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El olor de la primera vez

Corría el 1 de octubre del 97 cuando los fumadores del Camp Nou vivían tiempos esplendorosos por la permisividad del vicio y las buenas expectativas

El fútbol huele a puro, pensé. Ni siquiera pude captar el perfume del césped. Estaba demasiado lejos, o puede que no. A mis siete años, la noción de la distancia todavía flaqueaba. De hecho, el trayecto que separaba el metro del estadio -poco más de 400 metros- se me hizo más largo que una misa. Aunque aquello, más que una misa, parecía una procesión. Aprendí que al fútbol se va en manada, como hacen los lobos al cazar. Las tareas estaban perfectamente distribuidas. Unos cargaban con la concentración, otros con los cánticos. Después se intercambiaban los papeles hasta llegar al asiento, la presa final. Sin afán de meterse en líos, había que mantener la guardia ante la desafiante mirada del aficionado rival, por lo que pudiera pasar. Así descubrí la cinegética que mueve al hincha.

Por allí, por las inmediaciones, comencé a tragar humo. Más tarde, continué haciéndolo en los pasillos interiores, en las escaleras, en los lavabos, en los puestos de frankfurts, en las gradas… Puros y pitillos por doquier. Parecía una de esas pelis de Scorsese en las que se fuma casi por defecto. El tufo se impregnaba hasta en la piel de las axilas. No me deshice de él hasta la mañana siguiente. Sin ascos, claro. Al fin y al cabo, era el olor de mi juego favorito. Acudía, por primera vez, a un estadio de fútbol, un lugar en el que los niños jamás han conseguido adaptarse. Se pierden los goles, se despistan, se aburren, se duermen, se marchan antes de tiempo. Naufragan en un escenario que fue diseñado para los adultos. Pero, aún con todo, son los que más disfrutan. El fútbol es inexplicable, también para los pequeños, quizás por eso lo amamos.

Así me estrené; intoxicado, sin ver un puñetero gol, soñando con crecer dos palmos de un sopetón, pero con la certeza de haber cumplido un sueño. El destino quiso que ocurriera en el Camp Nou, que no era un estadio cualquiera. Guardaba sitio para 100.000 personas, muchas más de las que vivían en mi pueblo. Su grandilocuencia, por momentos, me anulaba. Puede, incluso, que allí tuviera mis primeras reflexiones filosóficas; soy un píxel, un granito de arena, una partícula en medio de un coloso, una mosca viviendo en un San Bernardo, una letra más ahogándose en una sopa. El fútbol une a tanta gente que necesita un lugar así de grande para meterlos a todos juntos, debí pensar, justo cuando el speaker cantó la alineación del cuadro local: Hesp, Figo, Anderson, Rivaldo, Barjuan, Ciric, Celades, Nadal, Luis Enrique, Reiziger y De la Peña. Aquel mismo conjunto terminaría logrando, aquel curso, la Liga y la Copa del Rey. Del PSV Eindhoven me sonaban Stam, del PC Fútbol, y Zenden y Cocu, dos holandeses pretendidos por el Barça de Van Gaal, un señor que, a ojos de un niño, parecía un auténtico villano.

 

Maldije el minuto 90, la cifra que anunciaba el fin del sueño. Como un poseso, de la mano de mi hermano y de mi padre, no despegué la mirada del estadio hasta que este quedó escondido en el horizonte

 

Aunque probablemente fuera por un tema físico, odié con todas mis fuerzas la suplencia de Guardiola, de quien copié un par de jugadas en el jardín de mis abuelos, como también odié al aficionado grandullón que me privó de ver los dos goles de Luis Enrique. Nunca entendí porque el asturiano celebraba los goles enfadado, ni que los marcara sin querer. En un gesto paranoico, empinaba el brazo como si fuera una espada con la que degollar a sus propios fans. El primer gol del PSV lo firmó Philip Cocu, quizás para terminar de convencer a la ‘culerada’. Este, el ocho, será de nuestro equipo el año que viene, me dijo mi hermano al oído, al tiempo que una bocina trataba de diluir la celebración del gol de los holandeses. Llegué más sordo que una tapia al gol del empate, en el 86’, obra de un danés random, Peter Møller, quizás para convencer a la hinchada del Oviedo, donde recalaría en la siguiente temporada. Me gustaba pensar que detrás de los goles se escondían motivos. ¿Marcar por marcar, sin más? ¿Sin un club a quien convencer, un rival al que joder, una chica a la que impresionar, un santo al que rezar o un abuelo al que homenajear? Confiesa, ‘Lucho’, tú marcabas para fastidiar a tus enemigos. Si no, ¿de qué?

Maldije el minuto 90, la cifra que anunciaba el fin del sueño. Como un poseso, de la mano de mi hermano y de mi padre, no despegué la mirada del estadio hasta que este quedó escondido en el horizonte, justo cuando pisaba el cruce de Travessera de les Corts con la calle Arístides Maillol. Mi paso se contradecía con la dirección de mi mirada. Quería quedarme en el Camp Nou para siempre, igual que aquellas banderas que, plantadas en el techo del estadio, representaban la clasificación de Primera División. Quise ser una de esas banderas por el mero hecho de permanecer allí. In eternum. Aunque me hubiera conformado con ser un poste, un foco, una valla publicitaria o una patata frita. Lo mismo me daba con tal de prolongar la que fue, hasta el momento, la noche más feliz de mi vida. De haber visto los goles, me hubiera marchado de allí metido en una ambulancia. Desplome por exceso de entusiasmo, hubiera diagnosticado el doctor.

No era fácil salir del Camp Nou. Ya fuera en ambulancia, en metro, en autobús o en parapente. La muchedumbre impedía la agilidad de la evacuación, momento en el que se fundió el olor del puro con el del sudor de la gente. En aquel patatús, la boca del metro de Collblanc era el nido y nosotros, tres simples hormigas aguardando nuestro momento en los aledaños del imperio. Mi padre, retórico, suavizando el estrés que generaba el colapso, acertó de pleno cuando me dijo: estarás contento, por fin has estado en el Camp Nou. Lástima del empate a última hora, añadió. El resultado no me importó. También hay que saber empatar, como dirían Gutiérrez y Pacheco. Tampoco me importó el humo, el sudor, la cola del metro, ni siquiera el maldito grandullón que se comió toda mi visión. Lo importante es que estuve allí, sin importar en qué condiciones.

Cuando llegué a casa, tras un periplo de dos horas, vi los cuatro goles por la tele (2-2). Después, agradecí el puro que encendió mi padre, sentado en el salón, justo en el instante en el que me fui a la cama. Ya no estaba en el Camp Nou, pero, por el olor, lo parecía.

 


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