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El primer Mundial: érase una vez una página en blanco

Fue en las calles de Montevideo donde empezaron a resonar los nombres de algunos de los primeros grandes ídolos mundialistas. Érase una vez el primer Mundial

primer Mundial

La página en blanco siempre representa de alguna manera el miedo al comienzo, la duda sobre lo que nos espera. Siendo cierto, la página en blanco también da millones de posibilidades. Y es cierto que esa posibilidad quizá nos empuja a ese recuerdo interno que sigue dudando sobre cuál de todos los helados escoger en el agosto de nuestra infancia. A ese miedo a fallar, a no elegir el mejor sabor posible. A conformarte con algo que no era lo que esperabas. Creo que fue Henry David Thoreau quien dijo que no importa demasiado lo pequeño que parezca el comienzo de las cosas. De esa afirmación, quizá deberíamos extraer las primeras notas de la sinfonía que iba a ser la decisión de crear lo que conoceremos como Copa del Mundo de fútbol.

En septiembre del año 1900, en el alba de un nuevo S. XX, los Juegos Olímpicos pasaron a albergar un deporte que también amanecía. Si bien es cierto que el balón rodaba desde hacía décadas, la oficialidad de los anillos olímpicos le dio al fútbol un mayor estatus y globalidad. Pero las primeras aficiones empujaron a los equipos a querer ganar cada día más. A llegar más lejos. Había que llenar las salas de trofeos de cada estadio. Empezaba a importar menos el juego que el deporte. La importancia de ganar o perder trascendía incluso a los propios jugadores y aficionados. El fútbol empezó a inundarse de competitividad. Como quien apostaba la cena o las copas en la pachanga de los amigos en el barrio para que todos corrieran más. Ganar para seguir ganando. Esa competitividad que surge al jugarte el pan.

Reino Unido (en tres ocasiones) y Uruguay (en dos) lideraron de manera clara la contienda desde la primera edición de 1900. Sólo Canadá, ante Estados Unidos en casa, y Bélgica, ante España en Amberes, pudieron arrebatar a británicos y uruguayos el torneo olímpico hasta los años 30. Amateurs por filosofía, los Juegos Olímpicos no veían con buenos ojos esa ambición profesional de la gente del fútbol. Y antes de la edición de 1932 en Los Ángeles, le dijeron no al balompié. Esa fundada acusación de profesionalismo derivaría en la decisión de Jules Rimet y compañía de poner en marcha la maquinaria de un torneo propio entre naciones. Como era de esperar del fútbol tal y como lo conocemos, la Copa del Mundo tenía que nacer de alguna trampa.

 

El gobierno uruguayo construyó un coloso para celebrar el fútbol: nacía el Estadio Centenario de Montevideo. La joya de la corona, la envidia de América. Un estadio hecho para la final de un evento que aún no existía

 

Ante un folio en blanco, Uruguay se quedó sola en la idea de llevar a su país la primera cita mundial de la FIFA. La primera, la que sería ya por siempre la Copa del Mundo de 1930, se daría en suelo ‘charrúa’. Entre el miedo a los viajes largos y sus gastos y la dificultad de convencer a los europeos, la primera edición de la Copa Mundial se alimentó de selecciones americanas para echar a andar en el comienzo de ese sueño. Ese paso delante de América, enamorada como estaba del balón, salvó la cita.

Sólo las selecciones de Francia, con influencia clara del ideólogo Rimet, junto a Rumanía, Yugoslavia y Bélgica, ponían en el torneo el aroma del viejo continente. Uruguay abría los brazos a ese nuevo torneo y la primera cita no podía darse en cualquier sitio. El gobierno construyó un coloso para celebrar el fútbol: nacía el Estadio Centenario de Montevideo. La joya de la corona, la envidia de América. Un estadio hecho para la final de un evento que aún no existía. Un ejercicio de fe, como si hubieran sabido que el trofeo al ganador no se iba a escapar de la frontera.

En las calles de Montevideo empezaron a resonar los nombres de algunos de los primeros grandes ídolos mundialistas. El primer gol lo conseguiría Lucien Laurent, un francés que pasaría por equipos como Rennes o Sochaux. En Chile, brilló el goleador Vidal, así como en Estados Unidos el delantero ‘Bert’ Patenaude, mítico poseedor del primer hat-trick de los Mundiales. En el plantel argentino, brillaba el célebre Monti, que años después campeonaría con Italia, pero también Peucelle y el gran Guillermo Stabile, el primero en marcar más goles que nadie en un Mundial, con ocho dianas. En esta cita de julio de 1930, muchos jugadores fueron los primeros en algo. Primeros en ganar, pero también primeros en perder. Argentina lo comprobó ante Uruguay, que volvería a ser de oro tras las dos medallas de París y Ámsterdam.

 

En esta cita de julio de 1930, muchos jugadores fueron los primeros en algo. Primeros en ganar, pero también primeros en perder. Argentina lo comprobó ante Uruguay, que volvería a ser de oro

 

Cuenta Alfredo Relaño en uno de sus relatos que el día de la inauguración llovió tanto en Montevideo que no se pudo jugar el primer partido en el nuevo y reluciente Estadio Centenario como estaba previsto. Se trataba de un Francia-México. Por ello, se tuvo que trasladar el partido al modesto Estadio de Pocitos. Allí no cabían ochenta mil personas, pero el ambiente fue el mismo. El aroma a césped, a cuero y a día grande había acudido a la grada. El de Pocitos es un estadio que ya no existe. Apenas un pequeño recuerdo decora su antiguo emplazamiento. En el lugar donde se ubicaba se levantan ahora construcciones que no guardan los gritos de los aficionados con el primer rodar del balón, en ese primer duelo en la calle Charrúa de Montevideo, la antesala del primer Campeonato del Mundo.

Al campo de Pocitos lo separaban apenas 30 minutos a pie al Centenario. En 1930 los separaba, además, una tormenta. Entre uno y otro caben casi 100 años de recuerdos mundialistas. Esos que el tiempo no podrá borrar. Esos que se empezaron a tejer en 1930 con esa selección celeste, la amante más sincera de nuestro querido fútbol. Al final había que hacerle caso a Thoreau. El Estadio de Pocitos no era gran cosa, pero no era más que el principio. Sólo un primer paso en una historia que no había hecho más que poner las primeras líneas en un enorme folio en blanco.

 


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Fotografía de Imago.