Quizás sea porque hoy se juega en pleno mes de diciembre, partiendo el calendario futbolístico por el medio, como si fuera una tirita puesta en el lugar menos adecuado. Puede que también afecte el hecho que se dispute en países alejados de lo que entendemos como la élite geográfica del balón, en estadios escondidos entre los pliegues del mapa dominante. Tal vez lo que acontece es que, acostumbrados como estamos algunos a los duelos de altura en competiciones cortas, no pueda más que sorprendernos la presencia en nuestro televisor de equipos africanos, asiáticos u oceánicos de los que no somos capaces ni de decir con qué letra empieza el apellido de su jugador estrella. Es difícil encontrar un argumento único y aplastante. Pero lo cierto es que, por mucho que la competición regale a su ganador la pomposa condición de “mejor club del mundo”, el Mundial de Clubes (Copa Intercontinental para los nostálgicos y Mundialito para los que no lo juegan) sigue pareciéndonos la copa más exótica y extravagante del año. Pasa el tiempo, se acumulan la historia y los recuerdos, pero esa perplejidad sigue haciéndose notoria.
Si reculamos a toda prisa hasta la primera edición del torneo, todavía correspondiente a la etiqueta de Intercontinental (los actuales nombre y formato no se instaurarían hasta el arranque del siglo XXI), y vamos repasando con el dedo, recorriendo los años como si fueran notas de un pentagrama, las principales imágenes que nos ha dejado el torneo, caemos en la cuenta de que sí hay material suficiente como para darle algo más de pedigrí a esta cita. Material sensible, en algunos casos hasta heroico. Se han dado momentos curiosos, partidos de infarto, campeones ilustres. La galería que sigue a continuación, basada en diez finales, da fe de ello. ¿Por qué será, entonces, que los europeos seguimos viviendo el Mundial de Clubes como algo no tan distinto a la típica gira descafeinada de pretemporada?
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