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Postales de la Quinta de Cobi

Han pasado 30 años de los Juegos de Barcelona'92, certamen que coronó a una joven pero preparada selección española de fútbol


Vicente Miera ideó el plan. Solozábal lució el brazalete. Toni selló la portería. Y Quico (sí, nuestro Kiko) puso la magia. En el #Panenka65, publicado en julio de 2017, charlamos con cuatro voces autorizadas de aquella selección española de fútbol. Ahora recuperamos el reportaje. 


Le pido que cierre los ojos y que regrese 25 años atrás. Pero entonces Vicente Miera Campos (Santander, 1940) replica que está en desventaja, “el tiempo no lo cambia nadie”, y obedece a su manera de ser en la que “los recuerdos quedan y están bien, pero no se vive de ellos”. Hoy, a los 77 años, es vicepresidente del Comité de Entrenadores, un hombre con voz y voto que supo envejecer sin perder el físico ni la pasión por el fútbol, “que podría ser la misma que hace 25 años en los Juegos de Barcelona”, la sensación de que aquel día, aquel 8 de agosto de 1992, su equipo recortó distancias con la perfección. El final feliz de una aventura que duró 54 días cuyo guion lo preparó Miera en su lugar favorito, en Cervera de Pisuerga, como si fuese Woody Allen en Oviedo. Quizá porque en Cervera la vida es un tesoro sin más ruido que el de la naturaleza. “Alzas la vista y en cada momento tienes una panorámica diferente”.

Allí apareció por primera vez Vicente Miera siendo casi un adolescente, “jugador del Racing o del Rayo Cantabria, el caso es que en verano el club nos mandaba a Potes, a la orilla de los Picos de Europa, hasta que unos amigos nos hablaron de Cervera de Pisuerga. Y allí fui con otros dos compañeros, Hernando y Nando Yosu”. Y entonces descubrió un pueblo que hizo suyo, “a 700 metros de altitud, con una temperatura impecable en verano”, donde se trabajaba algo más que el balón o la fuerza física. “Se gestionaba una manera de ser que es lo que yo trataba de transmitir a aquella selección y lo que ellos me transmitieron a mí. Sobre todo, el día en el que tuve que hacer los descartes y aquellos jugadores me contestaron que no me preocupase y que podía contar con ellos como si estuviesen”.

No se sabe si ahí arrancó el oro olímpico, pero pudo ser que sí. “Aquellos chicos consiguieron emocionarme”. Por eso hoy el recuerdo es como un orgullo imprescindible para situar las imágenes que viajan solas en la memoria de Vicente Miera. “Había tanto donde elegir… De los 60 jugadores iniciales pasamos a 30 y luego a 22. Y en el tránsito no hubo un problema de nada, porque a esa gente tú no les tenías que decir nada que no vieses que no hiciesen ellos en el trabajo, en la alimentación, en el descanso… La prueba es que hoy son grandes profesionales, en algunos casos magníficos entrenadores”. Sin embargo, Miera no desea personalizar hoy en nadie. “No tendría sentido. Ganó un grupo que, por encima de todo, descubrió lo que nos cansamos de repetir los entrenadores, que la unión hace la fuerza y que, si nos olvidamos de eso, nos olvidamos de todo”.

EL VESTUARIO

La unión hace la fuerza. Pero la fuerza también une, y en aquel joven vestuario quien la administraba mejor era Roberto Solozábal, uno de los capitanes junto a Luis Enrique y Abelardo Fernández. El defensa, que ya tenía galones en el Atlético, fue el encargado de negociar las primas con la Federación Española de Fútbol. Una historia que no empezó bien pero que ilustra a la perfección lo que sucedió después, tal vez el mejor preámbulo para explicar cómo un grupo de chavales logró hacer historia. “No arrancamos de forma idílica la experiencia olímpica”, subraya Solozábal. El ente federativo no estaba por la labor de satisfacer las demandas económicas de los jugadores, así que el capitán decidió cortar por lo sano. “Después de muchos desacuerdos, nos plantamos y decidimos jugar gratis. De aquel mal momento salió una mayor cohesión. Estoy convencido de que aquello nos unió”. Aquella decisión reforzó las aspiraciones del equipo, decidido a demostrar a quienes no confiaban lo suficiente en ellos que se equivocaban. “Seguimos a lo nuestro”, completa el guardameta Toni Jiménez. “Pero la sensación que había es que, pese a nuestra juventud, creíamos más en nosotros mismos que los propios directivos”. Para Solozábal, liderar aquel grupo fue “muy fácil”, precisamente por las escasas diferencias de edad existentes. En los primeros Juegos con límite de 23 años para todos los equipos, el grupo español promedió 21,8. Si la fecha de nacimiento no fue un obstáculo, la procedencia de cada jugador tampoco resultó un agravio: “Es cierto que había jugadores del Barça, como Ferrer y Guardiola, que venían de ganar la Copa de Europa. Y otros del Atlético y el Real Madrid que acabábamos de disputar la final de la Copa del Rey. Sin embargo, ninguno tenía más peso que otro. No hubo jerarquías”, cuenta el excolchonero. “Ya había tíos curtidos en Primera”, recuerda Toni, “pero todos compartíamos la misma ilusión. Solozábal fue un líder dentro y fuera del terreno de juego y fue muy importante para los que aún no conocíamos el fútbol profesional al más alto nivel”.

La lista de convocados de Vicente Miera, pero sobre todo su once titular, valida esta reflexión. En un puesto clave como la portería, el propio Toni, que venía de jugar en Segunda con el Figueres, desbancó a Santi Cañizares; y en el ataque, el principal acompañante de Alfonso fue Kiko, el más joven de toda la plantilla, por aquel entonces apodado ‘Quico’ y jugador del Cádiz. “Para mí estar en la lista ya era un premio”, evoca el guardameta, que fue el primer sorprendido cuando vio a Miera escribir su nombre en la pizarra el día del debut ante Colombia. Cañizares había disputado los partidos de preparación previos pero el meta catalán respondió con un torneo prácticamente perfecto. “Los colombianos eran el ‘coco’ del grupo. Pero al ganarles 4-0 creció la confianza. Allí nos dimos cuenta de que podíamos hacer algo grande. Me sentí muy seguro de mí mismo y no encajé ningún gol hasta la final”, apunta.

Solo Paqui y Manjarín se quedaron sin minutos en toda la competición. El resto tuvo oportunidades. Solozábal, junto a Luis Enrique, fue el único jugador de campo que lo jugó absolutamente todo: los tres partidos del grupo B y los tres correspondientes a cuartos, semis y final. Pero no todos los rivales eran tan sencillos de descifrar como la Colombia de Asprilla. “En aquella época era mucho más difícil recopilar información. Al ser todos sub-23, si en España ya había jugadores menos conocidos, imagina en otras selecciones a las que nos medimos, como Catar o Egipto. No había demasiados análisis de ellos, la verdad. E imagino que nos vino bien para pensar solo en nosotros mismos, aunque a veces, tener menos datos es un arma de doble filo”, sostiene.

Si el debut ante Colombia fue arrollador, los otros emparejamientos no le andaron a la zaga. La selección terminó primera de su grupo y accedió a la final imbatida tras noquear a Italia (1-0), primero, y a Ghana (2-0), después. Todos los partidos se jugaron en el Lluís Casanova de Valencia. Y, en honor a la verdad, con no demasiada expectación. Solozábal reflexiona sobre ello: “Al final hay deportes que tienen la mala suerte de estar fuera de la Villa Olímpica. Y en fútbol suelen haber tres o cuatro sedes distintas. Nuestra sensación fue la de estar jugando cualquier torneo que no fuera unas Olimpiadas. No había ambiente olímpico. El ambiente lo veíamos por televisión. Fue una pena, sí, pero al menos tuvo final feliz. Si nos hubieran eliminado y no hubiéramos podido ir a jugar ni la final a Barcelona, entonces sí que habría sido un desastre…“.

 

“Creíamos más en nosotros mismos que los directivos de la Federación”, confiesa Toni

 

LA CONCENTRACIÓN

Valencia fue la última escala hacia el Camp Nou, donde se disputó la final contra Polonia. Una estancia “aburrida”, según Solozábal, que nada tuvo que ver con los días previos a la inauguración del torneo vividos en Cervera de Pisuerga, donde los futbolistas de Barça, Real Madrid y Atlético se incorporaron más tarde. “Yo estuve ahí cinco o seis días. Pero otros compañeros estuvieron más de dos semanas. Las concentraciones siempre han sido tediosas, pero Cervera por lo menos era un sitio que estaba en el medio de la naturaleza y uno podía oxigenarse. En cambio en Valencia… Un hotel pequeño en medio de la ciudad, atascos con el autobús para ir a entrenar… Fue muy pesado”, razona.

La concentración en Cervera de Pisuerga fue idea de Miera. Y ahí se juntaron los internacionales para descargar las tensiones de la temporada e iniciar el camino hacia el oro. Por primera vez, además, contaron con una presencia inquietante: la de un psicólogo, Jesús García Barrero. “Era algo que nunca se había visto”, recuerda Solozábal. “Pero logró entenderse con cada futbolista en el plano individual y rápidamente fue aceptado por el grupo. Le teníamos aprecio. Y eso ayudó a que pudiera desempeñar su trabajo bastante bien”. Algunas de las técnicas que planteaba García Barrero eran absolutamente pioneras. Paseos por el bosque para acabar gritando en lo alto de una montaña; ejercicios de relajación donde el propio psicólogo gaseaba el ambiente con Reflex o reproducía sonidos de unas gradas. Ejercicios que desconcertaron al principio. “A mí me costó”, reconoce Kiko. “No estábamos acostumbrados a tener que imaginarnos situaciones cerrando los ojos. Al principio hubo muchas risas”, ahonda. Sin embargo, García Barrero acabó trazando una gran amistad con varios de los chicos. El recelo inicial se convirtió en un respeto mutuo. “Fue inteligente, logró que los futbolistas nos abriéramos y fuéramos mucho más receptivos. Esa fue la clave de su éxito. En mi caso, lo tuve de apoyo personal, para hablar no sólo de fútbol, también de la vida”, confiesa Solozábal.

Kiko, que acabó siendo el máximo goleador del equipo con cinco goles, dos de ellos en la final, remarca la piña que se formó entre los jugadores convocados. No obstante, también tiene palabras para el seleccionador. “Miera desprendía mucha ilusión. Venía de superar una enfermedad y se dejó contagiar de nuestra energía”. Puede que el único roce se produjera cuando los futbolistas presionaron para acudir a la ceremonia de inauguración. De nuevo, el capitán Solozábal logró salirse con la suya. “Peleé mucho para que pudiéramos ir a desfilar, aunque el técnico no quería. Viajamos a Barcelona el día después del debut ante Colombia. En total, 17 horas de viaje entre la ida y vuelta, y eso que era el día en el que debíamos recuperarnos físicamente. Pero necesitábamos vivirlo. Al final, quién sabe, podríamos haber estado en la Villa Olímpica, con un cachondeo brutal, y que nos hubieran ido las cosas mal”.

EL ÉXTASIS

El partido más recordado de aquellos Juegos fue la final ante Polonia. “Nos marcaron en el descuento de la primera mitad. Solo un grupo mentalmente muy fuerte es capaz de hacer lo que hicimos: remontar dos veces”, asume Toni, que con el 2-2 en el marcador en el minuto 90 ya tenía los once metros entre ceja y ceja. “No te voy a negar que mis pensamientos ya estaban puestos en los penaltis. Y gracias a Dios que no se dieron porque se pasa muy mal”.

Fue entonces cuando apareció Kiko para rematar la faena con un gol en el descuento que puso en pie a 95.000 espectadores. El Camp Nou enloqueció y Toni acabó corriendo para abrazarse a Pinilla, que calentaba en la banda. “Le prometí a Kiko que si marcaba un gol lo celebraría haciendo un mortal pero con la emoción se me olvidó”, reconoce el portero. “Fue el artista que apareció en los momentos claves”, recuerda de un Kiko que presionó en los últimos instantes del encuentro al árbitro para que pitara el final. “Jugaba en el Cádiz y pensé que nunca volvería a ganar nada más, por eso le insistí”, rememora con su guasa habitual. No fue ese, finalmente, su caso pero sí el del meta catalán. “Jugué más finales pero nunca gané otro título. No sé si me cambió la vida, pero el oro me dio fuerzas para afrontar lo que estaba por venir”, concluye. Por su parte, Solozábal recibió el metal con una gorra de un indio que le había comprado a un colega y que ejerció de talismán. “Así es. En casi todas las fotos salgo con ella. Era un guiño al Atleti, aunque rompiera más de un protocolo”, bromea. La celebración continuó en la tan anhelada Villa Olímpica y tuvo de todo: “cachondeo, risas y euforia”, con el comando asturiano formado por Luis Enrique y Abelardo rompiendo la pista de baile. A Kiko le aplastó un halterófilo de 150 kgs –“me resbalé en la fiesta, se cayó encima mío y casi me muero”, exagera-, otro miembro de la plantilla perdió (y recuperó) la medalla en un taxi y Toni ni siquiera apareció por la discoteca: “Acabé la cena, recogí las cosas del hotel, me despedí de todos y me fui a mi casa para estar con mi mujer y mi hijo de cinco años. Todavía hoy me dice que se acuerda de la alegría del Camp Nou. Necesitaba compartir el éxito con ellos después de un mes sin tenerlos cerca”.

La gesta, que ninguna otra generación de futbolistas españoles ha repetido, terminó con la RFEF dando el brazo a torcer y entregando casi dos millones de pesetas a cada integrante de aquel equipo. Solozábal los donó íntegros al productor de cine José Esteban Alenda, que había cogido las categorías inferiores del Atlético después de que Jesús Gil dejara de financiarlas aquel mismo 1992. “Quería ayudar a mantenerlas”, confiesa.

 

“Aquellos chicos consiguieron emocionarme. ¿Cómo pudo salir todo tan bien?”, reconoce Miera

 

LA EXPERIENCIA

Aquel equipo fue como una fuente de alimentación. Al lado de Miera estaba Kubala, insustituible para relatar lo imprescindible. “Fui yo el que le pedí que estuviese con nosotros. Fui yo el que se lo dijo y él el que me respondió con un compromiso rotundo por su manera de ser y de vivirlo: el feeling que tuvo con los jugadores, la sensación de que no se podía saber más de lo que sabía ese hombre”. El silencio de hoy, mientras conversamos con Vicente en Madrid, es ideal para imaginarse otra vez en Cervera de Pisuerga: “A veces, me extraña y me pregunto a mí mismo: ¿cómo pudo salir todo tan bien? Porque soy incapaz de recordar algún problema, no lo hubo, no lo hicimos posible”. El tiempo le confiesa esa lealtad. “Soy el mismo que hace 25 años. Sigo siendo un apasionado del fútbol. Quizá porque es lo que he vivido desde los 17 años. Hasta que me retiré nunca me faltó trabajo y me doy cuenta al ver a los entrenadores de hoy, que tienen que emigrar con lo preparados que están, de que yo tuve que ser un afortunado”.

Fue Miera un entrenador revolucionario que casi hizo campeón de Liga al Sporting de Gijón a finales de los 70. Pero previamente había conseguido imponer sus reglas con las concentraciones antes y después de los partidos “que en aquel Langreo, en el que empecé costó mucho entender. Pero esa era mi forma de vivir el fútbol y lo que me había transmitido aquellos viajes que hacía a Italia en los que iba a ver al Inter, donde Luis Suárez me abría todas las puertas. Si ellos lo hacían, si ellos entrenaban, comían, descansaban, volvían a entrenar y luego regresaban a casa, ¿por qué no lo íbamos a poder hacer nosotros? ¿Acaso existía mejor manera de conocerse?”. En ese sentido el equipo olímpico de Barcelona’92 fue el reflejo perfecto. Los días pudieron correr más o menos deprisa en una época en la que no existían teléfonos móviles. La máxima distracción podía ser hasta un libro para los jugadores. Pero la química del entorno, las fotografías registradas en Cervera de Pisuerga, la soledad de Valencia antes de tomar el estadio del Camp Nou el 8 de agosto de 1992, aquello es un poderoso recuerdo que Miera nunca dejará en manos del azar. “Aquella época no era como la de ahora. La tecnología no era la misma. Y si querías saber debías viajar hasta el sitio. Pero nosotros viajábamos. Y lo veíamos con nuestros propios ojos. Y no se nos pasaba nada, porque lo anotábamos todo. Éramos un equipo”.

Hoy la distancia no hizo el olvido. “No tengo trato con los jugadores, pero siempre que nos vemos…”. Tampoco es fácil resumir de una sola vez la noche del oro olímpico. “Yo había sido campeón de Europa con el Madrid como futbolista. Pero de jugador no vas mucho más allá de lo que te pasa a ti. Sin embargo, como entrenador es tanta la responsabilidad, valoras cada cara de cada jugador, cada golpe que reciben, su vida también es la tuya”. Y él, Vicente Miera, ya era un hombre veterano, la mano derecha de Miguel Muñoz en la Eurocopa de Francia’84, que se perdió en la final del Parque de los Príncipes. “La experiencia es buena si la sabes gestionar”, dice hoy, a los 77 años, junto a una palabra, “tranquilidad”, que resume su vida, el digno reposo de un hombre que llegó a casi todas partes. “Pero siempre recordaré que, de entrenador, hasta las 24 horas del día te parecen pocas”. Algo que hoy ya sólo es un recuerdo, el final feliz de esta historia que empezó en Cervera de Pisuerga y que terminó “con la visita a los Reyes, Juan Carlos y Doña Sofía, que nos trataron con un cariño excelente, y con aquel chaval que hoy es el Rey y que entonces era el Príncipe y parecía un futbolista más de nuestro equipo”.
 


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Fotografías de Imago, Cordon Press y agencias.