Andrea Pirlo mató las horas previas a la final del Mundial de Alemania’06 jugando a la PlayStation y echándose una plácida siesta. Gerard Piqué le siguió el juego al italiano con eso de dormir, aunque cambió el mando de la videoconsola por la pala de ping pong antes de ir al Soccer City de Johannesburgo para enfrentarse a Holanda cuatro años después. Eso de la presión por jugar el partido más importante de sus vidas parece que no iba con ellos. Como si fuera un encuentro más, de esos intrascendentes que pronto quedarán en el olvido. Estos dos se alejaron de todo el ruido que provoca una cita como esta para salir campeones solo unas horas más tarde. Lo suyo fue un veni, vidi, vici en toda regla, al más puro estilo Julio César.
Al otro lado de la balanza vemos a la gente normal. Al resto de seres humanos de este planeta. Los que están cagadísimos por disputar un partido de tal calibre, los que dan vueltas y vueltas a la cama sin poder conciliar con el dichoso sueño por culpa de los 90 minutos que les esperan al día siguiente. Entonces, ahí empiezan los remedios caseros más auténticos. Como el de Mario Alberto Kempes y Osvaldo Ardiles, que en la noche previa a la final de Argentina’78 se dieron el placer de compartir un par de whiskys para airear la tensión que acumulaban sus cabezas. Les fue bien la idea, sobre todo al ‘Matador’ que aniquiló a los holandeses con dos goles para llevar la primera estrella al pecho de los argentinos. Pero entre todos ellos, entre los cientos de futbolistas que han tenido el honor de estar entre los elegidos para disputar una final mundialista, el que peor recuerdo tenga del día previo seguramente será un tal Ronaldo, al que apodaban O Fenomeno y jugaba con el ‘9’ a la espalda vistiendo la verdeamarelha.
“Cada vez que le tocábamos la pelota a Ronaldo, o le veíamos por el campo, temíamos por su vida”, explicó César Sampaio
Llegó a Francia’98 medio año después de conquistar el Balón de Oro por su extraordinario año en Barcelona reventando caderas a cualquier defensa o portero que se le cruzase por los campos de la liga española (siempre me flipó esa facilidad innata que tenía para driblar a los arqueros). Brasil, obviamente, partía entre los favoritos para llevarse la Copa del Mundo y tenía la oportunidad de hacerlo por segunda vez consecutiva después de ese penalti que Roberto Baggio envió al cielo de Los Ángeles en 1994. La fase de grupos la pasaron sin apuros, con cómodas victorias ante Escocia y Marruecos y una derrota contra Noruega en la última jornada, con el primer puesto ya atado. Después vinieron un 4-1 frente a Chile en octavos —dos goles de Ronaldo— y un ajustado 3-2 ante Dinamarca. Las semifinales eran contra Holanda y los goles del ‘9’ brasileño y de Patrick Kluivert sellaron un empate que desencadenó en la lotería de los penaltis, de la que los sudamericanos salieron victoriosos.
La final sería Francia-Brasil, una opción que entraba en las quinielas. Una por anfitriona y la otra por historia. La trayectoria de les Bleus hacia el partido decisivo había sido más convincente que la de su rival, acostumbrado a merodear las últimas rondas de Mundiales y Copa América casi sin quererlo, como en esa ocasión. Sus respectivos cracks eran el retrato impoluto de cómo llegaba cada equipo. Mientras Zinédine Zidane se había mostrado exquisito durante la competición, tal y como lo hizo durante toda su carrera cada vez que se vestía de azul en los torneos internacionales; Ronaldo llegaba sin mostrar su mejor versión, con cuatro goles sí, pero sin ser exactamente el futbolista que acababa de marcar 25 goles en la Serie A y con la Copa de la UEFA bajo el brazo en su primer curso en el Inter de Milán.
El 11 de julio, el día antes del gran partido, pocos brasileños y franceses podrían encontrar el momento de ir a dormir. Los sudamericanos acariciaban el quinto título mundial y los europeos tenían la oportunidad de llevarse el éxito en su primera final. En el Grand Domaine, el hotel de concentración de la selección brasileña, Bebeto hablaría con la parienta y Rivaldo le daría vueltas y vueltas a la almohada. En la habitación de Roberto Carlos y Ronaldo era la Fórmula1 -el GP de Gran Bretaña concretamente- la vía de escape para olvidar por unos momentos lo que se avecinaba al día siguiente. De repente, en medio del silencio que se respiraba por los pasillos del hotel, los gritos y las lágrimas del lateral del Real Madrid alertaron a la expedición brasileña. “¡Ronaldo se muere!”, exclamaba asustado Roberto Carlos. Aparecieron Edmundo y Doriva los primeros. La imagen que vieron fue la de su compañero tumbado inconsciente, espuma saliéndole de la boca y una sucesión de incesantes convulsiones durante un largo y agónico minuto que se les hizo eternos. Pronto llegaron los médicos de la selección brasileña para atender a Ronaldo y llevárselo a un hospital de urgencia.
La Confederación Brasileña de Fútbol llevó el asunto con sigilo, era su mejor futbolista y no podía desenmascarar todo lo sucedido en la previa del encuentro. Al llegar al hospital se le hicieron una tomografía y un electroencefalograma en los que no se mostraron anormalidades en el cuerpo de Ronaldo, aunque el delantero no recordaba nada de lo sucedido. La próxima decisión era complicada, ¿debía jugar la final? El servicio médico y el cuerpo técnico no las tenían todas, quizá no era lo más conveniente para alguien que poco antes había sufrido una crisis tan alarmante. Mario Zagallo, seleccionador brasileño por aquel entonces, apartó a Ronaldo de la alineación para dar entrada a Edmundo. Aunque a una hora del inicio del Francia-Brasil se retractó de su propia decisión y Ronaldo volvió al once titular. Durante el encuentro se le vio desorientado, como si no fuera consciente aún de lo que había sucedido el día anterior ni de que estaba en plena final de un Mundial. “Cada vez que le tocábamos la pelota a Ronaldo, o le veíamos por el campo, temíamos por su vida. No podíamos dejar de tenerlo en la mente todo el tiempo. Era una sensación generalizada de pánico”, explicó César Sampaio sobre la final de Ronaldo. Los goles fueron cayendo del lado francés, hasta concluir la contienda con un rotundo 3-0 gracias a dos goles de Zinedine Zidane y otro de Emmanuel Petit. Francia se llevaba la Copa del Mundo ante una inoperante Brasil, más pendiente de la vida de uno de sus integrantes que del propio partido en sí.
Han pasado ya dos décadas desde ese episodio y las dudas acerca de lo que sucedió aquel día siguen latentes. Mucho se ha hablado sobre ello, sobre si fue un ataque epiléptico lo que sufrió el Fenómeno o sobre las posibles influencias de terceros para que el astro brasileño estuviera en la final de ese Mundial. Se dijo que se le suministraron medicamentos para tratar un ataque de epilepsia, mientras que lo que realmente habría sucedido fue un paro cardíaco, según uno de los médicos que examinó al futbolista. También se hablaron de pactos y contratos con Nike, la marca que vestía a Brasil y a su ‘9’, en los que le habrían obligado a disputar todos los minutos del torneo, una historia siempre negada por la multinacional de Oregón.
Ronaldo resumió ese capítulo años más tarde lamentándose por la derrota, pero agradeciendo seguir con su vida. “Perdimos el Mundial, pero yo gané otra copa, la de la vida”. La suerte del ‘9’ llegó en forma de revancha cuatro veranos después. Él quiso jugar la final en 1998 pese a no estar en condiciones idóneas para mostrar su mejor versión y en tierras japonesas y surcoreanas se veía en deuda consigo mismo para demostrar que era uno de los mejores. No importaban los problemas de rodilla que arrastró hasta el inicio del Mundial, como tampoco le venía a la mente que en poco tiempo cambiaría los colores del Inter por los del Real Madrid. Los rivales fueron cayendo todos a medida que Ronaldo les expulsaba del torneo a base de goles. Solo Inglaterra en cuartos de final se salvó de la masacre goleadora del Fenómeno aunque fue eliminada igualmente. Turquía -en fase de grupos y semifinales-, China, Costa Rica y Bélgica fueron el avance de lo que haría el 30 de junio en Yokohama, dos goles a Oliver Kahn para regalarle la quinta estrella a Brasil y poder resarcirse de lo vivido aquel trágico día en París.