Brasil se presentó al Mundial 98 de Francia como vigente campeona del torneo, pero ni las sonrisas brillaron como de costumbre ni el vestuario estuvo tan unido como en 1994. Por si fuera poco, a escasas horas de la final, Ronaldo, su mejor futbolista, protagonizó un terrible y enigmático suceso.
Este reportaje está extraído del interior del #Panenka65
El inglés Charles Miller fundó la primera escuela de fútbol en Brasil en 1893. Poco más de un siglo después, la selección brasileña estuvo a las puertas del pentacampeonato mundial, cuando disputó la final de la Copa del Mundo de Francia, en 1998. Las enciclopedias recogen el triunfo de los franceses con la frialdad de un almanaque, sin más contemplaciones que el resultado definitivo, pero el imaginario del fútbol y, en especial, la memoria de los brasileños conserva el recuerdo de una tarde estremecida.
Dijo Paulo Coelho, uno de los más célebres escritores contemporáneos que ha dado el país, que Brasil olvida su historia porque de ese modo olvida sus derrotas, pero ni esta proverbial autodefensa ha servido para alejar los demonios generados aquel día.
Mientras el mundo apuraba las horas previas a la disputa del encuentro convencido de la superioridad de los sudamericanos, el hotel que los acogía en el pueblo de Lésigny vivía acontecimientos inusuales, que permanecieron en la oscuridad de los relatos hasta prácticamente la actualidad, y que resultaron al mismo tiempo causa y consecuencia de la avasalladora actuación del cuadro francés para asestar a sus rivales la mayor derrota jamás sufrida hasta entonces en esa competición.
Mientras el mundo apuraba las horas previas a la final convencido de la superioridad de los brasileños, el hotel que los acogía vivía acontecimientos inusuales, que permanecieron en la oscuridad prácticamente hasta la actualidad
UNA COMEDIA DE ENREDOS
Es imposible entender lo sucedido en aquel Mundial sin antes asimilar lo que el fútbol representa para Brasil. El geógrafo John Agnew defiende que los territorios son mucho más que fronteras y que para entender a cada país conviene introducir otras variables directamente vinculadas a las personas que lo pueblan; en el caso brasileño, el fútbol debería convertirse en un indicador determinante.
En su momento, se fijó por ley el cierre de los juzgados durante los partidos de la selección en la Copa del Mundo y se sigue adaptando la jornada laboral al desempeño del equipo nacional, así como modificando las fechas de las bodas para no coincidir con fases mundialistas. Lejos quedan los días de inicios del siglo XX, en los que el entonces presidente de la nación exigía una selección formada solo por jugadores de piel blanca y cabello liso.
Pese al lema Ordem e Progresso que luce la bandera brasileña, herencia del positivismo de Auguste Comte, el orden no ha sido el mayor de los distintivos del fútbol en Brasil: un equipo se presentó en un estadio y su rival en otro distinto para disputar una semifinal; el perro Biriba compartía las primas de los jugadores porque alguien lo soltaba en momentos clave de los encuentros del Botafogo y correteaba por el campo para romper el ritmo del equipo al que se enfrentaba el club albinegro; permanece el nombre de Club de los Trece entre los más poderosos pese a que ya han alcanzado la veintena de miembros; esposas, madres, padres o cualquier familiar de no importa qué grado filtran pormenores a la prensa de los vestuarios y tácticas.
Tampoco es sencillo interpretar la conclusión sin los necesarios antecedentes que marcaron el tránsito del combinado canarinho hasta el último partido. Se produjeron muchas situaciones inusuales durante todo el proceso de preparación y con el campeonato ya iniciado, motivadas por diversos actores, tanto internos como externos.
Edmundo denunció el boicot de sus compañeros y pidió abandonar la selección, algo imposible al estar ya inscrito. Dunga se quejó repetidas veces de los pocos entrenamientos y de los muchos eventos a los que asistía la delegación
De todas ellas, una de las más relevantes fue la extraordinaria presión, superior a la habitual, colocada sobre la expedición a raíz de la irrupción de Nike en el fútbol mediante el patrocinio de la selección; la consideración de ésta como la mejor de la historia, solo superada por la campeona de 1970 y la de 1982; la presencia de numerosas estrellas en la convocatoria y el hecho de que ningún combinado americano había ganado fuera de su continente una Copa del Mundo desde 1958, convertía a Brasil en candidata para volver a hacer historia.
Quizás la selección brasileña perdió el Mundial antes de empezar a disputarlo.
Tras la disputa de la Copa Confederaciones de Arabia Saudí, en diciembre de 1997, un enorme equipo de grabación estaba esperando a los desplazados en el aeropuerto de Río de Janeiro para rodar un anuncio. La nueva multinacional patrocinadora de la CBF diseñó un espectacular comercial que reunió a los futbolistas haciendo diabluras por las instalaciones de la terminal. Sin embargo, sus protagonistas hicieron la primera parte del viaje de regreso a su país, de Riyad a Zúrich, en clase turista mientras algunos periodistas (entre los que me contaba yo mismo), la Comisión Técnica y otros ciudadanos disfrutábamos de la confortable área ejecutiva del avión.
Las caras de los jugadores al apearse del transporte en la escala suiza destilaban puro odio tras siete horas de viaje, Ronaldo llevaba aplastada la parte trasera de sus zapatos italianos como si fueran unas babuchas, Romário no dejaba de espetar que eso no se volvería a repetir. Tras la final, Adidas, mecenas del bloque francés, inundó de publicidad los medios del planeta con el recordatorio de que las finales no se ganan en los aeropuertos sino en los campos.
La elaboración de la convocatoria también tuvo contratiempos desde la imposición de la leyenda Zico para que ayudara a Mario Zagallo al frente del equipo. Sin llegar a la fama de retranqueiro de Parreira, algo similar a amante del cerrojazo, Zagallo tampoco destacaba por su afán ofensivo. Hombre de gran prestigio, ganador de los cinco títulos mundiales de Brasil en diversas ocupaciones, confundía a los jugadores en sus charlas, incluidos los de su propia alineación.
En 1974 afirmó, como seleccionador, que si empataban los primeros tres partidos a cero se clasificaban seguro (lo hicieron en los dos primeros). Años más tarde, recibió críticas atroces porque Brasil era el conjunto menos goleado de un torneo. La CBF no quería que la sombra del fútbol pobre de 1994 se alargara hasta ese momento y colocó a otra figura para asistirle. Ello tuvo sus consecuencias: Giovanni, preferido de Zico, solo jugó los primeros 45 minutos de la competición para ser apartado por Zagallo de la selección hasta el día de hoy. En su lugar compareció Leonardo en el equipo titular, quien tuvo que desmentir que fuera el niño mimado del técnico.
Como en las comedias de enredo, cada nuevo suceso empeoraba el anterior.
Tras el amistoso del Centenario ante el Athletic, Edmundo denunció el boicot de sus compañeros y pidió abandonar la selección, algo imposible al estar ya inscrito. El capitán, Dunga, se quejó repetidas veces de los pocos entrenamientos y de los muchos eventos a los que asistía la delegación. Mauro Galvao, central de 37 años que vivía una segunda juventud y a quien se consideraba fijo en la lista, declaró que su edad no le preocupaba porque los de la Comisión Técnica tenían 200 años. La reacción de ésta fue no citarle, provocando una nueva polémica.
Algunos futbolistas reconocían en las entrevistas que el ambiente de 1994 era mucho mejor. En amistosos y partidos oficiales, no eran infrecuentes las discusiones entre ellos sobre el césped y en el camerino
EL SILENCIO PREVIO AL DESASTRE
Asistí a Francia 1998 como enviado especial del diario Marca para la selección brasileña y, al mismo tiempo, cubrí esa información para L’Équipe como colaborador.
Esta doble condición me habilitó para formar parte de los más de 500 periodistas que, día tras día, acompañaban al equipo, muchos de ellos sin más acreditación que un permiso rellenado a mano por alguien de la CBF para acceder a los entrenamientos, siempre abiertos a público e informadores, en las sobrepasadas instalaciones del campo de Ozoir-la-Ferrière, pueblo que multiplicó por siete su población entre junio y julio de aquel año.
En ese lugar se tomó una decisión determinante para Brasil. Zagallo anunció la baja de Romário poco antes del inicio del torneo, por una presunta lesión, y reforzando la medida con el mantra de que el jugador era el único capaz de disolver cualquier grupo humano en tiempo récord. Con lágrimas en los ojos, cuando el delantero compareció ante los medios, antes de ser ovacionado por los presentes, rechazó la versión del técnico y prometió venganza.
Esta vino por una doble vía: en una entrevista telefónica tras el estreno, ya desde Brasil, me dijo que ya estaba jugando a futvoley con sus amigos y que en un par de días debutaría con su club; a su vez, ordenó pintar a Zagallo y Zico en las puertas de los lavabos de su local nocturno en posición deshonrosa.
El caso es que la baja de Romário colocó toda la presión sobre la figura de Ronaldo y un futbolista, acabado el Mundial, me dijo que en el momento en que vio que Romário se marchaba, sabía que Dios quería que Brasil no fuera campeón. El despedido era el único que podía aguantar con naturalidad la exigencia máxima entre todos los presentes.
Transitó la selección por el cuadro hasta la final, para la que era gran favorita, e incluso el propio Romário, en la última entrevista que le hice aquellos días, pronosticó que Francia no había jugado a nada y que perdería fácil 4-0. Con esas declaraciones en L’Équipe almorzó el combinado brasileño y se marchó a la siesta en su hotel Grand Domaine horas antes del partido definitivo.
El descanso se vio abruptamente roto por los gritos que llegaban desde una habitación, a la que se desplazaron casi la totalidad de internacionales y donde el espectáculo era dantesco: el médico intentaba reanimar a Ronaldo, quien estaba con los ojos en blanco y sufriendo fuertes convulsiones.
Algunos no pudieron aguantar la escena y abandonaron el cuarto llorando, otros fueron desalojados a la carrera para permitir la evacuación del delantero al hospital. El jefe de seguridad de la CBF, coronel de profesión, tembló ante la posibilidad de que hubiera sido envenenado. Zagallo sintió que se hundía el mundo.
El descanso se vio abruptamente roto por los gritos que llegaban desde una habitación: el médico intentaba reanimar a Ronaldo, con los ojos en blanco y sufriendo fuertes convulsiones
En la charla, el técnico habló con Edmundo y le recordó ejemplos de jugadores que no habían debutado en un torneo y se convirtieron en los héroes del mismo. Rememoró el Mundial de 1962, en el que Pelé causó baja por lesión en la final, y aun así fue conquistado por sus compatriotas.
En el trayecto al estadio, el autobús había cambiado el ruido, la música y las canciones habituales en cada desplazamiento por el silencio absoluto. Brasil no salió a calentar al terreno de juego y la FIFA repartió la hoja con las alineaciones oficiales sin Ronaldo en el once, lo que provocó un sentimiento colectivo de desasosiego y duda en la tribuna de prensa.
Media hora más tarde, entregó otra con el atacante ocupando su lugar de titular, pero el periodismo ya se había quedado con la mosca tras la oreja. En el vestuario, repartidos por dorsales, sus compañeros volvieron a verle 40 minutos antes del partido, cuando regresó de la clínica, se encerró en una sala a dialogar con Zagallo y salió de ella dispuesto a cambiarse para saltar al campo.
El seleccionador se dirigió a Edmundo y le dijo que finalmente no jugaría. Sentado junto a Rivaldo, Ronaldo tenía la mirada perdida y se sentía débil, pero aún así vio a su sustituto abatido por la decisión del preparador.
El encuentro no tuvo historia, más allá de la marcada por los anfitriones, y muchos jugadores acabaron llorando tras el mismo, en una descarga explosiva de la presión soportada y del susto inmenso del mediodía.
Ronaldo, a día de hoy, todavía tiene memorias borrosas de aquella tarde y rara vez habla de ellas. Lo más verosímil es que se infiltró al jugador para evitarle dolor con un medicamento ante el que era alérgico
Las consecuencias del desastre fueron variadas, comenzando por los pitidos que durante varios meses acompañaron a Brasil como local, las feroces críticas o la destitución de media Comisión Técnica.
Ronaldo, a día de hoy, todavía tiene memorias borrosas de aquella tarde y rara vez habla de ellas, pero antes de la final de 2002 se hizo un corte de pelo triangular para restar atención a los recuerdos. Se publicó que se puso amarillo, que eran problemas de tobillo, que fue algo relacionado con el dopaje, que cayó fulminado por un desengaño amoroso o una ponzoña indetectable, que Nike presionó a Zagallo para que lo alineara, se explicó el hecho por que la prensa no compartía hotel con el equipo por primera vez en toda la historia de los mundiales.
Muchas versiones de algo que muy pocas personas conocen en realidad. Lo más verosímil es que se infiltró al jugador para evitarle dolor con un medicamento ante el que era alérgico y ello provocó aquella reacción de su organismo.
Un par de horas después de la final, pasé unos minutos solo en mi posición en la tribuna de comentaristas porque no sabía si iba a ser (que así lo fue hasta ahora) mi última final de una Copa del Mundo. Desconocía los detalles de lo sucedido más allá de que Francia había arrasado a Brasil, pero quería llevarme el olor, los sonidos del estadio vacío y la paz de ese escenario, ignorante de todo un episodio que pudo marcar la historia del fútbol.
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Fotografías de Getty Images.