“Fútbol es fútbol”, pregonaba el mítico Vujadin Boškov. Pero no, el balompié es mucho más que un simple deporte, por mucho que entre todos hayamos vendido nuestra alma al diablo al entregarnos al fútbol más mercantilizando, entronando a los jugadores en una atalaya, en una burbuja en la que viven ajenos al pueblo que les idolatra. Pero en un mundo de locos, en un mundo en el que los aficionados se amontonan a las puertas de un juzgado para suplicarle autógrafos a un futbolista que acaba de ser condenado por un grave delito fiscal, el cuerdo es el rey. Y en esta historia el más cuerdo es Volker Ippig, el cancerbero que en los 80 abanderó la revolución que transformó al Sankt Pauli en un referente del fútbol que nada a contracorriente.
Nacido en Eutin, a unos 100 kilómetros de Hamburgo, el 28 de enero del 1963, Ippig aterrizó en la ciudad que descubrió a los Beatles a los 18 años, justo a tiempo para vivir en primera persona el laboratorio de ideas al aire libre en el que se convirtió el barrio de Reeperbahn, la casa del Sankt Pauli. “Mi infancia fue hermosa, pero mi viaje a Hamburgo cambió mi visión del mundo”, reconocía el arquero, que se mudó a la casa del que por aquel entonces era el vicepresidente del club, Otto Paulick. “En mis primeros días en el Sankt Pauli todavía vivía en Lensahn. Tres veces a la semana tenía que conducir durante tres horas para ir a entrenar y volver a casa. Después de medio año, Otto Paulick me dijo: ‘Tienes que decidir. O te mudas a Hamburgo y aprovechas tu talento o te quedas en Lensahn'”, añadía Ippig en una entrevista en la que admitía que el hogar del vicepresidente fue, precisamente, el sitio en el que empezó a contagiarse del sueño rebelde e inconformista que se extendió por todo el barrio rojo de Hamburgo: “Una noche, mientras cenábamos, se rieron de Dios y del mundo. No estaba acostumbrado a aquello. En aquella época se abrieron ante mí nuevos horizontes. Otto Paulick era un amante del arte, admiraba a Pablo Picasso y Alfred Kubin”. “Fue entonces cuando comprendí que hay otras cosas en la vida además del fútbol”, concluía el guardameta de Eutin, que a los 19 años ya formaba parte del primer equipo del conjunto de la Jolly Roger.
Ippig no tardó demasiado en convertirse en el arquero titular del Sankt Pauli, pero su compromiso social, su particular forma de entender la vida, condujo su carrera futbolística hacia senderos insospechados. Como en 1983, cuando, sin previo aviso, decidió dejar provisionalmente el balompié para trabajar como voluntario en una guardería de niños discapacitados. “Estaba disgustado con el fútbol. Estaba cansado de perder mi tiempo pateando un balón. Quería vivir nuevas experiencias. La gente pensó que estaba loco por desaprovechar una oportunidad única en el Sankt Pauli”, apuntaba, en las páginas de 11 Freunde, el portero alemán, que, con su estética inequívocamente punk, con su melena anárquica, se erigió en el indiscutible referente de la afición del Millerntor-Stadion, que veía en Ippig el estandarte de la mutación de un estadio que en aquella época empezó a mutar en la zona libre de racismo y homofobia que, como proclaman los propios aficionados del Sankt Pauli, es en la actualidad.
En esta historia el más cuerdo es Volker Ippig, el cancerbero que en los 80 abanderó la revolución que transformó al Sankt Pauli en un referente del fútbol que nada a contracorriente
“Por aquel entonces no era habitual ni bien visto que la gente expusiera abiertamente sus opiniones políticas. Con nosotros, empezó a ser posible y deseable”, añadía Volker Ippig, uno de los grandes responsables de que el Millerntor pasara de congregar apenas 1.500 aficionados en 1981 a alcanzar los 20.000 a finales de la década de los 90. Puede que resulte exagerado concluir que el arquero germano fue quien más hizo para dotar el Sankt Pauli del carácter antifascista e irreverente que le ha transformado en un elemento atípico en el ecosistema del balompié moderno, pero lo que es innegable es que ningún jugador ha personificado mejor los ideales de su hinchada que Ippig, el cancerbero que saltaba al césped del Millerntor con el puño arriba, que iba a entrenar en bicicleta o colándose en el autobús, que después de los partidos se perdía por los bares de Reeperbahn (“Puedes beber mucha cerveza, pero después de una derrota todo será siempre una mierda. La cerveza sabe diferente cuando ganas”) o que incluso llegó a vivir en la comunidad okupa de Hafenstraße.
Ippig era feliz en el Sankt Pauli, pero su corazón, como él mismo admitió hace unos años, latía hacia el lado izquierdo, así que a mediados de los 80 decidió volver a anteponer su compromiso a su carrera deportiva al alistarse en una brigada de trabajo voluntario en la Nicaragua sandinista, que acababa de vivir sus primeras elecciones democráticas tras el derrocamiento de la dictadura de Anastasio Somoza Debayle. El portero de Eutin regresó a Hamburgo después de colaborar en la construcción de un hospital, pero las cosas no fueron nada fáciles. “Nicaragua me había cambiado. Tenían menos dinero, pero eran mucho más felices y vivían mucho más relajados que nosotros. Sentía que ya no encajaba en el mundo del fútbol. Me había acostumbrado a ser libre, a ser independiente. Salí del Sankt Pauli y volví a Lensahn, con mis padres. Ya no entendía el mundo. Ya no me entendía a mí mismo. Todo eran contradicciones, estaba deprimido. Pero al final pensé: ‘Volveré a intentar disfrutar del fútbol, volveré empezar de cero’. Y el fútbol me salvó”, rememoraba Ippig en 11 Freunde.
Nadie personificaba mejor los ideales del Sankt Pauli que Ippig, que saltaba al Millerntor con el puño arriba, que iba a entrenar en bicicleta, que después de los partidos se perdía por los bares o que llegó a vivir en la comunidad okupa de Hafenstraße
El guardameta alemán no solo volvió a disfrutar del balompié, sino que, además, comandó al Sankt Pauli que en la temporada 87-88 consiguió el ascenso a la Bundesliga. Ippig ya había tenido varias oportunidades para saborear la máxima categoría del fútbol teutón, pero, enamorado del Millerntor (“El Sankt Pauli es muy especial. Algo así no puedes arrancarlo del suelo y trasplantarlo en otro lugar. Es algo vivo, que evoluciona constantemente. Y, a pesar de todos los altibajos, la gente del barrio está muy orgullosa del club”), rechazó cada una de las ofertas de los clubes que llamaron a su puerta. Ippig llegó a disputar 65 partidos en la Bundesliga, pero una grave lesión en la espalda le obligó a retirarse al final de la 90-91, a los 29 años.
El arquero de Eutin, que durante su carrera se construyó una cabaña en el campo a la que se escapaba para huir de la realidad de la mano de las obras de Carlos Castaneda (“Cuando iba a la cabaña encendía una hoguera, la primera televisión que existió. Allí podía olvidarme de todo”), desapareció. Vivió como un ermitaño en América, entregado a su pasión por la medicina alternativa y los rituales de los chamanes. “Pasé mucho tiempo meditando, pero me aislé demasiado. Llegué a perder la concepción del mundo”, llegaría a reconocer un Ippig que en 1999 escribió un nuevo capítulo de su singular relación con el mundo del balompié (“Todo lo que soy, lo soy por el fútbol”) al empezar a ejercer como entrenador de porteros, pero la aventura no funcionó ni en su Sankt Pauli ni en el Wolfsburgo, que le despidió tan solo un mes después de contratarlo porque el exfutbolista no quería trabajar más de tres días a la semana.
Ippig no tardó en convertirse en el arquero titular del Sankt Pauli, pero su compromiso social condujo su carrera hacia senderos insospechados. Como en 1983, cuando decidió dejar el balompié para trabajar en una guardería
Tras probar suerte como técnico del Lensahn, el club en el que dio sus primeros pasos como cancerbero y con el que consiguió un ascenso a una liga de aficionados que recuerda como el “el momento más feliz de mi vida”, y con una escuela de porteros; Ippig empezó a trabajar de jornalero en el puerto de Hamburgo. “Me gusta ir a trabajar y charlar con mis compañeros. Si no me muevo, no me siento bien”, apuntaba, en 11 Freunde, el que fue el antihéroe del balompié alemán, el emblema del fútbol rebelde, en la década de los 80, un hombre que ha acabado desencantado con el deporte al que ha entregado gran parte de su vida. “El fútbol siempre ha sido importante para mí, pero hoy lo único que me une a él son las jugadas de mis hijas. Para mí, eso es el fútbol real. Me importa mucho más que lo que pueda suceder en el fútbol profesional”, acentuaba Ippig en una entrevista en la que también lamentaba que “Millerntor fue un laboratorio. En aquel momento, todo era real. Hoy es algo orquestado, artificial. Tan solo queda el mito. Todo es un montón de niebla”.
Porque lo cierto es que, desgraciadamente, casi nada puede resistir al monstruo del fútbol mercantilizado, ni siquiera la genuina utopía que persigue el Sankt Pauli. En este mundo de locos, muchos consideran a Volker Ippig como el futbolista más radical de la historia. Pero como él mismo evocaba, “cada vez que los medios me describían como un alborotador, mi abuelo me regañaba. Y, cuando yo intentaba justificarme, él me decía: ‘¡Pero si sale en el periódico!’. ‘¡Pero abuelo, cuando cumpliste 50 años el periódico dijo que criabas conejos. ¡Y tú crías canarios!’, respondía yo”.