Sinceramente, nunca había visto un partido entero de Zico. En realidad, ni suyo, ni de Dalglish, ni de Souness, ni de Adilio, ni de ninguno de los 22 futbolistas que saltaron al césped del Estado Nacional de Tokio, ante más de 60.000 almas, aquel 13 de diciembre de 1981 para disputar la Copa Intercontinental. Flamengo contra Liverpool. El campeón de la Libertadores frente al de la Copa de Europa. 90 minutos por delante para descubrir quién se llevaba el honor de ser el mejor equipo del mundo.
La excusa de una nueva final entre ambos, ahora en el Mundial de Clubes, despertó en mí un apetito de nostalgia balompédica. No engañaré a nadie, cuando le di al play, era la primera vez que me atrevía a tragarme de pe a pa un partido de antes de los 90. Cosas de millenials. Así que este Flamengo-Liverpool fue algo así como mi ratón de laboratorio particular. Y, bueno, para alguien que ha vivido toda su vida a escasos kilómetros del lugar donde un menudo argentino y sus amigos acariciaron con las yemas de sus dedos la perfección sobre el verde, pues, qué quieren que les diga, aquella hora y media se me atragantó un poco. Pido disculpas a los melancólicos de lo retro. A los de la cantinela del cualquier tiempo pasado fue mejor, también. Sí, aquel fútbol guarda su romanticismo, es parte de la evolución y del crecimiento constante del deporte; es historia, desde luego, y debemos apreciarla. Pero, oigan, de verdad, es que ni dos pases seguidos.
Por un lado, Paulo Cesar Carpegiani presentó sobre el terreno de juego, ataviados de blanco, a Raul Plassmann bajo palos; Leandro, Marinho, Mozer y Júnior en la zaga; Andrade, Adilio, Tita, Zico y Lico en la medular; y en punta, como referencia, Nunes. De rojo, bajo las directrices de Bob Paisley, Bruce Grobelaar en portería; la defensa la formaban Phil Neal, Lawrenson, Thompson y Hansen; McDermott, Souness, Sammy Lee y Ray Kennedy en el centro del campo; y en ataque Dalglish por detrás de Craig Johnston.
Con algunos de los futbolistas que medio año después asombrarían al mundo por su vistoso juego en el antiguo Estadio de Sarrià, el Flamengo llevó la iniciativa del juego durante aquella Intercontinental. Entre controles erróneos, pases imprecisos, desconexiones entre emisor y receptor y una fluidez a trompicones, cuando se agrupaban los jugones brasileños en torno al balón, el Liverpool solo era capaz de perseguir sombras. Si la tenían los ‘Reds’ la historia cambiaba. Juego a la inglesa. Balón largo, verticalidad. Pero escasez de ideas al asomarse por el balcón del área rival. De hecho, en todo el partido, las ocasiones brillaron por su ausencia. Tanto de un lado como del otro. Todo, o casi, moría antes del último pase. Y la culpa de que ese casi se cuele en la frase anterior la tiene un solo futbolista, el único que hizo que me lo pasara bien, a ratos, mirando el partido: Arthur Antunes Coimbra. O Zico. O el Pelé blanco. O como quieran llamar a ese espectáculo de tío. Pónganle el nombre que les apetezca.
Qué cambios de ritmo, qué controles, qué pases, qué interpretación del tiempo y del espacio. Qué todo. 21 futbolistas practicando un fútbol barroco, ochentero, pesado, y otro, a su bola, destilando futurismo
No habían pasado ni quince minutos y el pavo ya se sacó un pase magistral de la manga para dejar frente a frente a Nunes con Grobbelaar. Sin necesitar calculadora, echando números con la bota del pie, sumando, restando, con ecuaciones, o yo qué sé cómo, midió a la perfección la altura para sortear la cabeza del zaguero, y la potencia y la velocidad para que el balón se encontrara con su compañero. El resto, cosa de Nunes, que definía con calidad para sumar el primer gol de la tarde. Poco más de veinte minutos después, Zico otra vez. Falta botada por el ’10’, mal rechace de Grobbelaar y Adilio, astuto, recogía un esférico sin propietario en el área para enviarlo a la red. 2-0. Y, a poco de llegar al descanso, la sentencia. Adivinen quién saca la escuadra y el cartabón a pasear para dibujar un pase imposible, milimétrico, al espacio y dejar, una vez más, a Nunes ante el guardameta del Liverpool. Correcto, lo han acertado.
En serio, si hay alguien ahí con un ratito muerto que se ponga las mejores jugadas de la primera parte. De la segunda ni os hablaré. No pasa nada. Lo juro. Algún acercamiento tímido, algo de empuje de un Liverpool sacando su amor propio, chutes desviados o mansos a las manos de los porteros y poca cosa más. Pero es que lo de Zico es otro rollo. Es como si alguien del nuevo milenio se marcase un Marty McFly y de repente se plante en un campo de fútbol descubriendo un juego de una época mucho más evolucionada. Como si les dijera: “Meninos, así se jugará al futebol”. Qué cambios de ritmo, qué controles, qué pases, qué interpretación del tiempo y del espacio. Qué todo. 21 futbolistas practicando un fútbol barroco, ochentero, pesado, y otro, a su bola, destilando futurismo.
Para acabar, como curiosidad, si es que a alguien le interesa, revisando las notas que tomé mientras aguantaba estoicamente los últimos minutos del segundo tiempo, preso del aburrimiento, encuentro una que dice, en mayúsculas: “NO VOLVER A VER UN PARTIDO DEL SIGLO XX, POR FAVOR”. Vaya capullo. Viéndolo en perspectiva, aun sabiendo que no estaré degustando caviar, me doy cuenta que disfruté como un enano mirando el partido. Fútbol de otros tiempos, sí; infumable, quizá; a cámara lenta, también; pero con tipos que, como Zico, hablando con los zapatos, innovaron, crearon e hicieron crecer al deporte que tan locos nos vuelve. Solo por los ratitos en los que el ’10’ agarraba la pelota ya valieron la pena aquellos 90 minutos.