Ring, ring, ringgggg. Atronaba el teléfono y Umberto Eco resoplaba malhumorado. Crea fama y échate a dormir, se dijo muchas veces, en los meses previos a Italia’90.
“Un momento, per favore!”. Descolgó. Y de nuevo aquellas preguntas. “Ne ho già parlato…”. Estaba harto de que le repitiesen las mismas preguntas una y otra vez. Él no odiaba el fútbol. ¿Cómo tenía que decirlo? Nunca había escrito eso en los artículos de L’Expresso, de finales de los 70, que revivían con cada nuevo Mundial. Lo que no soportaba eran esas inútiles charlas sobre el mismo tema una y otra vez.
“É chiaro?”. Colgó. Iba a encenderse el puro, pero le sobresaltó el maldito teléfono. Ring, ring, ringgggg. Descolgó. Otro periodista con el mismo discurso: solo serían unas preguntas sobre el Mundial, y blablablá. Cuando no llamaba uno que, obviamente, no había entendido sus textos llamaba otro que ni siquiera se había tomado la molestia de leerle. Y Eco repetía: “No odio el fútbol”. No le gustaba ir al estadio, como tampoco iría a pasear por la Estación Central de Milán pasadas las seis de la tarde. Pero si un domingo coincidía con un buen partido televisado, lo veía. No lo odiaba. En todo caso, le irritaban los fanáticos incapaces de entender que a alguien no le gustase lo mismo que a ellos.
Un día aciago, Umberto Eco decidió escribir sobre fútbol. Lo hizo en artículos de L’Expresso que lo persiguieron antes del inicio de Italia’90
Eco concebía el fútbol como un sistema de signos, basado en la gratificación inmediata del gol, creado por la sociedad de consumo para controlar al ser humano. Mediante la semiótica, ahondó en la influencia que ejercía en la vida cotidiana y en las raíces psicológicas que producían tanta fascinación. El signo del fútbol, concluyó, se reducía a una agonía repetida: el hincha vivía condenado a repetir una experiencia de sufrimiento. Pero había algo más: en cada estadio, cada domingo, se libraba una batalla semiótica entre poderes culturales y económicos. Y muy pocos eran conscientes.
Los medios de comunicación manipulaban a los aficionados mediante un corpus simbólico preparado para desencadenar respuestas afectivas premeditadas. Las campañas publicitarias y los programas de tertulia construían al ídolo: un personaje público nacido para el consumo masificado, que oscurecía al deportista: “La cría de seres humanos consagrados a la competición es un ejemplo de perversión de la naturaleza y de metamorfosis del atleta en monstruo”, escribió Eco.
El fútbol se deshumanizaba. Las equipaciones funcionaban como vallas publicitarias; los terrenos de juego, como platós; y los estadios, como centros comerciales. La competición había convertido al deporte en una imparable máquina mercantil basada en los afectos de los hinchas, maníacos sexuales que, cada domingo, pagaban su acto de voyerismo.
El tiempo había cambiado las connotaciones negativas de la palabra ‘fan’ por un falso sentimiento de comunidad. ¿No debían los hinchas superar estrictos controles de seguridad antes de entrar en su estadio? El fútbol, no obstante, mantenía un don especial: “Hay algo que ningún movimiento estudiantil, ninguna revuelta urbana, ninguna protesta global podrán hacer nunca”, aseguró Eco: “Invadir un campo deportivo en domingo”.
“Hay algo que ningún movimiento estudiantil, ninguna revuelta urbana, ninguna protesta global podrán hacer nunca”, aseguró Eco: “Invadir un campo deportivo en domingo”
El fútbol enganchaba como una droga y fidelizaba como una religión. Y radicalizaba. Eco sabía que nunca compartiría estructuras ideológico-culturales con un hincha porque el fútbol producía “su lector modelo o, mejor dicho, su aficionado modelo”, que debía entender lo que sucedía en el campo para después contarlo con propiedad. Y eso sí que lo odiaba: “La pasión por la cháchara deportiva es el colmo del solipsismo ya que todas las premisas son interesadas y no hay sentido crítico”, escribió Eco. “En ella, el hombre de consumo se consume a sí mismo”.
Solía pasarle con los taxistas, entre otros: “¿Ha visto a Vialli?”, le preguntaban aquellos días. “No”, contestaba, “debe de haber venido cuando yo estaba fuera”. El taxista le miraba desde el espejo retrovisor. “Pero esta noche verá el partido, ¿no?”. “No”, contestaba Eco. “Tengo que trabajar en el libro Zeta de la Metafísica, el Estagirita, ¿sabe?”. El taxista meneaba la cabeza. “Bueno”, decía, “véalo y ya me dirá”. Y añadía, feliz: “Para mí, Van Basten puede ser el ‘Maramundo’ del 90”.
“Es como la úlcera”, analizó Eco, “que ataca tanto al rico como al pobre”. El fútbol era el discurso sobre el discurso del discurso que a su vez no era más que un discurso vacío. Y pocos sabían leer el juego.
Ring, ring, ringgggg. Umberto Eco resopló al escuchar de nuevo aquel ruido infernal. “Vaffanculo!”.
Este artículo está extraído del interior del #Panenka94, que sigue disponible aquí
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