Que no les lleve a engaño el titular. Aquel Italia-Brasil en Sarrià, el 5 de julio de 1982, fue quizás el más soleado de la historia del fútbol. La luz de esa tarde de verano barcelonesa, por el efecto de las camisetas amarillas y azules, por la imagen de los hinchas descamisados captados por la realización en las primeras filas, pegados a las vallas, o por la novedad de las primeras televisiones comerciales en color, siempre vuelve a sorprender por su colorido particular.
Y sin embargo la lluvia era la que retumbaba en la mente de Antonio Cabrini y Paolo Rossi cuando fabricaron juntos el primer gol contra los brasileños. Un centro cruzado desde la izquierda rematado al segundo palo de cabeza por ‘Pablito’. El primero de los tres goles de la actuación más portentosa de su carrera. La lluvia era la de la canción Sotto la pioggia, del compositor Antonello Venditti -autor del himno de la Roma- que los dos internacionales, compañeros de habitación, escucharon en los 40 días de convivencia en las concentraciones de hotel en Vigo, Barcelona y Madrid, y que tarareaban en el autobús, de camino a los estadios.
Si bien hoy estrellas como Lebron James se concentran con playlist motivacionales adaptadas a sus gustos y carácter, aquella elección de Rossi no tenía ninguna particularidad supersticiosa. Simplemente era el cassette de su cantante favorito, que incorporó en la maleta antes de partir hacia el Mundial que le cambió la vida. Escuchar ese disco una y otra vez era la única distracción, junto a las partidas de cartas, en aquella selección bunkerizada ante el acoso feroz de la prensa italiana, y que desde una crítica fase de grupos remontó el vuelo para acabar apeando a la vigente campeona Argentina, a la Brasil de Sócrates, Falcao, Zico y Junior, a la última gran Polonia y en la final a Alemania, que siempre es Alemania.
Hay victorias que trascienden en el tiempo y que en el imaginario popular se recuerdan con tanto o más calado que el triunfo en finales. Sucede hoy con los tres goles de Rossi en Sarrià. Los Mundiales de 1934 y 1938 son arqueología, cine mudo. Y el del 2006 se ganó en los penaltis y envejece con el recuerdo del cabezazo de Zidane a Matterazzi. El Mundial de España, para Rossi, guardaba además el sabor añadido de su revancha personal, al jugarlo después del traumático parón de dos años por la sanción del escándalo de las apuestas de 1980. A pesar de la inactividad, Enzo Bearzot, el mismo técnico que apostó por él en Argentina’78, le rescató para la cita española. Con su inconfundible pipa, Bearzot era un técnico de más bastón y mano dura que discursos. Un padre de vieja escuela, de verbo rígido. De hecho, a Rossi ni le felicitó tras su triplete contra los brasileños. La confianza y la gratitud tenían otros códigos, como cuando después del partido contra Camerún que cerró la fase de grupos con el tercer empate, le ordenó en su habitación que se vistiera con la camiseta de la selección, con su dorsal 20, y se mirase al espejo. Aún no se había estrenado en el Mundial pero era el modo de responsabilizarlo ante lo que estaba por venir. La inminencia de la recompensa después de los nervios de los meses previos, que le hicieron adelgazar de pura ansiedad hasta cinco kilos, del trabajo a contrarreloj para recuperar el “ritmo-partita”.
Hay victorias que trascienden en el tiempo y que en el imaginario popular se recuerdan con tanto o más calado que el triunfo en finales. Sucede hoy con los tres goles de Rossi en Sarrià
Con esa voluntad inquebrantable, con un oportunismo y viveza con las que igualaba a delanteros de virtudes más excelsas, Rossi tumbó a Brasil, endosó dos goles a Polonia y abrió la cuenta en el Bernabéu frente a Alemania, con los saltos de Sandro Pertini rompiendo el protocolo en el palco. No desfalleció y se aferró a uno de los refranes centenarios de su Toscana natal. “Il se e il ma sono il patrimonio dei bischeri”, que traducido en un lenguaje coloquial vendría a significar algo así como las hipótesis irrealizables son el patrimonio de los idiotas. Su estilo siempre fue comparado, con el tiempo, con el de otro delantero que vivía en la frontera de los goleadores pillos como Pippo Inzaghi, aunque a ‘Pablito’ le gustaba más reconocerse en Ciro Mertens, quizás por el trayecto compartido desde el extremo diestro a la reconversión en delanteros. Un paso crucial que le debía a Giovan Battista Fabbri en su etapa en el Vicenza. “Yo te hago jugar de delantero centro, no eres un ala. Fíate de mí”. Fue un jugador marcado por la influencia de sus entrenadores. “Los jugadores no deberían marcharse antes que los entrenadores”, lamenta hoy Giovanni Trapattoni.
La muerte prematura de Paolo Rossi ha conmocionado a Italia pero también se ha hecho sentir en Brasil. Sarrià no tuvo el impacto emocional del Maracanazo, no fue “el Hiroshima brasileño” que escribiera el dramaturgo Nelson Rodrigues, pero ligó para la eternidad a Rossi como “el verdugo de nuestras esperanzas”, como tituló en la revista Placar el periodista Juca Kfouri. A Rossi siempre se le preguntaba por aquella vez que de vacaciones en Sao Paulo, un taxista fijó su vista por el retrovisor en aquel rostro que le despertaba el recuerdo de una vieja pesadilla. “¿Es usted Paolo Rossi?”. Le hizo bajar del taxi, sin pagar siquiera lo que llevaba de carrera, en la misma ciudad en la que el guardameta Moacir Barbosa, antes de la final del 50, tenía vetada la entrada en las barberías por el color de su piel. Los relatos futbolísticos guardan nexos en común inimaginables.
Con cada Mundial, en cada efeméride, Paolo era requerido para recordar su instante de inmortalidad contra Brasil. Llegó a escribir un libro (Hice llorar a Brasil) y la imagen de su whatsapp conservaba una foto suya levantando la Copa del Mundo del 82. Y sin saber la secreta conexión con su canción Sotto la pioggia, cuatro años después Antonello Venditti le incluyó como protagonista de la letra de su canción Giulio Cesare, con el tono evocador de toda su discografía. Incluso llegaron a cantarla juntos en un escenario. “Paolo Rossi era un ragazzo come noi”. “Paolo Rossi era un chaval como nosotros”, siempre vivo en la memoria de la luz, y la lluvia, de Sarrià.
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Fotografía de Imago.