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Alemania, entre Italia y Maradona

La final del Mundial 90, más que un Alemania-Argentina, fue un Italia-Maradona. El escenario perfecto para que los teutones cosieran la tercera estrella en su pecho

El de Italia’90 fue el último Mundial en el que el fútbol fue el epicentro de todo. Es verdad que no fue el más atractivo. Posiblemente sea todo lo contrario. El más defensivo, rudo y aburrido, con solo 2,21 goles por encuentro. Pero a partir de entonces el show business lo mandó todo al carajo. El espectáculo se comió al romanticismo. Las botas de colores, a las lágrimas de Maradona. Los peinados estrafalarios, a los espesos bigotes de Völler, Kohler y otros. En definitiva, aquel Argentina-Alemania del 8 de julio de 1990 disputado en el Estadio Olímpico de Roma quizá fue la última vez que una Copa del Mundo presenció un partido del fútbol de toda la vida, el de poner la pierna más fuerte que el otro a ver qué se rascaba -si era la pelota, perfecto; si era alguna parte del cuerpo del rival, pues mala suerte-; el de jueguen, jueguen; el honesto y real; el que se fue para probablemente nunca más volver.

Y lo que debiera ser una pugna entre dos por llevarse la copa dorada a casa, mutó, mucho antes del pitido inicial, en una batalla entre tres. Los italianos, eliminados ante Argentina a las puertas de la final, quisieron formar parte de la fiesta, convirtiéndola en un calvario para Diego Armando Maradona. Como durante todo el torneo, de hecho. Porque antes de aquella semifinal entre Italia y Argentina, jugada en San Paolo, el templo de ‘El Pelusa’, el ’10’, evidenciando el racismo latente que el norte transalpino le ha profesado siempre al sur, dejó una frase que escocería entre los seguidores de la ‘Azzurra’: “Me disgusta que ahora todos les pidan a los napolitanos que sean italianos y que alienten a la selección… Nápoles fue marginada por el resto de Italia. La han condenado al racismo más injusto”. No se lo perdonaron. Y el día de la final, más que un duelo entre Alemania y Argentina, fue un Italia-Maradona. El escenario perfecto para que los teutones, de puntillas, sin querer hacer ruido, comenzaran a coser la tercera estrella en su pecho.

Ya desde que el himno nacional argentino resonó por los altavoces del Olímpico de Roma quedó claro con quién iba el público. La retransmisión grabó los rostros ‘albicelestes’, que, vibrantes, cantaban con fuerza para silenciar los pitos. Todos lo hacían. Excepto Maradona, que esperó a que la cámara se fijase en él para dedicar un par de “hijos de puta” al graderío. La guerra ya estaba servida. Cada balón que pasaba por los pies del ’10’ fue acompañado de un estruendoso viento por parte de los italianos. Y, como decíamos, aquello a los alemanes les vino de lujo para sentirse más cómodos, más sueltos, y meterse de lleno en el partido.

 

Alemania conquistaba su tercera Copa del Mundo sin meterse en líos, observando la batalla entre el país anfitrión y uno de los mejores que nunca jugaron a este juego

 

Franz Beckenbauer planteó el partido con una defensa de cinco, una presión intensa en la salida de balón rival y un bombardeo constante de envíos al corazón del área para ir haciendo cada vez más pequeña a Argentina. Illgner, Brehme, Kohler, Augenthaler, Buchald, Berthold, Littbarski, Hassler, Matthäus, Völler y Klinsmann salieron convencidos de la estrategia del ‘Kaiser’. Y desde el primer momento impusieron su ley por delante de la de los Goycochea, Serrizuela, Simón, Ruggeri, Basualdo, Burruchaga, Lorenzo, Troglio, Sensini, Dezotti y Maradona que Carlos Bilardo puso sobre el césped. A los 15 minutos, Rudi Völler ya había probado fortuna de cara a puerta en tres ocasiones. Littbarski, otra más. Todas ellas, por eso, acabaron con el balón muy lejos de los tres postes de la portería de un Goycochea que respiraba algo más aliviado que sus diez compañeros de campo, incapaces de hilvanar alguna conexión que les acercase al área alemana, donde Bodo Illgner solo tuvo trabajo agarrando el balón con las manos -otros tiempos- cuando la defensa germana le necesitaba como apoyo para reiniciar la jugada por el otro costado. De hecho, el mayor peligro que hubo en la primera parte fue una cesión atrás hacia el portero alemán que casi acaba dentro de la portería. La realización, a poco de llegar al descanso, mostró las estadísticas de disparos fuera: Argentina, 1; Alemania, 5. Mejor no poner los que iban dentro.

En la segunda parte la historia continuó por el mismo camino. Con una Argentina desdibujada y una Alemania que seguía buscando afinar la puntería. En apenas diez minutos, ‘Die Mannschaft’ tuvo cuatro claras para ponerse por delante. Un disparo de Littbarski que se marchó susurrándole al palo. Dos envíos calcados de Brehme que ni Berthold ni Völler fueron capaces de rematar más abajo del travesaño. Otra que se fue alta de Littbarski. Una que Augenthaler esquivó a Goycochea y casi acabó marcándose en propia Troglio. Argentina era incapaz de superar la línea divisoria. Estaba con la soga al cuello. Y, para colmo, a los 20 minutos de la segunda parte Monzón llegó tarde, pero tardísimo, en su intento de robarle el balón con un tackle a Klinsmann. Se fue directo a las duchas. La ‘Albiceleste’ debía aguantar casi media hora con uno menos. Una quimera.

Paradójicamente, pese a que Alemania siguió siendo la que proponía, no hubo claras ocasiones que asustaran a los argentinos hasta que en el 83’ una incursión de Rudi Völler por la derecha acabó con Sensini cometiendo penalti sobre él. ‘Penaltito’, en realidad. Porque el teutón hizo mucho por acabar en el suelo a la mínima que sintió el muslo del argentino impactando contra el suyo. Las protestas ‘albicelestes’ ante la decisión del mexicano Edgardo Codesal Méndez demoraron el lanzamiento. “Lo peor fue la espera de seis o siete minutos antes de que pudiera tirarlo. Los argentinos estuvieron discutiendo ese tiempo con el árbitro y sacaron el balón del campo”, recordaba Andreas Brehme, encargado de lanzar la pena máxima, en una entrevista para El País. Un recuerdo algo distorsionado, pues apenas fueron un par de minutos. Insuficientes para distraer al alemán de su objetivo y de su plan: lanzarlo con la diestra -la menos habitual, pese a pegarle de lujo con ambas- para despistar a un Goycochea que se destapó como un parapenaltis durante el torneo. No logró engañarlo, le adivinó el costado, pero se quedó a centímetros de atrapar un balón que acabó descansando en las mallas. El 1-0 a falta de apenas cinco minutos para el final mató cualquier esperanza argentina. Los desquició. Y en el 87’ Gustavo Dezotti enfilaba camino a los vestuarios tras agarrar del cuello a Kohler en una pugna por el balón.

El partido murió ahí. Argentina, la primera finalista en la historia de los Mundiales que se quedaba con nueve futbolistas sobre el verde, fue incapaz de reaccionar ante el resultado adverso y los últimos compases del encuentro se convirtieron en un rondo gigante, a campo entero, en el que los alemanes vieron el tiempo pasar sin apuros. Alemania conquistaba su tercera Copa del Mundo como venganza de lo ocurrido cuatro años antes en México, cuando fueron Maradona y compañía los que se llevaron el trofeo para casa. Y lo hicieron sin meterse en líos, observando cómo la batalla entre un país y uno de los mejores que nunca jugaron a este juego acababa con lágrimas en los ojos de este último recogiendo la medalla de subcampeón. Fiabilidad y astucia alemanas. Una vez más.

 


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Fotografía de Getty Images.