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El romanticismo del talento desperdiciado

Una oda a la genialidad irregular. A aquel que esconde magia en sus pies y cabeza, y pereza y desencanto feliz en su actitud

No hay nada más vacío que una piscina vacía. Es una frase de Raymond Chandler que maravillaba por su perfección a Billy Wilder, tanto que aún seguía recordándola a los noventa años en esas maravillosas conversaciones con Cameron Crowe. Lo más bello y literario no tiene por qué ser lo más complejo y enrevesado, lo más barroco y entretejido; es la sencillez y cristalinidad de la imagen evocada lo que crea la magia, la literatura: no hay nada más vacío que una piscina vacía. Las piruetas innecesarias y artificiales son fácilmente identificables; sobran, no fluyen ni hacen fluir, sino que atascan y entorpecen, generando una atención innecesaria que borra la imagen buscada, destruyendo la magia. Ser artista, ciertamente, nunca fue algo fácil.

Esa facilidad, esa sencillez, esa simplicidad, constituye aquello a lo que llamamos talento: la genialidad sin esfuerzo aparente. Aparente porque normalmente siempre esconde horas de sacrificio obsesivo, de dedicación y entrenamiento. Gonzalo Vázquez, brillante periodista deportivo, en una entrevista en la revista Jot Down, comentaba sobre Michael Jordan algo significativo: debajo del mito hay un tipo, una persona, víctima del mismo carácter de siempre, lo cual es condición necesaria para ser el mejor deportista de la historia y un enfermo que sigue sin estar en paz. El talento de Jordan no admite discusión: era insultante su dominio, su capacidad para convertir en arte una mera entrada a canasta; para hacer asequible y normal lo que para el resto es imposible. Pero hacer eso con regularidad, sin menguas ni fluctuaciones, exige de ti algo inhumano: un instinto competitivo enfermizo, una obstinación nauseabunda que impide sentir paz y sosiego; siempre buscando mejorar, siempre con la victoria como destino irrenunciable.

Probablemente sea cierto aquello que decía Picasso, y las musas te tienen que encontrar trabajando. Pero las musas son caprichosas y sólo visitan a un número tremendamente reducido de humanos. El parnaso es un hotel tan exclusivo y particular que ni la mayor fortuna del mundo es garantía de poder reservar una habitación en él. Hay algo de azar, de suerte y de innatismo en el artista. Sí, hay que trabajar para recibir la visita de las musas y que te concedan el lujo de residir –aunque sean durante unas breves y extasiadas horas– y crear junto a ellas; pero si no hay visita, el trabajo es fútil. Es la diferencia clásica –aunque no por ello anticuada– entre arte y artesanía, entre artista y artesano. El primero crea, estiliza y forma algo tan nuevo como universal y perenne. No hay trabajo que te permita y garantice crear arte; no hay libro de instrucciones que uno pueda memorizar y ensayar hasta alcanzar la perfección. Hace falta talento, musas, duende, swing, flow o magia; llámenlo como quieran, pero es necesario. De lo contrario uno debe resignarse a, como mucho, convertirse en un buen artesano capaz de crear obras notables con fecha de caducidad.

 

Qué tontería más tonta: querer divertirse. Sin obsesión ni dedicación enfermizas, tratando de pasarlo bien en este baile de ilusiones al que llamamos vida, en el que lo normal es perder y lo cotidiano es ser mediocre

 

Marx se preguntaba cómo era posible que las grandes tragedias griegas, tan antiguas y lejanas, siguieran siendo capaces de emocionarnos. Él respondía, con cierta soberbia hegeliana, que la actualidad del arte griego se debía al goce que sentimos frente al despliegue de la infancia social de la humanidad, describiendo a la antigua Grecia como los niños de la historia; como nuestra infancia perdida –como humanidad– que jamás volverá, y frente a la cual es inevitable conmoverse. La pregunta sigue teniendo una vigencia y una importancia tremendas; la respuesta, sin embargo, resulta insuficiente. Fischer, en La necesidad del arte, negaba que el arte fuera una mera descripción de la realidad histórica; hay algo más, algo previo: lo que convierte al arte en arte no es sino la belleza, un cierto residuo mágico, tal como lo nombra él, imposible de describir de manera clara y expositiva. Un residuo mágico ligado al intento de explorar y dominar lo ignoto y oscuro del mundo, como si de un hechizo se tratara. Y es esa magia la que confiere universalidad e inmortalidad a la obra, y es precisamente esa magia la que es imposible conseguir a través del trabajo. Es esa magia la que está reservada a unos pocos privilegiados: los artistas. La vida es injusta y tremendamente azarosa. Y a pesar de lo que algunos gurús actuales –híbridos entre el profesor pasivo agresivo de educación física de instituto y un hippie trasnochado que promueve el pensamiento positivo con frases edulcoradas– digan, no puedes conseguir todo lo que te propongas. Aunque sudes sangre y le dediques horas interminables, es probable que nunca alcances la meta deseada. El arte es un gran recordatorio de ello: ni el dinero ni el esfuerzo te van a convertir en artista porque, de nuevo, la varita mágica del talento sólo bendice a algunos.

Hay pocas cosas que, a nivel personal, valore más que el talento, y pocas cosas que desprecie con más vehemencia que el trabajo. Quizá porque el primero es síntoma de excepcionalidad y color en un mundo gris, y porque el segundo se ha convertido en una condena que hay que cumplir obligatoriamente para poder subsistir. Es cierto que para ser el mejor con regularidad, como en el caso de Jordan, hacen falta dosis extremas de ambas. Pero mi simpatía y admiración se esconden en un lugar más romántico y melancólico: en el talento desperdiciado, en la genialidad irregular. En los picos y valles de aquel capaz de lo mejor y lo peor, de aquel que esconde magia en sus manos –o pies– y cabeza, y pereza y desencanto feliz en su actitud. Es probable que por ello, aún siendo atlético y a pesar de los éxitos conseguidos, me cueste simpatizar con el estilo sufridor y correoso del Cholo Simeone. Antoni Daimiel, otro gran periodista deportivo y también atlético, indignado ante el enaltecimiento del sufrimiento llevado a cabo por parte del capitán del equipo –Gabi– en unas recientes declaraciones, se preguntaba con razón: “¿dónde queda la sonrisa de los jugones?”. La sonrisa de la brillantez y lo extraordinario que siempre nos recordaba en sus retransmisiones, con voz altiva y jaranera, el maravilloso Andrés Montes: “¿por qué todos los jugones sonríen igual?”.

Quizá porque se saben poseedores de algo tan preciado como único, y lo disfrutan. Y algunos lo saben tan evidentemente suyo que hasta lo desprecian, dejándolo marchitar lejos de la brega y el esfuerzo necesarios para que florezca sano. Ser un privilegiado y no querer aprovecharlo porque, simplemente, se es más feliz no haciéndolo. Nunca serán Jordan, Messi o LeBron; pero sí serán Mágico González: artistas por accidente, genética e instinto, por talento puro. Sin una gran obra pero con bocetos asombrosos, tan perfectos como la frase de Chandler, que siempre dejan abierta la puerta del si condicional: ¿y si…? Posibilidades infinitas que sólo la desgana y la diversión coartan. Ya lo decía Mágico: “sé que soy un irresponsable y un mal profesional, y puede que esté desaprovechando la oportunidad de mi vida. Lo sé, pero tengo una tontería en el coco: no me gusta tomarme el fútbol como un trabajo. Si lo hiciera no sería yo. Sólo juego por divertirme”.

Qué tontería más tonta: querer divertirse. Sin obsesión ni dedicación enfermizas, tratando de pasarlo bien en este baile de ilusiones –como cantaba Rot– al que llamamos vida, en el que lo normal es perder y lo cotidiano es ser mediocre. ¿De qué sirve, pues, la magia, si no es para disfrutarla? ¿Por qué convertirla en ofuscación en un esfuerzo vacuo por ganar y ser el mejor? Quizá yo también tenga una tontería en el coco, y por eso amo el talento festivo y desaprovechado, aquel que jamás alcanzará su máximo potencial pero que siempre estará adornado por una pícara sonrisa: la del jugón.