En Una historia sencilla (2013, Anagrama), la periodista argentina Leila Guerriero viaja hasta un pueblo de seis mil habitantes que está enclavado en el interior de su país, llamado Laborde, con la intención de vivir desde dentro el Festival Nacional de Malambo que allí se celebra desde hace cincuenta años. A priori, una aventura como otra cualquiera. Salvo que el certamen, dedicado a un baile folklórico que enfrenta a gauchos de distintas provincias, y en el que cada participante debe probar su valía con un zapateado eléctrico y sostenido que apenas dura cinco minutos pero para el que se requieren meses y meses de preparación, tiene una particularidad extraña, demoledora. Un pequeño matiz normativo que sin embargo atrapa la curiosidad de Guerriero desorbitadamente, al estilo de esas inquietudes vacías, como saber qué periódico te vas a comprar mañana, que solo te visitan cuando estas en cama para partirte el sueño en dos pedazos. Así lo cuenta la autora: “Alrededor de las cinco y media de la madrugada, con el día clareando y el predio aún repleto, se conocen los resultados en todas las categorías. El último en darse a conocer es el nombre del campeón. Un hombre que, en el mismo momento en que recibe su corona, es aniquilado”.
Ese es el pacto al que han llegado todos los ganadores en Laborde: para cuidar el prestigio del festival, una vez han vencido ya no pueden volver a presentarse, con lo que el malambo que les encumbra es también el último que bailan en sus vidas. Como si no hubiera nada más bello que despedirse con la copa bajo el brazo y atendiendo brevemente las felicitaciones de los admiradores, para luego darse la vuelta, subirse el cuello del abrigo y perderse entre el gentío.
Puede que ni el propio Hazard sepa lo que ha pasado. Simplemente llegó un día al entrenamiento, le acercaron el cuero y, en la primera jugada que intentó, ya no sintió ese click seco y perfecto
Eden Hazard, de Argentina, tal vez solo conozca sus partidos de fútbol televisados, de los que ha adquirido esa manera de correr con el balón pegado a la bota tan propia de los talentos bordados en el potrero. Pero, en cierto modo, él también es un rey que perdió su corona casi en el mismo momento en que se le fue concedida. En la campaña 2014/2015, su tercera en el Chelsea, rozó lo intocable. 19 goles, 16 asistencias y la sensación permanente de ser el argumento más lúcido de un equipo que levantó la Premier League dejando a ocho puntos el segundo clasificado. Después de eso, su fama se multiplicó por uno de esos números que no se publican porque da pereza teclearlos, llegando incluso a topar contra el cristal de las gafas de Florentino Pérez, que a punto estuvo, una vez más, de levantarse de la butaca de su despacho para empezar a arrojar billetes por la ventana.
Pero tan rápido subió la cotización del belga como luego bajó su aportación en los terrenos de juego. Estrenada la nueva temporada, y todavía pintado de ‘blue’, Hazard empezó a deshincharse y a compungirse, como cuando un globo se cansa de volar y se retira a una esquina del salón para ir perdiendo el aire sin que nadie le vea, en silencio. Dejó de pedir el balón con insistencia, prescindió del regate si tenía opción de tocar con el lateral, agachó la cabeza cuando lograron conectar con él en la frontal del área enemiga para que descargase su típico latigazo. Se fue cerrando, marchitando, desdibujando. Hasta que en la orilla del Bridge ya solo quedaron visibles los huesos de una figura antaño coreada. Tampoco ayudó el rumbo general del conjunto, espantoso y frustrante, alejado del mínimo que se exige en las Islas para entrar a competir por una plaza europea.
Hay veces que la chispa desparece, sin preocuparse ni siquiera de dejar una nota en la puerta de la nevera. Se va, sin más. Puede que ni el propio Hazard sepa lo que ha pasado. Simplemente llegó un día al entrenamiento, le acercaron el cuero y, en la primera jugada que intentó, ya no sintió ese click seco y perfecto. Esa menudencia vacua pero necesaria. Y así en la siguiente ocasión y en la siguiente, y en la siguiente y en la siguiente, entrando en un espiral de dudas y flaquezas del que sólo salió momentáneamente, por ejemplo, para firmar el golazo que le arrebató al Tottenham la opción de seguir peleando por el título liguero.
Ahora, el atacante aterriza en Francia agitado, persiguiendo la sombra del futbolista brillante que un día ya fue. El contexto nacional, sin embargo, ha cambiado. Bélgica, paraguas de una generación radiante y plural, ha dejado de construirse en torno a su figura. La mayor parte del peso ofensivo hoy recae sobre los hombros de Kevin De Bruyne, al que Wilmots ha acomodado desde octubre en la mediapunta para que sea la pieza que detone la verticalidad en un conjunto que tiende a atascarse por la lentitud de sus propias combinaciones. Se espera que a Carrasco le siga llegando el eco de la voz del ‘Cholo’, que Lukaku baje balones y se asocie con la segunda línea, y que Hazard, al menos, pueda aportar algunos destellos de frescura ante zagas sofocantes.
Hazard no promete ser el protagonista, y esto es lo único que puede salvarle. En el fútbol, como en la literatura, no basta con ponerse. Tiene que pasar algo más. Un mal día, una mala copa, un mal despeje, o sencillamente un mal golpe con el codo que tumbe sin querer el tarro de la tinta, provocando que el líquido negro, y la inspiración, vuelvan a campar a sus anchas hasta dejarlo todo empapado.