Como si acabara de escupirle la televisión en blanco y negro, Mauro Icardi apareció hace un año en el Giuseppe Meazza disfrazado de futbolista arcaico, dio tres golpes decisivos al balón que significaron tres goles y se detuvo ante las cámaras para que se lo llevaran directo a las portadas. No pudo hacer más con menos. La hinchada del Inter reventó de alegría después de tumbar al Milan (3-2) y se rindió a su ‘9’: un delantero que, doce meses después, sigue tratando el fútbol como si se dedicara a la jardinería, recortando sus ramas secas para que solo ocupe lo estrictamente necesario.
Los tres tantos tuvieron la misma estructura escueta. Con un toque bastó. El primero, con la espinilla, después de un centro de Antonio Candreva desde la derecha. El segundo, de volea pintoresca, tirando a rara, luego de que Ivan Perisic dejara el balón atrás. Y el tercero, de penalti, que también cuenta. En todos, además, Icardi se citó con la pelota en los metros finales del área, que es donde según él empieza y acaba el campo, sin tener en cuenta el resto de metros cuadrados de verde, que en su cabeza vendrían a ser como esos barrios residenciales de las ciudades en los que nunca sucede absolutamente nada, salvo que una paloma se cague en el suelo alguna tarde.
Icardi trata el fútbol como si se dedicara a la jardinería, recortando sus ramas secas para que solo ocupe lo estrictamente necesario
El hat-trick del argentino, que se constituyó de tres tantos de estética minimalista, desnutridos, como casi todos los que marca el futbolista, fue más que un empujón a su equipo hacia la victoria. Fue un manifiesto. En una época en la que cada vez les exigimos más cualidades a los arietes, como que sepan conducir el cuero, regatear a los adversarios o asociarse con sus compañeros, Icardi insiste en reivindicar la utilidad de lo sencillo. ¿Para qué diez virtudes, o siete, o cuatro, o dos, si con una ya es suficiente? ¿Para qué un delantero completísimo, que tenga conocimientos de todo tipo, incluso de astrofísica, si luego puede acabar fallando el mismo tiro claro que otro con una lista de prestaciones infinitamente más corta?
La productividad de Icardi, que en la actual Champions League ya ha hecho diana en las dos primeras jornadas, retira el mantel y descubre una realidad que para muchos está empezando a ser incómoda: las estrellas del fútbol no lo son porque brillen, sino porque deciden. Nada ha cambiado, en el fondo. En un deporte cada vez más orientado hacia el espectáculo, en el que se aplaude con euforia a la figura que convierte cada jugada en un videoclip de Rihanna, capaz de aglutinar millones de reproducciones en Youtube, todo sigue pendiendo del mismo hilo viejo y gastado de siempre, el de los resultados. El problema es que para conseguir que sean buenos, en ocasiones, con muy poco tienes suficiente. Ejemplos como el del capitán del Inter lo corroboran.
Con razón Josep Pla, cuya obra completa asciende a 47 volúmenes y más de 30.000 páginas, defendió en una entrevista que la mejor frase que se había hecho nunca era “La puerta es verde”. La simplicidad, cuando quiere, es aplastante. Arrolla. Pulveriza los argumentos de los que pensamos inocentemente que la vida, así como el fútbol, debería priorizar los caminos largos y caracoleados.
De nuevo, estábamos equivocados.