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Mundialito: éramos felices y ¡goool!

Una portería. Todos contra todos. El mejor juego popular de siempre. La exaltación del ingenio. El arte de sobrevivir en espacios reducidos. El Mundialito.

En algún momento, el discurso futbolístico enloqueció hasta derivar en una batalla tan constante como inútil por decidir de qué temas se habla mucho y de cuáles, por el contrario, poco se habla. Hay un elefante en la habitación llamado fútbol moderno que está en boca de todos. Como la noción es borrosa, ventajista y de fácil digestión para el rebaño digital, se acude a él con insoportable frecuencia y dedo acusador. Es decir, se habla mucho de un objeto abstracto que no deja de crecer y que curiosamente tiene la culpa de todos nuestros males. Estéticos y tácticos, económicos o técnicos, identitarios, sociales y físicos. Si el Valladolid recupera el escudo utilizado de 1928 a 1962, Twitter Fútbol teclea al unísono su odio eterno al fútbol moderno. Si Tite asegura que “aparcar al actual Neymar en banda no tendría sentido”, el aparato mediático empaqueta la reflexión como crítica a la modernidad por si suenan la flauta o el clic. Ubicar al talentoso cerca de la cal es más antiguo que la orilla del río o la base negra de los postes. Pero poco importa. El fútbol moderno, inerme e inerte, es cómodo saco de boxeo que golpear.

También se habla mucho de la falta de regate en el juego, de la ausencia de instinto y de un innegable bloqueo imaginativo individual. Las carencias salen a flote cuando hay que sacar conejos de una chistera encorsetada colectiva y tácticamente desde un iPad. La gambeta escasea y es ya una mera reivindicación de nuestras raíces, del lugar donde empezamos a sentir el fútbol con los pies. ¿Tiene remedio la aparente escasez de solistas? ¿Cómo aprendimos a buscarnos la vida en términos futbolísticos? Pensaba estos días que si hay algo de lo que de verdad poco se habla es del Mundialito, indiscutible rey del fútbol callejero. Una portería. Todos contra todos. El mejor juego popular de siempre. La exaltación del ingenio. El arte de sobrevivir en espacios reducidos. El trayecto hacia la felicidad esférica que puede pillarte descalzo o con ropa de domingo.

El Mundialito llegó a mi vida en 1994, diría que como extensión natural del Mundial ‘Grande’ americano. Sitúo la chispa en aquel España-Bolivia que certificaba lo más importante en un verano, quiero decir, en una Copa del Mundo: prolongar la felicidad unos días. Caminero lideró a los de Clemente y, a ojos de un niño que era más de futbolistas que de equipos, la irrupción de un referente patrio animó calurosas tardes de piscina. Romário, Baggio, Stoichkov… Caminero. De pronto, un ídolo cercano inspiraba y motivaba antes de librar combates a vida o gol con otros críos. El formato estimula la competitividad sin limitar la expresión individual. La fomenta, si acaso. Hay que prosperar con las dos herramientas esenciales del futbolista: pies y cabeza (diría Cruyff) o cabeza y pies (matizaría Sacchi). Como individualista confeso y chupón en ciernes, me encantaba la soledad que imponía el Mundialito. Yo me lo guiso. Jugar era refrescarse en un oasis expresivo. Una rebelión a las voces imaginarias. Pásala. A quién. Depender de uno mismo cuando los medios de comunicación no habían vaciado la frase semánticamente.

 

Escurridizos conceptos como ‘alta’, ‘palo’, ‘chupagol’, ‘palomero’ o ‘falta, arbi’ se analizaban en pocos segundos aplicando caballerosidad y sentido común, el menos común de los sentidos. Sigan, sigan como forma de vida

 

Si no lo habéis probado, estáis a tiempo. El número mínimo de participantes es tres, el ideal serían cinco o seis y el máximo lo fijaría en ocho o nueve. Porque si diez amigos se juntan, la pachanga es justa y necesaria. Cada jugador debe escoger equipo —clubes o selecciones, nada de torneos híbridos— sin que el portero se entere. De hecho, el arquero cobra un protagonismo inusitado en esta milenaria modalidad. No solo ha de tomárselo en serio, ser super partes y decidir aleatoriamente los cruces. En mis tiempos, además, debía poner el balón en juego colocándose de espaldas a los mundialitistas y cumplir con la ingrata e implícita función arbitral. Pero que no cunda el pánico, no se videorrevisaba ninguna acción. En otras palabras, éramos felices. Escurridizos conceptos como ‘alta’, ‘palo’, ‘chupagol’, ‘palomero’ o ‘falta, arbi’ se analizaban en pocos segundos aplicando caballerosidad y sentido común, el menos común de los sentidos. Sigan, sigan como forma de vida.

Si decidís retomar el formato en 2022, dos normas básicas: llamadme y tratad de ceñiros a la versión original. Si os encontráis un Mundialito de vacaciones, ojo a las variantes locales. Los angloparlantes se refieren al mejor juego de la historia como Wembley (o Wembley Doubles), FA Cup, Cuppie o simplemente World Cup. En Italia existen Undici o Tedesca (balón en el aire, nuestra Ventana) y se usa Mundial o Mundialito. Raramente se compite por parejas, hecho que me hace esbozar una sonrisa tonta. Al parecer, en algunas latitudes es necesario gritar el nombre de tu equipo —¡Bulgariaaa!— antes de tirar a puerta. De lo contrario, el gol no será válido. En mi experiencia, escoger bandos a priori añade una capa extra de picaresca. La elección era un momento solemne aderezado de rufianería: se trataba de despistar al portero con los cruces, de confundir a la mano no inocente que buscaría duelos pirotécnicos. Si el rival que querías evitar se pedía Brasil, jamás debías optar por Italia. Capito?

El calendario escolar no estaba tan cargado como el de FIFA y daba lugar a numerosos Mundialitos veraniegos. Solían ser de selecciones, mientras que en temporada regular nos dejábamos seducir por el fútbol de clubes. Además de los clásicos básicos, había tortas por los equipos de moda. Bulgaria, Rumanía y Suecia en la piscina. Dortmund, Galatasaray o Ajax en el recreo. Era habitual saltarse las recomendaciones sanitarias y los consejos del telediario. Como en USA’94, se jugaba en las horas centrales del día, bajo el sol y sin demasiadas restricciones temporales ni cooling break. Un gol por sorpresa de un amigo-tapado podía deparar torneos largos y duros. Paciencia, pulmones. No era necesario deletrear pér-di-da-de-ti-em-po si alguien se hacía el remolón. Aquello acabaría cuando tuviera que acabar y solo en contadas ocasiones, la campana del recreo aceleraba los trámites.

El Mundialito, huelga decir, es un estado de ánimo. Me enseñó todo lo que sé sobre amistad, gestión energética o humildad. Si un colega atravesaba su particular momento Răducioiu o Salenko y anotaba hasta sin querer, mejor rendirse a la evidencia y dejar que se clasificase cuanto antes. El viento cambia. Cuando el balón echa a rodar, la afinidad personal se vuelve engañosa. La química no era una variable de peso en nuestros videojuegos arcaicos, pero todos sabíamos de su importancia. Hacer pareja con tu amigo del alma no garantizaba el éxito mundialitista. ¿Bebeto-Romário? ¿Dahlin-Brolin? ¡Baresi-Baggio! Tu mejor amigo era el balón. Tu único amigo, concretamente. Como no siempre era de reglamento, tus pies debían adaptarse al contexto de inmediato. Mikasa, Supertele, Questra o pelota piscinera de pequeñas dimensiones. Tacto. Ardiente dolor de empeine. Uñas rotas. Sueños intactos.

Éramos felices y ¡goool! No era fácil regular la intensidad del grito liberador tras marcar. Convenía tirar de falsa modestia en las rondas iniciales y dejar la explosión de decibeles para la finalísima. Si llegabas. No habíamos oído hablar del karma, pero en esencia manejábamos el término. Chanclas, sudaderas sospechosamente mal dobladas o árboles determinaban la validez del gol que te llevaría a la siguiente fase de tu felicidad. No cabía fliparse buscando la escuadra ni ajustar mucho. Tocaba definir con la dulzura de Bebeto o la sutileza de Romário. El poeta con la ‘11’ podía hacerlo de puntera, a ti te quedaba más prosaico.

Como la familia o el destino, un Mundialito no se elige. Puede gestarse en el recreo, en la calle o en la playa y pillarte descalzo o vestido de gala. Pita el árbitro —el portero lanza la bola hacia atrás— y las normas sociales saltan por los aires. Por suerte, un código inamovible pertenece al fútbol antiguo y al moderno: para ganar, hay que soñar. Poco se habla de que tu suerte depende del nombre, real o imaginario, que llevas en la espalda. Si ya se pidieron la Alemania de Klinsmann, compite con la Suecia de Brolin. Si tu archienemigo se viste de Pagliuca, sé Caminero y no Salinas. Dribla como Zola. Danza como Bergkamp. Llora como Luis Enrique. Manda como Hagi. Lucha como Stoichkov. Inventa como Baggio. Si tus pies te hacen caso, levanta la Copa como Dunga.

 


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Fotografía de Getty Images.