En mitad del infausto silencio de Mauthausen podían oírse “olés” y algún que otro “viva España”. Los prisioneros corrían detrás de una pelota que rodaba frente a los barracones, allí donde salían cada mañana para hacer el recuento. El fútbol se había colado entre las enormes piedras que formaban los muros de aquel infierno. Lo hizo, en parte, gracias a la peripecia de Saturnino Navazo, un burgalés que llegó a jugar en Segunda División con el Club Deportivo Nacional de Madrid, ya extinto. Navazo sorprendió con sus dotes balompédicas a Bechmayer, capitán de las SS y responsable de seguridad de Mauthausen, que permitió la creación de varios equipos de fútbol compuestos por prisioneros de diferentes países. “Los españoles casi siempre salían ganando. Cuando marcaban un gol se formaba un espectáculo que se oía hasta en el pueblo de Mauthausen”, contaba en Informe Robinson Ramiro Santisteban, espectador de lujo en aquellos encuentros y uno de los supervivientes del horror nazi.
Se calcula que, entre julio de 1938 y mayo de 1945, cerca de 200.000 prisioneros pasaron por Mauthausen y más de la mitad fueron exterminados. Ubicado en Austria, a unos 20 kilómetros de Linz, fue el primer campo de concentración construido fuera de Alemania. También fue el destino de muchos españoles, concretamente de unos 7.530, de los que murieron 4.820. “Hubo unos 9.300 españoles repartidos por los campos de concentración nazis, pero casi todos fueron a parar a Mauthausen. Y la cifra se podría ir incrementando porque van apareciendo casos nuevos que no estaban en la documentación”, explica Carlos Hernández, periodista y autor de Los últimos españoles en Mauthausen. Los datos son dramáticos: dos de cada tres españoles que cruzaron las puertas de Mauthausen acabaron muertos. Saturnino Navazo, prisionero número 5.656, tuvo la suerte de pertenecer al pequeño grupo de supervivientes.
Las buenas actuaciones de Saturnino en el Deportivo Nacional no pasaron desapercibidas para uno de los grandes equipos del fútbol español. “Justo antes de que se parara la Liga en la temporada 36-37, lo tenía todo prácticamente acordado para fichar por el Betis”, explica Rodrigo
FUTBOLISTA Y REPUBLICANO
“Yo, cura párroco en este pueblo de Hinojar del Rey, bauticé solemnemente a un niño al cual se le puso el nombre de Saturnino. Es hijo legítimo de Gregorio Navazo y Ramona Tapia”. Esto puede leerse en la partida de bautismo de Saturnino Navazo. Nacido en Hinojar del Rey (Burgos) el 6 de febrero de 1914, su familia se mudó a Madrid buscando una mejor estabilidad laboral cuando él solo era un niño. Su padre era panadero y se establecieron en el entonces barrio obrero de Cuatro Caminos. En la capital, Navazo creció viendo una España fragmentada, primero con la monarquía de Alfonso XIII, luego con la dictadura de Miguel Primo de Rivera y después con la Segunda República. Ajeno a cambios políticos, al joven burgalés solo le interesaba la pelota.
Saturnino se curtió en un fútbol que estaba viviendo una etapa transformadora a principios del siglo XX. Reservado para las clases pudientes, empezó a convertirse en un deporte cada vez más popular que movilizaba a miles de espectadores. Antes del arranque de la primera edición de la Liga en la temporada 28-29, en España se disputaban los llamados Campeonatos Mancomunados, unas competiciones de carácter regional que estuvieron jugándose hasta 1940. Navazo participaba en estos torneos con el Club Deportivo Nacional de Madrid, el tercer equipo más importante de la capital, por detrás de Real Madrid y Atlético de Madrid. “Saturnino era un tipo espigado. Un centrocampista llegador, con mucho gol y muy bien dotado técnicamente” cuenta Rodrigo Pérez, periodista del Diario de Burgos.
Con el objetivo de que al menos tuvieran fuerzas para correr y los partidos fueran algo más entretenidos, los nazis ofrecían un mejor trato a los futbolistas. Les permitían alimentarse mejor
Las buenas actuaciones de Saturnino en el Deportivo Nacional, con el que llegó a jugar en Tercera y Segunda División, no pasaron desapercibidas para uno de los grandes equipos del fútbol español. “Justo antes de que se parara la Liga en la temporada 36-37, lo tenía todo prácticamente acordado para fichar por el Betis, campeón dos años antes”, explica Rodrigo. No llegó a producirse porque en España el fútbol se paró. Había estallado la Guerra Civil. Con solo 22 años, Navazo cambió el balón por una pistola y la equipación de fútbol por el uniforme militar. De convicciones socialistas, se alistó al ejército republicano y formó parte de la XX compañía de carabineros del ejército de tierra.
Combatió contra el fascismo en ciudades como Madrid, Valencia y Barcelona. El bando republicano, mucho menos preparado, pudo resistir casi tres años, pero acabó sucumbiendo por culpa del apoyo que recibió Franco de Hitler y Mussolini. En febrero de 1939, Saturnino tuvo que salir de España atravesando los Pirineos con destino a Francia. Como él, miles de españoles se vieron obligados a huir de su país para no acabar en una cuneta. Ante tal avalancha, el país galo habilitó campos de refugiados para acogerlos. “Francia solo les dio una opción. O bien firmaban el compromiso de servir para contribuir a la defensa del país, o tenían que volver a España”, cuenta Benito Bermejo, historiador especializado en el estudio de los deportados españoles. Meses después de luchar en la Guerra Civil, Navazo tuvo que hacerlo en la Segunda Guerra Mundial.
FÚTBOL EN EL ABISMO
Francia sucumbió al nazismo en 1940. Las tropas alemanas capturaron y enviaron a todos los combatientes a campos de prisioneros de guerra. Allí, miles de españoles esperaban temerosos e impacientes sin saber cuál iba a ser su destino. “Si hubieran mostrado interés, seguro que no hubieran tenido problemas en repatriarlos. La embajada alemana en Madrid preguntó hasta tres veces que qué hacían con esos miles de españoles”, comenta Bermejo. Serrano Suñer, ministro de Asuntos Exteriores de Franco, dijo que al otro lado de los Pirineos no existían españoles. Los condenó a muerte. “De esos campos para prisioneros donde más o menos se respetaban las normas internacionales, sacaron solo a los españoles y los enviaron a Mauthausen. El grueso de prisioneros llegó en un primer grupo entre agosto de 1940 y finales de 1941”, explica Carlos Hernández.
Navazo pasó primero por el campo de prisioneros de Fallingbostel, en Alemania. De allí, a Mautahusen, en enero de 1941. Llegó, junto al resto de españoles, hacinado en vagones de carga sin agua y sin comida. Al bajar, exhaustos, fueron recibidos a culatazos. Muchos cayeron muertos allí mismo. Los demás, perdieron la libertad, la dignidad y hasta el nombre. Pasaron a ser un número. Saturnino era el 5.656. “Veíamos a los demás trabajando con el traje rayado y al cruzar la puerta del campo nos decían que acabaríamos saliendo por las chimeneas”, recordaba el superviviente Santisteban en Informe Robinson.
Navazo pensó que ya nunca volvería a vestirse de corto cuando colgó las botas en verano de 1936. Menos aún, después de haber sido capturado y retenido por los nazis en aquel infierno. Pero la semilla del fútbol, resistente a todo tipo de tempestades, brotó y dio un hilo de esperanza a cientos de prisioneros que ya desfallecían esperando su momento. “El testimonio de muchos supervivientes es que empezaron jugando a escondidas, cuando no estaban los guardias. Lo hacían con una pelota de trapo que habían fabricado ellos mismos”, cuenta Carlos Hernández. Tenían tan poco que perder que ni siquiera les importaba jugarse la vida si eran descubiertos. Un día, oficiales de las SS sorprendieron a ese pequeño grupo de españoles pegando patadas a un balón. “Se temieron lo peor. Sorprendentemente, en lugar de asesinarlos, les permitieron jugar y organizar partidos en mejores condiciones”, explica Hernánez.
El fútbol cambió la situación de muchos prisioneros en Mauthausen. Su estado era tan dramático, que entrar a formar parte de un equipo podía suponer un pasaporte para seguir con vida
“Al final los nazis también tenían que pasar el tiempo. Buscaban sus propias formas de ocio y una de ellas fue permitir el fútbol. Lo hacían siempre pensando en el beneficio propio”, cuenta Hernández. El fútbol cambió la situación de muchos prisioneros en Mauthausen. Su estado era tan dramático, que entrar a formar parte de un equipo podía suponer un pasaporte para seguir con vida. “Hubo prisioneros como Manuel Alfonso Ortells que intentaron entrar en el equipo como fuera, para poder comer y sobrevivir. Estaba tan débil que cuando jugó un partido de prueba, no podía ni con las botas y se caía cada dos por tres. Al final fue descartado”, describe Hernández.
Con el objetivo de que al menos tuvieran fuerzas para correr y los partidos fueran algo más entretenidos, los nazis ofrecían un mejor trato a los futbolistas. Les permitían alimentarse mejor y a algunos les ofrecían un puesto de los llamados ‘enchufados’. Prisioneros que estaban destinados en cocina, oficinas o carpintería. Así fue como muchos consiguieron sobrevivir. “Para algunos era una vía de escape. Durante un rato no pensaban en otra cosa que no fuera la pelota. Otros testimonios afirman que esos partidos en realidad los deshumanizaron todavía más. Después de hacer duras tareas y ver morir a familiares o amigos, los obligaban a jugar. Se sentían como un muñeco de futbolín”, cuenta Leo Albajari, periodista argentino y divulgador del proyecto No fue un juego, sobre historias de fútbol durante el holocausto.
En esos partidos que nunca deberían haberse jugado, los judíos no tenían cabida. “Se disputaban los domingos y los equipos estaban divididos por prisioneros de las diferentes nacionalidades. Como ocurría en la vida en general, los judíos en el campo eran los que menos derechos tenían”, explica Albajari. Saturnino Navazo, capitán del equipo español y líder dentro del campo, también lo era de una de las barracas, donde se encargaba de que todo estuviera más o menos en orden. Fue por eso que Bechmayer, capitán de las SS, le hizo un encargo que le cambiaría la vida: cuidar y proteger a Siegfried Meir, un niño judío que había perdido a sus padres en Auschwitz y acababa de llegar a Mauthausen en unas condiciones pésimas.
UNA NUEVA VIDA
Rubio y de ojos azules, Siegfried se libró de la muerte después de armar un jaleo por negarse a que le cortaran el pelo en su llegada al campo. “El mismo Siegfried me contó que le cayó en gracia a Bechmayer. Probablemente porque tenía rasgos arios y hablaba un perfecto alemán”, cuenta Carlos Hernández. Era un niño que había perdido el miedo después de ver morir a sus padres y desfallecer en la llamada marcha de la muerte, el camino que atravesaron los prisioneros desde Auschwitz hasta Mauthausen. “Navazo me miró. Yo lo miré y vi una sonrisa. Fue una escena de película. Oigo música cada vez que recuerdo ese momento”, le contó Siegfried a Hernández en una entrevista.
Saturnino se convirtió en un ídolo para el pequeño Siegfried. Lo admiraba y lo seguía allá donde fuera. Antes de cada partido, le ayudaba llevándole la ropa y las botas. “Siendo un niño vio la muerte de sus padres, masacre, cámaras de gas, cadáveres amontonados y estuvo a punto de morir él mismo. Pues en la entrevista que le hice, el único momento en el que se le quiebra la voz y no puede seguir hablando es cuando menciona a Saturnino”, recuerda Hernández. Fue su salvavidas allí dentro y su padre una vez los aliados consiguieron derrotar al nazismo.
“Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras”, podía leerse en una gran pancarta colocada en la puerta de entrada a Mauthausen. Las tropas estadounidenses liberaron el campo de concentración el 5 de mayo de 1945. La Cruz Roja se hizo cargo de los niños huérfanos como Siegfried, que lo único que quería era seguir los pasos de Navazo. Le pidió por favor que lo llevara con él y este le respondió que para eso tenía que mentir y decir que era su hijo. “Me llamo Luis Navazo, nacido en Madrid, en la calle Don Quijote 43”, tuvo que contarles a las autoridades para que no se lo llevaran de allí.
A Saturnino Navazo le honraron en su pueblo, Hinojar del Rey, con una plaza que lleva su nombre. Ahora, cada pelotazo que un niño da entre sus bancos, sirve de homenaje para alguien que nunca dejó de lado a la pelota. Ni en el peor de los lugares
Todos los prisioneros pudieron regresar a sus países menos los españoles, que no eran aceptados por el franquismo. “Se tuvieron que quedar semanas en Mauthausen ellos solos porque no tenían adónde ir. Los supervivientes franceses insistieron a su gobierno para que este accediera a acogerlos”, explica Hernández. Saturnino y el pequeño Siegfried acabaron instalados en un pequeño pueblo cerca de Toulouse. Navazo tuvo que hacer de padre y reeducar a un niño que había vivido la mayor parte de su vida encerrado en un campo de concentración. “Yo estaba acostumbrado a robar para vivir y después de la liberación seguía haciéndolo”, contó Siegfried en la entrevista con Hernández.
En Francia, Saturnino siguió vinculado al fútbol. Jugó en el Union Sportive Revenoise, un club amateur con el que ganó la copa regional durante tres temporadas consecutivas. Tampoco abandonó su compromiso político, representando al PSOE en el exilio. Siegfried se convirtió en un cantante de éxito y más tarde se trasladaría a Ibiza, donde lo apodaron como el ‘Rey de la isla’. Allí triunfó en el mundo de la moda y fue propietario de varias discotecas. “Yo solo quería demostrarle a Saturnino que había merecido la pena salvarme la vida”, le dijo a Hernández.
La unión entre ambos permaneció hasta el último día. Se reencontraban cada verano en Ibiza y “eran momentos fantásticos. No teníamos grandes charlas, solo nos mirábamos y a veces decíamos: ‘¿Te das cuenta? Estamos aquí’”, contó Siegfried. Cuando Navazo falleció, el 27 de noviembre de 1986, Siegfried cayó en depresión. Abandonó todos sus negocios y se dedicó simplemente a vivir. “Fue una ruina deseada”, dijo. Su referente ya no estaba. Ya no tenía que demostrar a nadie su valía. Después de casi ocho décadas, todavía se tenía que levantar de la mesa y marcharse cuando escuchaba a alguien hablando alemán. “Es algo que no consigo superar. Se me eriza la piel”, confesó a Hernández. Aunque llegó a afirmar que la muerte no lo quería, falleció el 7 de marzo de 2020 en un hospital ibicenco. A Saturnino Navazo le honraron en su pueblo, Hinojar del Rey, con una plaza que lleva su nombre. Ahora, cada pelotazo que un niño da entre sus bancos, sirve de homenaje para alguien que nunca dejó de lado a la pelota. Ni en el peor de los lugares.