Con el tiempo, la memoria se cubre de niebla y los recuerdos se oxidan. La palabra escrita ha sido, durante milenios, la mayor enemiga del olvido. Tablillas, papiros y libros registraron nuestra historia hasta que, en 1814, la palabra encontró un nuevo aliado. Joseph Nicéphore Niépce intentó retratar a su hijo antes de que partiera a la guerra. Quizás aquella era la última vez que lo veía, y quiso guardar una imagen del momento. Empleó una cámara oscura con sales de plata sensibles a la luz. La instantánea no salió, pero inició el camino de la fotografía moderna. Diez años después, con Daguerre, obtuvo las primeras imágenes. Las fotografías, desde entonces, nos han retratado congelando los momentos que nos marcaron. En el pasado, en blanco y negro, y en el presente, con una nitidez que asusta. La fotografía ha revolucionado el modo de ver el mundo. Y la manera de recordar el fútbol.
1920. LA FURIA VASCA DE AMBERES
España debutó a nivel de selecciones en Amberes, en 1920. Fueron de los últimos en estrenar combinado nacional. La mayoría de los jugadores seleccionados fueron vascos: Pichici, Zamora, Belauste, Sabino, Arabolaza. Aquel era el as en la manga del seleccionador Paco Bru. La leyenda contaba que lo que en realidad había escondido, en su etapa de árbitro, había sido un revolver en la chaquetilla. Minucias. Bru sabía muy bien de qué iba aquello: un partido no se controlaba solo con el silbo, ni se ganaba solo con el balón. Por eso necesitaba de los bregadores vascos.
El seleccionador había mamado el juego de los mismísimos maestros. Un fútbol, el de los años veinte, que todavía se escribía foot-ball. Un deporte que no lo practicaban futbolistas, sino equipiers o players que lucían elegantes maillots en vez de camisetas. Se batían por honor durante un match. Las batallas tenían lugar en stadiums donde solo defendían tres; el resto del equipo, como forwards forajidos en el oeste, se dedicaban en exclusiva a buscar el goal. Un fútbol, el de los 20, que todavía mantenía intacto su romanticismo, y el precio de sus penaltys.
Los cronistas de la época lo describían con vocabulario bélico. Batallas, bombardeos, fusilamientos. Es curioso que, en la foto que los inmortalizó, los jugadores españoles posasen como si, en vez de en un campo de batalla, se hubieran juntado para echar una pachanga y matar una tarde de sol. Esa es la única luz que les molesta, no les atosigaban tantos flashes como en los partidos de este siglo. Se nota en cómo Paco Bru, en traje oscuro, mira a la cámara con las manos hundidas en los bolsillos. A su lado los jugadores, en fila, en posiciones relajadas, sin imaginar la rigidez de la clásica formación actual.
En Amberes, Paco Bru supo transmitirles el mensaje: que lo dieran todo. No había más que decir. Aquel fútbol se hablaba en el campo y lo que se dijese fuera no contaba. Uno de sus alumnos aventajados resumió al mundo, en una sola frase, aquella filosofía: José María Belausteguigoitia Landaluce, al que todos -sabiamente- llamaban Belauste, dijo aquello de: “A mí el pelotón que los arroyo”. Y eso hicieron sus compañeros hasta la final. Así se las gastaban los vascos. Aquel equipo trajo a España la medalla de plata y se les ofició el bautismo futbolístico: pasaron a la historia como La furia roja.
Hasta que Franco tomó el poder. Tras la guerra civil, el Caudillo se quedó con la furia y quiso borrar del mapa el adjetivo que la complementaba. Quitó el rojo hasta de la camiseta de la Selección. Una más de sus tonterías. En fin. Durante las décadas de dictadura, la única alegría para el pueblo fue la Eurocopa del ’64. Los dos goles a la URSS en la final aliviaron el hambre y, de paso, Franco se salió con la suya: ante ochenta mil personas, España venció a los rojos con futbolistas uniformados de azul.
1964. EL GOL QUE EL NO-DO NO VIO
En los 50, la televisión en blanco y negro se alió con la palabra y aquellas fotografías que mostraban tímidamente algún color. Muchos hogares españoles pudieron disfrutar, en la pantalla, de la final de 1964. El gol de la victoria frente a la URSS se convirtió en el más importante de la historia del fútbol español. Y como no podía ser de otra manera, los montadores del NO-DO, custodios de las imágenes para la posteridad, la cagaron.
En las de TVE, se veía a Amancio apurando la banda derecha y, sobre la línea de cal, sacarse un centro al corazón del área. La imagen parpadeaba mientras el balón volaba hacia la cabeza de Marcelino y todo un país contenía la respiración. Justo antes del cabezazo, la imagen volvía a fundirse en negro. El remate era difícil, pero Marcelino marcó los tiempos -uno, dos-, y dibujó el escorzo en el aire. Remató abajo, donde duele. A la única esquina en la que la araña Yashin no había tejido su negra tela. Durante los segundos que duró la jugada, todo un país se olvidó del hambre y la miseria. Aquel gol otorgaba a España, por primera vez, el título de Campeón de Europa.
Las más de cien mil almas que abarrotaban el estadio Bernabéu no parpadearon en el gol. Vieron en directo cómo Chus Pereda hacía varios quiebros en la banda -uno, dos- y terminaba la jugada con una cola de vaca que destrozaba la cintura del soviético Mudrik. Con el lateral vencido, se sacó un centro medido al corazón del área. Ni un aficionado respiró para ver cómo el balón volaba hacia la cabeza de Marcelino, que marcó los tiempos en el aire y remató donde más dolía, a la única esquina sin las telarañas negras de Yashin.
Días después, muchos dudaron al ver el gol repetido en el NO-DO. ¿Había centrado Amancio o Pereda? Se frotaron los ojos. En la pantalla, se veía claramente que era Amancio. Los que habían seguido la retransmisión por la radio sabían que el centro había salido de las botas de Pereda, las mismas del primer gol que había allanado el camino de la victoria: un rebote en el área y, sin piedad, Pereda había fusilado a Yashin. Incluso recordaban haber celebrado otro gol de Pereda que el árbitro había anulado.
Se tardaron décadas en hacer oficial la verdad. El gol de Marcelino estaba raspado, así que los montadores del NO-DO decidieron empalmar una jugada aislada de Amancio con el remate del delantero zaragocista. El centro había sido de Pereda, declararon. Y se dijo de todo. Unos, que había sido otro tejemaneje del régimen porque Pereda jugaba en el Barça y Franco quería que un madridista contribuyese a la gloria del país. Otros que, simplemente, había sido otra chapuza del régimen.
Lo único cierto es que Pereda había sido el héroe de aquella final. Y que, en la foto en blanco y negro que inmortalizó a los campeones, sujetaba la copa como si fuera suya.
1984. LA MALDICIÓN DE UN DESLIZ
Es lo que tiene ser portero: un fallo y se va para dentro. Y no solo eso: ese maldito gol se lleva todo lo bueno que habías hecho antes. Para más inri, quedas retratado para la posteridad en la foto porque siempre hay un fotógrafo, detrás de las redes de la portería, esperando cazarla. Es lo que tiene vivir en dominios tan cercanos al gol.
En la que inmortalizó el desastre, Arconada, congelado en pleno aterrizaje, estira el brazo y los cinco dedos de la mano tratando de detener un balón que ya está dentro. Trata de evitar lo inevitable porque ha sido su error. Trata de parar lo imparable porque los goles tontos duelen el doble y el portero, por instinto, los detiene aunque todo el estadio esté celebrando su degracia. El salto de alegría de Luis Fernández, en segundo plano, lo dice todo: aquel gol transportaba a la escuadra gala, directamente, a las portadas de los periódicos de todo el mundo. Aquel desliz de Arconada les convertía en profetas en su tierra. Les coronaba campeones de la Eurocopa’84.
Los porteros también influyen en el campo: si ellos paran, sus compañeros mejoran porque no es lo mismo correr detrás de la victoria que del empate. Eso habían conseguido sus paradas: dar tiempo a que el equipo de Miguel Muñoz creciese en el torneo. Hasta aquella maldita final. Toda España imitó el gesto de Salva: con las manos a la cabeza, nadie se podía creer que el sueño del 12 a 1 se hubiera convertido en pesadilla. La pieza que había fallado, había sido la más fiable del cerrojo. En aquella final maldita, los guantes de Arconada se derritieron como mantequilla ante el flojo disparo de Michel Platini. Unos guantes que, hasta aquella maldita tarde, habían parecido forjados en acero.
Tras el partido Arconada cargó, él solito, con el peso de la cruz. Era parte de su sacrificado oficio: muchas tardes un héroe, y en solo una, villano para siempre. Aquel era el peso del número uno que cargaba a la espalda.
2008. LA SANTIFICACIÓN DE LOS DETALLES
Un portero se planta ante su destino cuando el rival coloca el balón a once metros. Es el fatídico punto de castigo. La máxima pena, el gran miedo del portero y hasta el titulo de la novela de Peter Handke. Un buen portero sabe que puede salir vivo del follón si tiene la suficiente fe en las palmas de los guantes. Solo con fe en los detalles podrás salvarte. Atándote con fuerza los guantes a las muñecas. Persignándote. Mirando fijamente a los ojos del rival mientras esperas que pite el árbitro. Yendo, con todo, al lado que marca la última intuición. Esa chispa que brilla justo cuando la bota impacta al balón.
Casillas la tuvo, aquella tarde más que en muchas anteriores. Entonces solo era un mito, pero aquel 22 de junio alcanzó la santidad. Rompió dos maldiciones con sus paradas: terminó con la de los cuartos y con la del día 22, fecha de mal agüero para la Selección. En 1986, habían caído contra Bélgica en el Mundial de México. Diez años después, en la Eurocopa del ’96, la anfitriona Inglaterra fue su verdugo. En 2002, los sueños mundialistas se acabaron de nuevo un 22 de junio, a manos de la co-anfitriona Corea del Sur. Los dioses del fútbol parecían burlarse de España. Otro 22 de junio, el de 2008, se jugaban contra Italia un puesto en las semifinales. Y desde los once metros.
Casillas no entendía de maldiciones y en aquella tanda reclamó, a base de estiradas, una portería propia en el santoral español. Dos partidos después, Torres le puso la guinda a una Eurocopa inolvidable. Y aún hubo tiempo para una última venganza poética. La llevó a cabo otro portero, en la entrega de premios. No había jugado ni un solo minuto pero, con aquel gesto, amortizó el viaje. Palop se plantó frente a Platini con una camiseta -mitad verde, mitad negra- que parecía recién sacada del olvido de un cajón. Concretamente, un olvido de treinta años. Aquella fue otra de las fotos. La sonrisa de Platini mientras le cuelga la medalla lo dice todo. Como la de Palop, un portero acostumbrado a marcar goles decisivos.
“Se merecía un homenaje importante”, dijo. “Tuve la oportunidad de conseguir su camiseta, me la traje y tenía claro que si levantábamos la copa, iba a tener este detalle, porque históricamente se le recuerda por un fallo garrafal, pero es justo recordar que también fue un enorme portero”.
2012. EL ALMA DE UN EQUIPO DE LEYENDA
Se dice que algunas fotos pueden captar incluso lo que no se ve: el alma. Fue Iker Casillas el que volvió a levantar el trofeo que nos convertía, por segunda vez consecutiva, en reyes de Europa. Lo hizo con la rabia del que sabe que levanta algo más que una copa plateada. Era la tercera de una generación mágica de futbolistas.
La sabia receta de aquel entrenador de Hortaleza todavía funcionaba a la perfección, aunque él ya hacía tiempo que se había bajado del barco. A Luis Aragonés nunca le gustó salir en la foto. Él sentó las bases filosóficas del juego, y se alejó sigilosamente de los focos. Así era: un tipo de la vieja escuela. “Si somos bajitos”, había sentenciado, “la jugamos por abajo”. Receta sencilla: pases rasitos y al pie, tocarla y tocarla con rapidez pero cocinar el gol a fuego lento, así la ocasión siempre terminaba de cocerse hasta que alcanza ese regusto a fútbol total.
Aquella fórmula había llevado a la Selección a lo más alto. A la cima del mundo. Eran campeones de todo lo que se podía ser campeón. Eran leyenda. Aquel fue el campeonato en el que ningún nueve quiso salir en la foto. El torneo en el que el nueve fueron los veintitrés. Ni matemáticas ni maldiciones pudieron con la Roja porque nadie tocaba el violín como nuestros directores de orquesta. Nadie lucía tanto descaro por las bandas. Ni tanta solidaridad. Del Bosque, en el banquillo, había sabido mantener viva la filosofía de Luis Aragonés. Y en el vestuario, los egos cada uno en su taquilla. Jugadores de la talla de Llorente o Mata apenas tuvieron protagonismo, pero en las celebraciones gozaron como si hubieran sido los grandes protagonistas.
Como la Eurocopa anterior, en plena era 2.0, millones de imágenes habían congelado los mejores momentos del torneo. Una de aquellas instantáneas fue el atrevido penalti de Sergio Ramos a lo Panenka. De nuevo, ante los once metros, los jugadores españoles se midieron con sus destinos y sus fobias más profundas. Al igual que el mítico grito de Belauste, el toque sutil de Ramos mandó un mensaje claro: querían la triple corona. Nadie pudo pararlos porque no solo eran un equipo, era el equipo de todos. El triunfo de un solo hombre, Del Bosque, se convirtió en la victoria de todo un pueblo.
La crisis no parecía tener fin, y la Roja logró que todo un país se olvidara, durante un mes, de la oscuridad del túnel. Como hicieran en su día los héroes del ’64 con aquella dictadura que parecía interminable.
2016. EL ÚLTIMO SELFIECON EL DESTINO
Poco a poco, van llegando a tierras galas los mejores futbolistas del continente. Son recibidos como reyes. Banderines, un pasillo cuando descienden las escalerillas del avión, la banda de música en la puerta del hotel. Ministros y dirigentes se acercan a saludarles a los campos de entrenamiento. Ha comenzado la batalla y los héroes deben estar motivados. Fotos, un balón firmado, sonrisas, aplausos. Todos saben de la importancia de esta guerra. Santos, príncipes del balón, caudillos y algún soldado raso se dan cita en la Eurocopa más turbia de los últimos años. Prometen batalla. Prometen, ante las cámaras de televisión, saltar al campo sin miedo a la gran amenaza del fútbol: el terrorismo.
En una de las fotos previas a la Eurocopa, los jugadores de la Selección se han retratado con un selfie colectivo. Es habitual verles manejando el palo hasta en las celebraciones de goles o el famoso periscope en los aburridos viaje de vuelta a casa en avión. Nada que ver la foto de este año con aquel primer retrato de los hombres de Paco Bru. Posan con la nueva equipación. Es Iker Casillas el que maneja el diabólico aparato; el resto se concentra en mirar a la cámara fijamente con su mejor sonrisa. Todos bien peinados, engominados y con la barba bien recortada. No es para menos, la cita lo merece. Francia es la tierra del amor y los futbolistas españoles van para defender corona. No es conveniente, sin embargo, enamorarse en tiempos revueltos y Francia no está, ahora mismo, demasiado presentable para hacerse muchos selfies.
No atraviesa, ni mucho menos, su mejor momento: gasolineras sin suministro, refinerías a medio gas, medios de transporte que no transportan a nadie. La semana que viene, para calentar más el ambiente, está convocada una huelga general. El país, además, no duerme, crispados los nervios por la pesadilla de los atentados terroristas. Ver las calles atestadas de gendarmes no termina de calmar. Los hoteles de concentración hacen honor al adjetivo más que nunca. La mayoría ha cambiado a los vigilantes de noche, ataviados con una porra por si algún cliente se pasa de listo en el parquing, por ejércitos de policías bien pertrechados.
La Selección tiene ante sí el reto de alargar su reinado en Europa cuatro años más. Nadie lo ha conseguido hasta la fecha. Todas las cámaras del mundo estarán pendientes de sus movimientos. Fotos, vídeos, reportajes, crónicas. Se buscará, por todos los medios, obtener ese instante de excepción. Captar, con todo lujo de detalle, esa jugada que será imborrable para el recuerdo.