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El destino de Max

El fútbol cuenta relatos para hacernos entender el mundo. En Berna transcurrió uno de esos cuentos. Y Maximilian Wilhelm Morlock fue quien lo protagonizó


En esta serie de artículos, proponemos un viaje al lector a través de lugares, momentos, casualidades, héroes y villanos que conforman la historia de los Mundiales de fútbol, desde sus primeros días hasta la actualidad.


 

A veces queremos que las cosas que amamos sean inmaculadas. O al menos que lo parezcan. Como cuando defendemos al malo en alguna película porque lo interpreta un actor o actriz que nos encanta. Con el fútbol pasa un poco lo mismo. A veces le ha tocado ser ese que nos cuenta historias que no queremos conocer, pero que son y están, nos guste o no. El fútbol nos cuenta historias, aunque no escuchemos. Es como un pintor de batallas que ha visto pasar por delante de sus narices 100 años de amores, odios y discusiones entre los pueblos que lo llegaron a abrazar. De las heridas más profundas a las más superficiales, el fútbol habla del ser humano.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la cicatriz de Europa era enorme. No era la primera que contemplaba su majestad el fútbol, pero sí la que más había desmembrado las estructuras que hacían del fútbol algo más serio que un simple juego con un balón. Tras la Copa del Mundo de 1950, la siguiente tras el desastre, la celebración volvía al continente herido. Europa seguía moviéndose con dolor, como un anciano apoyándose a cada paso en los muebles de la casa, pero iba despertando. La Copa del Mundo iba a jugarse en 1954 en uno de los pocos territorios que se mantuvieron neutrales durante la guerra. Suiza ofrecía sus estadios y su capital, Berna, para volver a dejar al fútbol ser lo que era en Europa: una pasión compartida.

A Núremberg, ciudad célebre tras la contienda por tratar de impartir justicia en medio de una injusticia tan brutal, la separan algo menos de 500 kilómetros de la capital suiza. Apenas unas horas en carretera separaban la paz y la guerra. En esta ciudad alemana, los aliados bombardearon severamente diversos objetivos, tratando de someter al enemigo. En ella, murieron más de 5.000 civiles entre 1943 y 1945. Una pérdida irreparable en un continente masacrado. Otra más. En las calles de la ciudad bávara, en los años 20 y 30, había crecido un muchacho que sería célebre en esa Suiza acogedora de mediados de los cincuenta. Con 29 años, Maximilian Wilhelm Morlock, jugador del FC Nuremberg, iba a ser delantero centro titular de Alemania Federal en la primera Copa del Mundo en la que participaba su país tras la guerra.

Más conocido como Max entre su círculo más íntimo, el joven comenzaría a enamorarse del balón en Núremberg, su ciudad natal. Segundo de tres hermanos, compaginaba la pasión por el balón con su oficio en la fábrica de Bosch, donde le permitían ciertas licencias para poder jugar con el equipo de la ciudad. El FC Nürnberg se había hecho hacía muy poco con este muchacho prometedor de apenas 13 años desde el modesto Eintracht Nürnberg. Cuando cumplió los 14, ya estaba inscrito en la lista de jugadores del primer equipo bávaro. El talento de Max parecía querer correr antes de caminar. Su ímpetu y el entrenamiento que vivió en las manos de Hans Schmidt hicieron de Max Morlock uno de los jugadores más llamativos de la época antes de que la guerra rompiera por la mitad la historia de Europa entera. Los hermanos Morlock fueron llamados a filas como tantos otros hijos de Alemania. La Wehrmacht llamaba y ellos debían responder.

 

Cuando en 1945 los cañones callaron, la familia Morlock había enterrado a uno de sus hijos en el frente y los otros dos permanecían detenidos por el ejército americano. Max había pasado de ser un prometedor delantero a un ex soldado alemán derrotado y cansado de luchar

 

En los años 40, muchos civiles debían resguardarse de las bombas en las ciudades mientras políticos y generales decidían desde los búnkeres el destino de otros tantos jóvenes procedentes de cualquier rincón del mundo. Esos sangraban juntos, en el barro, los bosques, en las playas y en las trincheras. Muchos lo hicieron poco después de haberse abrazado en el césped. En cualquier país de Europa. Es imposible imaginar cuántas historias nos robó la guerra. O cuántos nombres borró del destino de este deporte. Cuántos héroes o heroínas fueron negados con el capricho maldito del odio y la sinrazón.

Cuando en 1945 los cañones callaron, la familia Morlock había enterrado a uno de sus hijos en el frente y los otros dos permanecían detenidos por el ejército americano. En pocos años, Max había pasado de ser un prometedor delantero en el fútbol de Baviera a un ex soldado alemán derrotado y cansado de luchar. Herido por la guerra, como otros millones en ese mundo que quedó tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Pero a Max no le había abandonado la pasión. Y seguía acordándose de cómo jugar al fútbol.

La vuelta al FC Nürnberg no iba a ser fácil. Las bombas habían abierto grandes cráteres en el césped del estadio y las gradas y vallas exteriores habían sido saqueadas para proveer de leña y calor a quienes vivían escondidos en la ciudad. Pero quedaba el balón y las ganas de olvidar. Ganas de pasar página al dolor y la muerte. El primer duelo lo ganarían contra el Bayern, para empezar con buen pie la improvisada Oberliga Süd en la que quedaron segundos en la 46-47, sólo por detrás del Stuttgart. Poco a poco, el fútbol volvía florecer tras el horror.

En 1954, llegaba Max Morlock como uno de los delanteros estrella del fútbol germano. El ex combatiente, pero también ese muchacho que fue arrebatado del fútbol en su adolescencia por la guerra, miraba con anhelo la preciada Copa del Mundo a la que aspiraba el conjunto alemán en Suiza. Sepp Herberger conocía bien su talento. Le había convocado con apenas 17 años para varios partidos amistosos y estancias con la selección, sabiendo de lo que era capaz. Tras la guerra, la llamada a Max era obvia.

Antes de la Copa del Mundo de 1954, el FC Nürnberg de Max había ganado ya tres veces la Oberliga Süd, siendo él mismo en dos ocasiones máximo goleador del torneo. Quizá por eso, Herberger y los aficionados alemanes confiaban en el talento de Max Morlock. Daba igual que su historia hubiera sido cortada por la mitad, pues el destino estaba esperando con paciencia a quien debía firmarlo.

Titular en el primer duelo ante Turquía, poniendo además el último gol ante los otomanos, Max no jugaría contra el temible Aranycsapat húngaro de Sebes, en la única derrota de su equipo en su camino a la final. El contundente 3-8 favorable a los magiares argumentaba el favoritismo de la selección de los Puskàs, Hidegkuti o Boszik. Ese duelo, marcado en rojo por lo abultado de su resolución, pondría los cimientos del éxito alemán en esta cita. Herberger supo leer en los húngaros la importancia de controlar a Hidegkuti, pieza clave en la forma de jugar de los húngaros. No volvería a cometer los mismos errores. Tras arrasar a Turquía en un segundo duelo, con tres dianas de Max Morlock, Alemania derrotó a Yugoslavia y a Austria para llegar al duelo clave por la victoria en la Copa del Mundo. Esperaba Hungría en la final.

 

En ese torneo de 1954, Max Morlock fue máximo goleador de su selección en la Copa del Mundo y el primer goleador alemán en marcar en una final. Llegarían más, pero él fue el primero

 

El joven de los primeros años en Núremberg, el que despuntaba en su ciudad, el mismo que tuvo que ir a la guerra con el ejército alemán, ese mismo que perdió un hermano en el frente, el que fue capturado y luego liberado. El mismo que creció en medio del dolor y de la guerra. El mismo que, ya siendo un hombre volvió al calor del fútbol, ese deporte que amó, para ser quien estaba destinado a ser. Ese que, por todo ello, llegó a Berna un 4 de julio de 1954. El mismo Max Morlock que, a los diez minutos del partido más importante de su vida, en la final ante Hungría, dio el primer zarpazo a las aspiraciones magiares de salir campeones del mundo. Alemania Federal soñaba.

Al finalizar el partido, el 3-2 a favor de los teutones marcaba un hito en la historia de la selección germana. Era la primera final y la primera Copa del Mundo lograda. Es difícil imaginar qué pasaba por la mente de esos que, solo una década antes, miraban con recelo el futuro. El propio Max, delantero alemán, pudo incluso sospechar que no iba a volver a un campo de fútbol. Que no volvería a perseguir el balón para marcar a su rival. En ese torneo de 1954, Max Morlock fue máximo goleador de su selección en la Copa del Mundo y el primer goleador alemán en marcar en una final. Llegarían más, pero él fue el primero.

En su grada y en su césped, el fútbol nos cuenta relatos para hacernos entender el mundo por el que rodó la pelota. En Berna transcurrió uno de esos cuentos. En esa ciudad neutral en la tan herida Europa del siglo XX, Maximilian Wilhelm Morlock, natural de Núremberg y segundo de tres hermanos, iba a ser protagonista. Max cumplía, a poco menos de 500 kilómetros de la ciudad que le vio nacer, un sueño. Uno que había sido pausado por la guerra. Uno que el pequeño Max tuvo en algún momento de su infancia, casi 20 años atrás. El destino lo quiso y él no renunció.

 


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Fotografía de Imago.