A Domènech Balmanya, técnico del FC Barcelona, le hicieron saber que contaban con él para que la fiesta fuera completa. El 24 de septiembre de 1957, el club iba a jugar el primer partido de su historia en su nueva casa, el Camp Nou, así que para que el relato no se ensuciara, debía quedar registrado que el primer gol que se marcara en el nuevo estadio tenía que ser azulgrana. Si hacía falta, se amañaba el partido.
– Sería terrible que el primer gol en el nuevo campo del Barça lo marcara el contrario.
– Hombre, eso costará un poco de dinero.
– Que cueste lo que quieras, pero tenemos que marcar primero nosotros.
El mismo Balmanya contaba que esa fue la conversación que mantuvo con el responsable del equipo polaco horas antes del partido. Querían asegurarse de que el pastel tuviera su guinda. Y la tuvo: fue el culé Eulogio Martínez el que, poco después del inicio del partido, adelantó al equipo local para abrir el 4-2 con el que concluiría el choque. Un resultado anecdótico. Como anecdóticos acabarían siendo esos tejemanejes entre bastidores que, de todos modos, nos indican la importancia que se le dio desde club al éxito de esa fiesta. Como asumiendo la idea de que lo que bien empieza, bien acaba, ese Barcelona de Francesc Miró-Sans quiso que aquello fuese el comienzo de algo todavía más grande. Como si ese flamante estadio, un coloso para la época, fuese una promesa de grandeza.
De aquella celebración lejana ya han pasado seis décadas. Hubo una misa matinal, una visita a Montserrat para bendecir a la figura de la Moreneta a la que todavía se puede rezar en el túnel de vestuarios del estadio. Hubo un desfile, con uniformes y banderas, de todos los equipos de la provincia de Barcelona. Hubo representación de las cuatro demarcaciones catalanas en forma de corredores de fondo. Se saludó a miembros de las secciones secciones del club y de los veteranos, y no faltaron las referencias al régimen. Un acto masivo sobre el césped que el socio observó desde la grada. Hay testimonios que hablan de lágrimas de emoción de los hinchas. Era un momento importante, que con el tiempo se señalaría como decisivo para la proyección del club. Sin embargo, el camino desde que tres años antes se pusiera la primera piedra no había sido fácil.
Aquel 24 de septiembre, festividad de la Mercè en la capital catalana, significaba la culminación de una apuesta arriesgada en la que no faltaron las complicaciones financieras. El presupuesto inicial asumido por la empresa ganadora del concurso de adjudicación de las obras, que rondaba los 60 millones de pesetas, se infló hasta los 288. Llegados a ese punto, el club tuvo que contar con la complicidad del socio, al que no solo se le subieron las anualidades, sino que se le pidió que adelantara las de años posteriores. El Banco Santander acabaría ofreciendo una solución, como explicaba nuestro compañero Hèctor Salvador en este artículo, en una jugada con la que se aseguraría su expansión en territorio catalán. Así pues, con la construcción del estadio, Miró-Sans cumplía su promesa de darle una nueva casa al barcelonismo, pero no se salvaría de las críticas. Aun así, sería reelegido, y vería los primeros éxitos culés en el nuevo hogar.
¿Para qué sirve un nuevo estadio? La construcción del Camp Nou se encuadraba dentro un cambio de paradigma general que se asentaría con el crecimiento de la televisión. El fútbol se masificaba y los clubes que fueran capaces de convertirse en cómplices de esa dinámica serían los que verían multiplicados sus ingresos. Así ocurrió con el Barcelona, que seis décadas después vive inmerso en nuevos planes de renovación, atento a una nueva revolución en lo que a estadios se refiere. El Wanda Metropolitano, reluciente feudo del Atlético de Madrid, es el último ejemplo de ello: los campos de fútbol hoy son espacios homologados que huelen a limpio y en los que cada centímetro sirve para ser explotado, en términos económicos o en lo emocional -esto último es, en nuestros días, una acepción de ‘marketing’-.
Ayer era necesario aumentar el número de localidades para cubrir todas las posibilidades de taquillaje que reclamaba ese enorme Barça en el que aún resonaban los logros del equipo de las Cinco Copas. Hoy, los estadios no solo sirven para atraer a espectadores con la fórmula combinada de fútbol de primer nivel y confort. Son centros de consumo en los que la entidad futbolística se transforma en firma de ropa, de mercadotecnia, de recuerdos, de experiencias, de servicios de hostelería. Un estadio ya no es solo un terreno de juego con capacidad para miles de espectadores, es un centro comercial, un museo, un gimnasio, un cine, una sala de conciertos, de exposiciones, un restaurante exclusivo. Es una fiesta en la que no hay lugar para la derrota. De la misma manera que la Moreneta, la Sardana y los desfiles aburridos e interminables probablemente no estarían presentes en la inauguración del Camp Nou del futuro, el juego ya no es la razón de ser de esas nuevas casas del siglo XXI. Es la excusa. Lo que no ha cambiado en 60 años es el deseo de que la fiesta sea completa. Cueste lo que cueste. Que se lo pregunten a Balmanya.