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Mi síndrome de Anfield

En mitad de un laberinto dickensiano, te topas con una caja de cerillas gigantesca y maravillosa que late como un niño y brama como un monstruo: this is Anfield

Desde finales de los 70, una psiquiatra italiana -Graziella Magherini- ha documentado más de 100 casos del llamado ‘síndrome de Florencia’: taquicardias, agotamiento y migrañas sobrevenidas a turistas susceptibles ante la sobredosis de belleza con la que te inunda la capital toscana.

Liverpool se parece tanto a Florencia como un huevo a una castaña. Si la segunda no necesita un equipo de fútbol para constituir una irresistible tentación mundial, la primera solo aparece en los titulares de prensa porque tiene dos clubes: uno muy bueno y otro… bueno, el otro es el Everton. Pero el 15 de enero de 2005, mientras paseaba por el puerto de Liverpool en mitad de un fantástico temporal de aguanieve, me dio por preguntarme qué sería de algunas ciudades si no fuera por el fútbol.

De acuerdo, Liverpool tiene la excusa de la música, los Beatles y tal. En todo caso, pensé que me resultaría imposible encontrar otra urbe tan gris, tan desapacible, tan deprimente… y a la vez capaz de generar una pasión tan vibrante y luminosa (me equivocaba: luego conocería Dortmund). Paseando por sus calles me pareció que la fiebre que sus habitantes sentían por el fútbol era de una lógica aplastante.

 

“The Kop comenzó a berrear sus himnos y todo tuvo sentido. Allí descubrí que hay ciudades con clubes de fútbol y luego hay clubes de fútbol con ciudades”

 

No es una ciudad horrible. Tiene el mar, que recuerdo agitado y gélido. Tiene un centro más o menos monumental, que recuerdo extremadamente decadente. Y luego tiene lo que tienen todas las ciudades británicas: hileras de calles idénticas con idénticas hileras de casas, todas de idéntico (o muy similar) ladrillo rojo. Y ahí es donde te sorprende. En mitad de ese laberinto dickensiano, de repente, te topas con una caja de cerillas gigantesca y maravillosa que late como un niño y brama como un monstruo: this is Anfield.

En su interior descubrí que otro síndrome era posible: no el de Florencia sino el del Liverpool FC. Y ese día de invierno recibía al todopoderoso Manchester United. Por aquel entonces, al equipo de Alex Ferguson le llamábamos ‘el Mánchester’, porque el otro, el City, apenas acababa de regresar de tercera y llevaba 20 años sin viajar por Europa. En el banquillo local, por su parte, se sentaba Rafa Benítez. Era el primer curso en Inglaterra del técnico que había hecho campeón de Liga al Valencia no una sino dos veces. Y la excentricidad -porque eso de que los españoles se fueran a entrenar o a jugar al extranjero aún nos lo parecía- no acababa de funcionar: tras 14 jornadas los ‘Reds’ iban octavos por detrás de grandes transatlánticos del fútbol mundial como el Bolton, el Middlesbrough o -¡auch!- el Everton. Así que llegó el mercado de invierno y Rafa se pidió un Morientes.

Y allí estaba el ‘Moro’, en mitad del campo, con pinta de estar tan perdido como yo en la grada, estrecha y anticuada. Entonces The Kop comenzó a berrear sus himnos y todo tuvo sentido. Allí descubrí que hay ciudades con clubes de fútbol y luego hay clubes de fútbol con ciudades.

El Liverpool palmó aquel día y yo, además de resfriado, salí convencido de que ese equipo no iba a ninguna parte. Cuatro meses después estaba levantando la ‘Orejona’ en Estambul.

 

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Fotografía de Imago.