Incluso los filósofos de cabecera de la izquierda francesa, siempre altivos, se sintieron atraídos por la primera final de una Eurocopa. Y eso que menospreciaban el fútbol… En 1960, esa frágil Europa de la Guerra Fría se unió alrededor de una pelota para ver soplar el viento del este: en las camisetas de tres de los cuatros semifinalistas aparecían estrellas rojas. La final entre la URSS y Yugoslavia opuso dos formas de entender la dictadura del proletariado. Los expertos en política convirtieron ese partido en una extensión de los debates marxistas de la época. En la grada del Parque de los Príncipes, obreros franceses acabaron a puñetazos entre ellos, unos con imágenes de Tito y otros con estampas del ya fallecido Stalin.
Fue una final hermosa que permitió la construcción de un mito, el de Lev Yashin. Y como todo mito, tiene algo de cierto y algo de ficción. Sí, los jugadores de la URSS supieron sufrir en defensa antes de conquistar la gloria, como lo habían hecho sus padres en los campos de batalla en los 40. Aunque en la segunda parte, se lanzaron al ataque para culminar la obra de su portero. Todos eran hijos de la guerra, hombres duros que aguantaron de forma estoica el baño táctico en la primera parte de una Yugoslavia más moderna, un equipo que empezaba a coquetear con ideas que acabarían por crear el ‘fútbol total’, rompiendo la rigidez de los esquemas tácticos de los 50. La final de esa Eurocopa debía ser la noche para encumbrar el talento de Dragoslav Sekularac, quien burlaba a los soviéticos con sus golpes de cintura. Y parecía destinada a ser el funeral futbolístico de Igor Netto, el gran capitán soviético, con su cara flaca, siempre superado en un primer tiempo que olía a goleada. Antes del descanso, Netto desvió con su rodilla un testarazo mal dirigido de Milan Galic, un delantero con cara de alumno travieso, sorprendiendo a un Yashin que no pudo reaccionar. Solo un gol de rebote pudo batir al gran cancerbero ruso.
Fue una final hermosa que permitió la construcción de un mito, el de Lev Yashin. Y como todo mito, tiene algo de cierto y algo de ficción. Sí, los jugadores de la URSS supieron sufrir en defensa antes de conquistar la gloria, como lo habían hecho sus padres en los campos de batalla en los 40. Aunque en la segunda parte, se lanzaron al ataque para culminar la obra de su portero
A sus 30 años, la ‘Araña Negra’ ya era una leyenda. En su presentación en un gran torneo internacional, en los Juegos Olímpicos de 1956, ya había ganado el oro. Siempre de negro, era el líder espiritual del equipo. Y en la final de 1960 convirtió la línea de gol en su Stalingrado particular. Un baluarte defensivo que no podía caer. Bora Kostić, un indómito genio famoso por sus lanzamientos de falta, perdió cada duelo con Yashin. Hasta cinco faltas lanzó desde la frontal. Disparos duros y rasos, buscando que el balón se desviara en un césped en mal estado. Pero Yashin, portero de caminar lento y pesado, siempre era más listo. Siempre estaba en el sitio ideal, embolsando el balón en su cuerpo. Se levantaba con calma, se limpiaba el uniforme del barro francés y seguía concentrado. Como si ese asalto yugoslavo no le asustara, consciente de que llegarían más. En la primera parte, fue Yashin quien mantuvo vivo a su equipo. Ironías del destino, un hombre solitario vestido de negro decidió un partido entre dos Estados que presumían de las virtudes de la colectivización. Aunque en Rusia siempre han gustado las figuras paternales que protegen a todo un pueblo. Y esa noche, el ‘padrecito’ fue Yashin.
Pero detrás de cada mito, encontramos exageraciones. Yashin fue el hombre de la primera parte, pero en la segunda sus compañeros reaccionaron. Ayudó un error del otro cancerbero, Blagoje Vidinic, quien no controló el balón y permitió al georgiano Slava Metreveli empatar. El gol llenó los pulmones de los soviéticos, más fuertes físicamente, quienes fallaron ocasiones claras en un partido donde también brilló otro georgiano, Meskhi, con su juego alegre, menos rígido que el de sus camaradas de Moscú. En la prórroga, fue precisamente Meshki quien puso el centro que Viktor Ponedélnik mandó al fondo de las mallas. Su cabezazo se convirtió, como explicaría él mismo, “en el sueño de los periodistas. La final empezó a las diez, hora de Moscú. Cuando marqué ya había pasado la medianoche. Ya era lunes”. Y en ruso, Ponedélnik quiere decir precisamente eso, lunes. El titular del partido fue suyo, aunque la gloria se la quedó Yashin. En Moscú sabían por experiencia que, antes de la victoria, se debe sufrir en defensa.
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Ilustración de Sergi Solans.