Acabo de terminar la primera vuelta de la liga con mi nuevo equipo, el Gòtic FC. Fichaje de verano, era yo. A coste cero, obviamente. La liga: Cuarta Catalana, que, para quienes la desconozcan, digamos que es esa división en la que puedes ascender a final de temporada, pero jamás descender… Fútbol modesto, molesto para muchos incomprendidos. He llegado a ese momento en el que tengo claro que no me dedicaré al fútbol, pero me aferro a él porque donde ya no llegan las piernas, sigue llegando la pasión. La pasión por competir cada semana, por vestirme de corto, con mi escudo y mis colores la mantengo intacta. En el fútbol hace tiempo que se hundió mi suflé, y a estas alturas, aunque me rebele, encaro cada otoño con la motivación de hacerlo lo mejor posible, pero con la tranquilidad de saber que nunca comeré de ello. Sobre todo tras varios golpes de realidad, los anticlímax, como el de ver a gente menor que yo triunfando en los mejores equipos del mundo. Gavi, Pedri y Ansu Fati tienen parte de culpa. O excompañeros míos jugando en el Eibar, como Ángel Troncho (apunten el nombre). Supongo que por cosas así estudié periodismo deportivo. Dicen que en la vida uno puede cambiar de amigos, pareja, trabajo y ciudad, pero nunca de equipo de fútbol. Yo soy seguidor de uno, uno grande, pero el cariño que me ha invadido por este humilde club y su gente desde que empecé a entrenar con ellos, no se explica de otra forma.
Estemos donde estemos, ya sea en una pachanga de retirados o en la mismísima final del Mundial, siempre queremos ganar. Aquí también. No aspiramos a nada, pero morimos por salir victoriosos en cada duelo pese a jugar con las espinilleras rotas y las botas más baratas del mercado. Buena gente con cara de rabia cuando tiene un rival enfrente. Dicen que en el fútbol que ser buena persona es ser un flojo, alguien que no está preparado para competir. Entonces lo forzamos. Eso sí, solo durante los 90 minutos que dura el partido. Cuando el árbitro pita el final, borrón y cuenta nueva. Ganar o no se vuelve anodino. Empieza el segundo partido, el de los colegas, el de hacer piña fuera del campo en nuestro tugurio habitual, el que ha provocado que gente que no conocía hace pocos meses los pueda llamar amigos. Si se gana, se sale a celebrar; si se empata, se sale porque se ha luchado y si se pierde, se sale para levantar el ánimo. Tenemos capitán en el campo y capitán en la noche. Yo te recojo del suelo en el campo y tú luego a mí en la discoteca (un aquelarre llamado Merlín). Quid pro quo.
La realidad es que esta primera mitad de campaña no ha sido la deseada. Algunas derrotas, muchos empates y solo dos victorias, en las que yo no estaba presente. Mis compañeros siempre bromean con ello. Lo que no saben es que, en el fondo, sí he ganado, los he ganado a ellos. Cada entreno es una broma más, un estrechamiento en la relación, un abrazo más y un nuevo gesto cómplice. Una ristra de elementos que, mezclados en un cóctel sabor Ron Cola, me hacen sentir como en casa a 300 quilómetros de lo que dice mi DNI. Capaces de gritarte en un lance del juego y darte un beso en la siguiente jugada. Un cordón umbilical que solo se gesta en los vestuarios, cuyo nivel de precariedad es directamente proporcional a la magia que poseen. Dejas de sufrir por ti para sufrir por ellos. El día que te toca ser suplente, te jode. Pero el día que le toca al que está sentado en tu derecha, te jode más.
Empieza el segundo partido, el de los colegas, el de hacer piña fuera del campo, el que ha provocado que gente que no conocía hace pocos meses los pueda llamar amigos. Si se gana, se sale a celebrar; si se empata, se sale porque se ha luchado y si se pierde, se sale para levantar el ánimo
Ves al presidente, una deidad entre los miembros del club que, a su avanzada edad, se deja cuerpo y alma por mantener vivo un equipo con historia, pero con escasos recursos económicos. No le gustan las moderneces del fútbol, el tiki-taka, madurar la posesión, ¿eso se come? Solo quiere ganar, y aunque está acostumbrado a que esta no sea la tónica habitual, le enorgullece ver la gran familia que ha enraizado. Tenemos una fiel afición, que, birra en mano, acude al campo semana sí y semana también, derrota sí y derrota también, de septiembre a junio, que celebra cada córner como si de una victoria pírrica se tratase, porque, igual que yo ahora, vistieron un día de blanquiazul, el color traspasó su piel y se instaló en su corazón. Es una enfermedad crónica.
Por el fútbol regional uno pasa frío: entrenar un martes por la noche, a cero grados -ni frío ni calor, que dirían los cuñados- y con la Champions League en juego por la tele no es fácil. Por el fútbol regional uno gasta dinero: lejos de cobrar, colaboras mensualmente porque el club no puede abastecerlo todo. Por el fútbol regional uno cena muy tarde, muy pronto o no cena. Por el fútbol regional uno madruga para ir a un campo situado en el horizonte, jugar diez minutos y volver a casa con travesía ferroviaria incluida. Por el fútbol en general, que no me debe nada, pero a quien yo le debo todo. ¿Y qué sería el fútbol sin un equipo por el que bregar, sin unos colores que sentir y sin unos compañeros a los que querer? El ocaso. La pasión mueve montañas y desdibuja sistemas defensivos. Con pasión se consiguen grandes cosas. Y yo, con mi pasión, he ganado, no partidos por el momento, sino un cálido hogar y gente que no olvidaré nunca.
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Fotografías cedidas por el Gòtic FC.