El fútbol terminaba cuando el propietario del balón se marchaba enfadado o lo llamaban a cenar. Las tardes nacían con la llegada de la pelota y morían con su adiós, siempre prematuro. El parque, el potrero o la plaza promocionaban la ingeniería de la imaginación para ver dibujado en la arena el tapete verde de nuestro estadio favorito. Y hacer de árboles, piedras y camisetas la mejor de las porterías. Aquel fútbol de rodillas peladas y parches en los pantalones nos ha ido dejando y se ha llevado con él el regate, la gambeta. En algunos lugares hasta han prohibido el balón. Pretenden dejarnos como herencia un fútbol más triste y menos mágico.
Un sombrero de Pelé, la cola de vaca de Romário, una lambretta de Djalminha. En la calle se aprende un juego distinto. En los parques el balón habla otra lengua y tan solo unos pocos consiguen domarla y trasladarla al verde. En las calles nacían y crecían supervivientes al arte del engaño, del regate. Pero los hábitos han cambiado y cada vez son menos niños los que viven la cultura de potrero. “El mundo occidental no da tantas horas para salir a jugar, hay menos horas de aprendizaje libre”, dice Albert Puig, que trabajó durante once años en La Masia y la dirigió en sus últimas cuatro temporadas en Barcelona. Nacen menos regateadores y el fútbol llora. El olvido del fútbol callejero y la apología de la táctica en categorías formativas han contribuido a resquebrajar al regateador, a lesionar la gambeta. “Se tactifica demasiado a los niños, no se les da iniciativa”, comenta el actual entrenador del Albirex Niigata. “Penalizamos mucho el error, el niño intenta minimizar los riesgos cuando comete uno. Y al minimizar riesgos, no progresas. Es uno de los motivos por los que los dejan de driblar. Han llegado entrenadores demasiado jóvenes y ambiciosos para chicos demasiado pequeños”, cierra Puig, que piensa que los técnicos con más experiencia deberían entrenar a los niños.
“La evolución del fútbol, de la vida y de la ciencia va en contra del regateador”, cuenta Ramon Besa
La elástica de Ronaldinho, la finta de Joaquín, la ruleta de Zidane. Ariel Michaloutsos, de la secretaría técnica de Newell’s Old Boys, explica que “la mecanización que se le quiere dar a la táctica y los nuevos entrenadores tacticistas en categorías inferiores sitúan la táctica por encima de la virtud del jugador”. El historiador Ángel Iturriaga piensa que “se forman jugadores para que tengan una comprensión del juego y salen futbolistas muy completos, pero hay pocos que marquen diferencias con el regate”. Albert Puig, en la misma línea, recuerda con nostalgia el Brunete, el torneo alevín en el que participan anualmente las mejores canteras de España y que jugaron Fernando Torres, Gerard Piqué, David Silva o Cesc Fàbregas, y califica el nivel actual de “penoso”. “Hay movimientos tácticos, de sistema… Pero poquísimos regates. En los de antes, veías a Iniesta yéndose de siete rivales”, critica. Michaloutsos, que durante dos años y medio coordinó la captación de jóvenes talentos para los ‘Leprosos’, expone que “el hecho de que se haya querido hacer la matemática del fútbol, también tiene que ver con que la gambeta haya desaparecido”. “El fútbol es variable”, señala, porque no se puede medir, por ejemplo, la diferencia entre jugar ante 300 o 50.000 personas cada fin de semana. Ramon Besa, periodista de El País que ha seguido el fútbol durante décadas, se posiciona al lado del de Newell’s, exponiendo que el mundo de la estadística llega de los Estados Unidos, “de deportes muchos más precisos porque se juegan con las manos y no con los pies”. Michaloutsos concluye que “llevar el fútbol a todo lo que es matemático convierte a los jugadores en robots. Y los futbolistas se valoran por sus características individuales, no por lo que hagan tácticamente”.
Una fantasía del Trinche Carlovich, el cambio de ritmo de Garrincha, un caño de Riquelme. “El talento no sale plenamente del hambre, sale de las posibilidades de jugar a un fútbol libre”, explica Albert Puig. La fábrica de gambeteadores de Brasil y Argentina bajó su producción. Mantienen la esencia y su fútbol feliz, pero pese a ser, respectivamente, el primer y tercer país más exportadores de jugadores, la mayoría se olvidaron el quiebro por el camino. “Tras el Mundial del 86, empezamos a observar y admirar lo que hacían en Europa y, con la metodología tacticista, le hemos quitado la repentización al jugador”, comenta Michaloutsos. Albert Puig explica que el mercado suramericano está corrompido porque se ha mercantilizado, se busca sacar un rédito económico. “Hace 40 años soñaban con llegar al primer equipo, pero ahora los chicos de 15 años pueden estar tentados más por lo económico que lo deportivo. El fútbol ha perdido la inocencia que debería tener”, añade el ‘Leproso’.
“El talento no sale plenamente del hambre, sale de las posibilidades de jugar a un fútbol libre”, explica Albert Puig
Una bicicleta de Ryan Giggs, una carrera de Ronaldo, la diagonal de Robben. El fútbol de un país no es más que el reflejo de su sociedad. Los futbolistas brasileños viven atados a la sonrisa y juegan felices porque es lo que el balón les ha dado siempre. La cultura de una nación traspasa la línea de banda hasta mezclarse con la pelota. Albert Puig lo ejemplifica con el fútbol asiático: “Tienen un nivel técnico descomunal, porque repiten mil veces un pase. Pero su mayor problema es la toma de decisiones. En la escuela les enseñan a obedecer, no a pensar. Que hay una jerarquía y unas normas y que la obediencia es por el bien de la comunidad”. La globalización tumbó las fronteras del fútbol. La profesionalización de la formación, como fábricas de jugadores homogéneos en Occidente, y las corrientes tácticas conservadoras en la élite, que eliminan a extremos y mediapuntas, crecen a costa del regateador, del artista. Y este fútbol nos hará sentir cada vez menos vivos, solo los goles nos levantarán del sofá.
Una croqueta de Iniesta, el golpe de cadera de Messi, la ‘culebrita’ macheteada del Mágico González. “La evolución del fútbol, de la vida y de la ciencia va en contra del regateador”, cuenta Ramon Besa. La gambeta es una reivindicación de las raíces, del lugar donde empezamos a sentir el fútbol con nuestros pies. El regateador tiene un punto de incomprendido, de “poeta maldito”, dice Besa. A George Best le acompañó la botella, Neymar hace del regate una cuestión moral -driblando entre el arte y la provocación- y Dembélé coquetea con la mala vida del bohemio contemporáneo, llena de pizzas y horas de consola. El mundo parece clamar contra el fin de la gambeta. Y si el fútbol se empeña en que nazcan más hijos de la táctica y de la estadística que del regate, pronto solo nos quedará abrazarnos a los últimos futbolistas de la calle y acudir a la nostalgia eterna que representa Maradona.
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Fotografía de Imago.