Ningún aficionado al fútbol debería olvidar a Íñigo Cabacas. Cabacas no tendría hoy ni 40 años, que suena a bastantes pero que creanme que es una edad a la que por muy rápido que vaya todo hoy día queda media vida por delante. Íñigo debería estar aquí y no está.
Íñigo Cabacas nació recién acabada la temporada 82-83. El día en que vino al mundo, el Athletic era campeón desde hacía apenas horas. El lunes 2 de mayo de 1983, cuenta el periodista Juan Carlos Latxaga en su crónica Días de gabarra y gloria, Bilbao era una ciudad resacosa. Los bares del Casco Viejo habían estado abiertos toda la noche anterior. Los estudiantes universitarios decretaron por consenso la “huelga del alirón”, no hubo clases o las hubo del tipo de las que no se olvidan nunca. Cuenta Latxaga que el bilbaíno medio andaba loco recorriendo las tiendas en busca de una tela rojiblanca que se había agotado: todo el mundo necesitaba una bandera. Cabacas tenía horas cuando el Athletic aterrizó en Sondika en una pista literalmente llena de gente y cuando los jugadores recorrieron en barca la ría, desde el muelle de Las Arenas hasta San Antón. Ni un tramo vacío. Trabajadores de Altos Hornos, de los astilleros de Euskalduna, monos azules, grúas, señoras, niños que en el recreo se pedían a Zubi, Urtubi, Dani o Sarabia. El puente colgante y sus 160 metros que todavía no sabían que separaban dos tipos de ruido, a los primeros Zarama y Eskorbuto de los aún por llegar Cancer Moon e Inquilino Comunista. En puridad, Íñigo lo vivió.
Fina y Manu, madre y padre de Íñigo Cabacas, sí pueden acordarse de aquellos días. Pero no es fácil. El recuerdo es, como tantos otros, espacio de conflicto donde muy diferentes momentos de nuestras vidas se agolpan y luchan por conquistar nuestra atención, a veces inevitablemente, tristemente monocorde. El jueves santo de 2012 Cabacas moría como consecuencia del impacto en la cabeza de una bala de goma disparada por agentes de la policía autonómica vasca. Él y muchos otros celebraban el pase a semifinales de la Europa League del Athletic de Bielsa. El equipo no había ilusionado así desde el subcampeonato con Luis Fernández, cuando Íñigo solo era adolescente. “Se habrá desmayado”, se oye en la grabación pronunciado desde la comisaría cuando el mando es informado de la situación. Esta semana se ha cerrado definitivamente el caso, aunque el juicio de enero pasado concluyó con la condena de un agente y la absolución de otros cinco. La primera no tuvo efectos prácticos y para los segundos no habrá más investigaciones internas. Ambas cosas consecuencia de no seguir casi ninguno -excepto uno, que según el veredicto solo se limitó a cumplir órdenes- en el cuerpo. Nadie debería ir a un partido de su equipo y no volver a casa.
No muere del todo quien no es olvidado. Esa es la responsabilidad que tenemos los aficionados de cualquier equipo con respecto a Íñigo Cabacas, con todas las personas que, como él, deberían seguir aquí. Los aficionados seguimos siendo el cordón umbilical que une a este deporte con la realidad que habitamos. Todos los movimientos que se hacen desde la cúspide del fútbol tienden a despegar este deporte del suelo. Ejemplos hay. Bunkerización de jugadores con el espejismo de las redes sociales: sus opiniones políticas siguen comercialmente atadas pero sabemos qué película vieron anoche. El Mundial de Catar, ya aquí mismo, pasará por encima de cualquier mínima incomodidad a nivel de imagen, ni que decir tiene de la siniestralidad laboral en sus estadios. El bucle de repetición de mismos partidos con mismos equipos año tras año en las grandes competiciones. Desde los despachos del fútbol se atenta contra una de sus virtudes fundamentales: su capacidad para ser memorable. No le pasa a muchas otras artes o industrias. No es lo que le vemos al fútbol, es lo que este nos hace. No se suele elegir, pero no basta con dejarse llevar. El vínculo, como un amor o una amistad, como a nosotros mismos incluso, hay que cuidarlo, protegerlo, valorarlo. En eso se parece a la memoria.
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