Me enganché a Stranger Things por su estética ochentera. Y la devoré como se devoran las series en la actualidad, succionando episodios con una inercia salvaje. Tal fue la velocidad de consumo de la producción que aun hoy sigo dándole vueltas a si los creadores plantearon la explosión de nostalgia como un entretenimiento puro y duro o quisieron invitar al espectador a extraer alguna moraleja más elaborada. Ya me sucedió algo parecido con El Bosque, de M. Night Shyamalan, película que me atrapó de principio a fin, y hasta me gustó, hasta que un colega se empeñó en hacerme creer que la trama escondía, en realidad, una metáfora política de lo más presuntuosa.
Ciertamente, podría parecer que la serie de Netflix simplifica la sempiterna lucha entre el bien y el mal. Un mal amorfo, en el caso que nos ocupa, al que una madre neurótica, cuatro frikis, un chulazo de instituto y un sheriff alcohólico, entre otros, deben hacer frente. Pero no es verdad. Este mal va más allá, porque posee un poder transformador sobre todas las cosas. Y es en la batalla que se libra dentro de la realidad paralela donde la madre acaba siendo la guerrera más lúcida; el policía muta en un digno heredero de Indiana Jones; la cuadrilla de chavales se erige en un irreductible y preciso escuadrón de la muerte y el ‘gominas’ rompecorazones pasa a ser más tierno que Danny Zuko cantándole a Sandy desde el columpio.
Todo en Stranger Things tiene su reverso. Una cara B. El perdedor puede convertirse en héroe. El malo, en bueno. La energía, en decrepitud. La agonía, en venganza. El universo crepuscular de Hawkins es solo un señuelo. La furia transita con discreción y se aletarga en cualquier esquina. Hasta que despierta. Y explota. Y te cambia.
Una lejana noche de mayo de 2009, la bestia también se apoderó de Didier Drogba. Stamford Bridge era una caldera infernal y el delantero del Chelsea se fue corriendo hacia el colegiado para amenazarle con el dedo (en un mundo alternativo puede que hasta le hubiera arrancado el cuello de un bocado). “Es una puta vergüenza“, reivindicó posteriormente delante de una cámara de televisión. El Barça de Guardiola, Iniesta y Ovrebo mediante, acababa de lograr el billete a la final de la Champions. Al marfileño, corrompido por la ira, tuvieron que llevárselo del campo.
Europa se le volvía a resistir al dos veces Mejor Futbolista Africano del Año. En su única temporada en el Olympique de Marsella -el cuarto club francés en el que militaba de forma consecutiva-, el Valencia de Rafa Benítez le arrebató la Copa de la UEFA en la final. Y un año antes de la hiperventilada escena en el césped del Bridge, ya había visto cómo sus compañeros desperdiciaban ante el Manchester United la primera oportunidad de alzarse con la Liga de Campeones. Didier fue expulsado en la prórroga tras propinarle un bofetón a Vidic. Ni siquiera pudo ver desde el terreno de juego cómo el capitán, John Terry, se escurría vergonzosamente en la tanda de penaltis y un imperial Van der Sar secaba las lágrimas de Cristiano Ronaldo con una parada en el lanzamiento decisivo de Anelka. ‘¿Cuántas veces más tendré que intentarlo?’, debió pensar el africano, sancionado con cuatro partidos por los insultos vertidos en la frente del árbitro noruego. Porque además de estas tres fatídicas noches, el goleador ya tenía en la mochila dos eliminaciones en las semifinales de la Champions, ambas a manos del Liverpool, siendo la última, para mayor desgracia, también desde los once metros -donde no tendría tiempo ni a lanzar su penalti-.
‘¿Cuántas veces más tendré que intentarlo?’, debió pensar el africano tras la sexta noche en la que se le escurría Europa
34 años cubrían la espalda de Didí cuando el destino volvió a emparejar a Chelsea y Barcelona en unas nuevas semifinales de la Liga de Campeones. ¿Demasiado tarde? No para este prodigio físico nacido en Abiyán, que en la ida solo necesitó cazar un balón para poner a los de Londres en ventaja. El vigente campeón, en el último año de Guardiola en el banquillo culé, desaprovechó más de 12 ocasiones claras en Stamford Bridge. Y el comodín del Iniestazo ya se había gastado cuatro años antes. El Camp Nou dictaría sentencia. Desde la lejanía de una punta de ataque escasamente nutrida, peleando contra todos y contra nadie, dejándose la vida en cada sprint, el marfileño vio cómo la defensa blue se quedaba sin sus dos centrales en poco más de media hora. Cahill caía lesionado en el 12’; el capitán Terry era expulsado en el 37’. El Barça se ponía 2-0, reducía distancias Ramires antes del descanso, Messi fallaba un penalti y el cuadro culé apuraba sus últimos cartuchos tirando de épica.
Cuando a falta de diez minutos para el final fue sustituido por Fernando Torres, el rostro de Drogba era el de un tipo más o menos consciente de que esta película ya la había visto. Y sin embargo, esta vez, los buenos no ganaron. Ya con el Barça a la desesperada, el propio Torres puso la puntilla. El Chelsea volvía a una final. En Múnich. Ante el Bayern.
El duelo por la Orejona no fue muy disputado, que digamos. Un disparo lejano del propio Drogba que Neuer dejó morir en la línea de fondo con indiferencia fue el único bagaje de los ingleses en los primeros 88 minutos de partido. Entre medias, Müller avanzó a los bávaros y Robben, Ribéry, Kroos y Mario Gómez las tuvieron de todos los colores. El Chelsea, agazapado desde el minuto uno, volvía a estar en la lona. Hasta que Didier se rebeló. Intuición felina la suya al ir a atacar el primer palo en el último córner del duelo. Mata la puso danzando. Y el testarazo del ’11’, clarividente como Once, fue imparable. Prórroga. Viejos demonios. Esta vez no vio la roja. Pero sí provocó un penalti más bien innecesario a Ribéry que Cech acabó parándole a Robben con el mismísimo culo. En la tanda definitiva, el africano aguardó su turno. Su lanzamiento iba a ser el último y, en esta ocasión, sus compañeros sí contribuirían a que también fuera el decisivo. Sin apenas carrerilla, con mucha prisa por cerrar la herida, engañó a Neuer y rompió a correr con lágrimas en los ojos.
Con la anhelada Champions en el bolsillo, Drogba se fue del Chelsea. Puso rumbo a China, a ganar más dinero. Tras un breve paso por el Galatasaray, volvió a Londres, donde el protagonismo de antaño no volvería a ser el mismo. En 2018, el goleador de 40 años anunciaba desde los Estados Unidos su retirada. E inmediatamente volvieron a mi cabeza las imágenes de aquel Chelsea de Di Matteo, resiliente y afortunado como pocos, brillante en cuentagotas, tacaño en prácticamente todas las eliminatorias. Un conjunto que se hizo fuerte en la negación de la derrota. Y que, para abanderar esta lucha, contó con el mejor Drogba. Un hombre de paz vestido para ir a la guerra. Un ariete tozudo y escarmentado. A veces marrullero y otras veces una muralla psicológica para la defensa rival. Un rayo de luz en un equipo cargado de nubarrones. Un superviviente.
Ahora que ha colgado las botas, resulta extremadamente complicado negarle la categoría de mayor héroe en la historia del Chelsea. Porque Drogba se hizo eterno cuando el tufo a gafe ya era insoportable. Cuando lo realmente extraño hubiera sido ganar. Cuando en la otra dimensión los fantasmas ya bailaban al ritmo de un nuevo fracaso europeo. Accedió al mundo oscuro con un machete en la boca, destruyó su peor tormento con un corte seco y regresó convertido en leyenda para ponerlo todo patas arriba. 2012 fue su mundo al revés.