema moral de Andrea Pirlo. Allí estaban su batalla interna y él. Fueron seis toques. Uno para controlar, otro para amagar, tres para conducir. Entonces, como a mí, se le clareó la vista y vio la luz al final del túnel.
Allí estaba Grosso, milimétricamente desmarcado, milagrosamente solo. Pirlo levantó la cabeza y se quitó los complejos. Hermoso. Llegó el sexto toque, el de la liberación, el que pasará a la historia. Solo había un remate posible. Realmente, ni eso, apenas había hueco, no era el mejor ángulo. Grosso no se paró a pensar, ya debía haber pensado demasiado la noche anterior, simplemente golpeó tal y como le venía. Seco, medido, perfecto. Gol. El gol.
Sin tiempo para la reacción, emergió Cannavaro de entre las profundidades, teñido de oro, gigantesco, abismal, capitán. Cortó el tímido intento de centro alemán y salió con fuerza bruta a contragolpear con un toque de cabeza convencido. Allí apareció, poco después, un músico. Un trovador que había aparcado su violín para unirse a la empresa italiana y conquistar el mundo. Gilardino, se llamaba. Aguantó el balón y esperó a que llegara un depredador desde segunda línea, con las piernas frescas y sed de sangre. Del Piero no dejó nada vivo. Acribilló Alemania con un toque ligero, en carrera y a la escuadra, de una belleza plástica más cercana al arte que al fútbol, que volvió a enmudecer el Westfalenstadion y arrancó alguna lágrima. Finalistas.
No conozco a Fabio Grosso. Pero me gustar imaginar que pensó en agrandar aún más su momento de gloria y llevarlo a la eternidad. En los cinco días que pasaron desde la noche de Dortmund hasta la final en Berlín, Grosso debió soñar más que nunca. Materazzi golpeó segundo, Zidane lo había hecho antes. También después, literalmente. Sin épica en la prórroga, llegó el turno de los penaltis. Todo goles y un solo fallo, Trézeguet. El pasaporte al éxito. Tomó carrerilla, miró al cielo y lo hizo. Fabio Grosso. Se convirtieron en leyenda, entraron en la dimensión de lo eterno e inmortal. Una vez más, la cuarta, 24 años después. “Te lo prometí, Paolo”.