No estamos preparados para ver cómo caen los mitos, es como si el David de Miguel Ángel se viniera abajo o el color lúgubre de Caravaggio se desvaneciera hasta caer en el oscuro más profundo. Incluso los ateos, al igual que los devotos, siempre han creído en sus figuras, les han rezado en más de una ocasión y les han implorado hasta haber convertido el agua en vino, el regate en gol, el quiebro en poesía. Mientras todos estamos en nuestras casas confinados, Ronaldinho está en una cárcel de Paraguay jugando a fútbol con los otros presos, incluso ha ganado un lechón de quince kilos. No sé qué es más surrealista, si los torneos carcelarios del número ’10’ o meter a países enteros en sus domicilios. Quizá sea por la falta de de aire o por la necesidad de tomarme una cerveza en una terraza, pero ya casi nada me sorprende. He llegado a ese punto, donde el asombro ya no tiene cabida en mi mente.
Cuando Diego cayó a la lona, Nápoles no supo cómo actuar. Ahí estaba su ídolo, inconsciente y solitario, nadie acudió a su rescate, todos observaron cómo se desvanecía desde la lejanía. Nápoles no supo qué hacer, cómo reaccionar, creía que su Dios no sangraba, pensaban que su zurda no conocería límite alguno como parecía demostrar sobre el verde. Ronaldinho es el ídolo de otra generación, de aquella que jamás se había criado con un futbolista de sus características. Atrapó a aquellos a los que el fútbol no les interesaba y encandiló a los que creíamos que en sus trucos había algo hipnótico que nos mantenía durante horas anestesiados sobre el sofá. A diferencia de otros, la decadencia del brasileño la fuimos observando de manera lenta pero dolorosa, se veía venir. A nadie pilló por sorpresa que un día su luz se apagara. Pero aun así siguió haciéndonos saber, cuando el ocaso de su carrera era ya latente, que sus trucos no conocían final, todavía recuerdo aquel duelo que mantuvo con Neymar en el Brasileirao o esa Libertadores que levantó con Atlético Mineiro. Qué cabrón, qué manera de ser superior a todos.
Ronaldinho es la auténtica metáfora de la vida, no todo es para siempre, no todo dura eternamente. Y mira que él continúa sonriendo, incluso en una cárcel paraguaya dando recitales, como no podía ser de otra manera, para conseguir un lechón de quince kilos. El premio es lo de menos, Ronaldinho habría jugado de la misma manera por conquistar una Champions League, una Copa del Mundo e incluso una bolsa de pipas. El premio siempre fue lo de menos, mientras otros observaban el trofeo, él tan solo sonreía al ver el balón. Mientras todos estamos en casa sin poder salir, quiero imaginar que el número ’10’ está en aquella parte del mundo tirando un caño a algún preso o dejándola de tacón para que algún compañero mande el balón a guardar. Ya es tarde, voy a apagar el ordenador y a continuar escuchando a Paul Desmond. Mañana seguiremos haciendo nuestras vidas desde casa, recluidos como Ronaldinho pero sin tirar caños. Tampoco tendremos al lechón de quince kilos, tampoco tendremos ese pase en diagonal de treinta metros que apenas levanta el balón a un palmo del césped.