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Soplando, siempre soplando

112 años después, el West Ham abandona Boleyn Ground. No es fácil digerir el adiós de un refugio que es tan mítico como la hinchada que lo ha poblado

Andy Carroll en un partido en Boleyn Ground

Hoy en día, ser un poco del West Ham es ser un puto populista. Pero qué se le puede hacer, ¿eh?, dime, qué. Ante ciertos clubes, como ante ciertos planes o ciertos besos, uno acaba siempre claudicando. Es imposible resistirse a ellos. Empiezas tratando de mantenerlos lejos de tu alcance, mirándolos solo de reojo, por encima del periódico, y murmurando un “no, no, no, no”, bajito y desesperado, que se apiña en forma de escudo imaginario entre tu nariz y la del enemigo. Te llegas a creer que lo estás haciendo fenomenal, que a ti no te pasará lo que a todos, hasta que de golpe tus defensas se hunden. Y entonces ya sí: has sucumbido. Ahora no solo veneras las crónicas de Hemingway o te encantan las pelis de Woody Allen (“las de antes, más que nada”). Ahora también te va el West Ham, como al resto del rebaño. Ay madre. Menudo lío.

Este es un equipo guay, para gente guay; pero también es un equipo al que cuesta un mundo no quererle. Sobre todo si lo haces desde la distancia. Hay una enfermedad perversa que nos afecta a muchos de los que somos aficionados de un equipo grande, y que solo encuentra alivio en clubes como el West Ham. Me refiero a ese vacío extraño e incomprensible que nos asalta después de que los nuestros le metan cinco goles a cualquier rival, sin encontrarse con sufrimiento alguno, y que solo se suaviza un poco cuando chequeamos el móvil y comprobamos que los ‘hammers’ no han pasado del empate a cero ante el Sunderland. “Fue un partido soso y espesísimo”, confiesa el cronista. Y vuelve la calma. Todos necesitamos sentir el polvo cerca, tal vez para asegurarnos que no lo tenemos encima.

El West Ham es un método para reconciliarse con la vida: cuando las cosas le van bien, pero, sobre todo, cuando le van mal. Sus derrotas, en el fondo, te ayudan a despegarte de las nubes antes de que el vértigo sea demasiado insoportable. Pasa un poco como con la novela negra. Aunque a nuestro día a día (nuestro equipo del alma) le queremos apartado de cualquier susto, al libro que estamos sosteniendo con las manos (nuestro equipo de los ratos) le exigimos como mínimo un par de asesinatos espantosos y un detective infelizmente divorciado.

 

El West Ham es un método para reconciliarse con la vida: cuando las cosas le van bien, pero, sobre todo, cuando le van mal

 

Y ese punto de atracción macabra se enfatiza todavía más cuando los tropiezos del West Ham se dan en Boleyn Ground, un refugio que hoy está a un paso de caer en el baúl de lo lejano. La única sensación que sabes que sobrepasa a la de la victoria es la que experimentas cuando los locales van por debajo en el marcador y ves a toda esa marabunta granate que se arremolina en las gradas del estadio activando el modo de vibración para que sus futbolistas no se den por vencidos y sigan creyendo en la remontada.

El escritor Juan Villoro, en Dios es redondo, cuenta que él se siente más tranquilo cuando tiende delante un manojo de palabras, no tanto porque estas le sirvan de pauta, sino porque las percibe como una especie de barandilla en la que poder agarrarse. En el caso de la hinchada que empuja desde lo alto de Boleyn Ground, una frase también le basta para iniciar su bello e infatigable zarandeo: I’m forever blowing bubbles (“Estoy siempre soplando burbujas”), anuncian. El resto viene solo. No necesitan más que fusionar un sujeto con un predicado para pensar que es posible darle la vuelta hasta a la más cruel de las situaciones.

Quizás sea por eso que nos esté costando asimilar que ese terreno de juego en breves quedará reducido a unos cuantos guijarros desiguales de cemento. Da miedo anticiparse al derrumbe físico de 112 años de historia, entre los que se esconden algunos capítulos fantásticos (la celebración de la Recopa de 1965, por ejemplo) y otros muchos más sombríos. No puede resultar fácil despedirse de un campo que ha sido tan fiel a su propio relato que el día que estableció su récord de asistencia en las gradas decidió celebrarlo dejando un empate en el césped. Jode, en definitiva, digerir que el tiempo acabará con un cobijo con el que no han podido ni las bombas (en agosto de 1941, Boleyn Ground esquivó el desastre de la desaparición después de que un proyectil alemán se estampara contra su tribuna sur).

Este mismo verano comenzará la demolición del estadio, en cuyo espacio brotarán más tarde un área residencial con más de 800 viviendas, un parque y una zona recreativa. El cambio de un paisaje a otro está programado para que se complete a toda prisa, como si se persiguiera eliminar de la vista el recuerdo antes de que empiece a doler demasiado.

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Es imposible, insisto, no ser un poco del West Ham. Y los que no lo son en absoluto, puede que nunca les hayan hablado sobre el lugar donde se reúnen sus feligreses antes de los encuentros. Se trata de un pub, el Boleyn tavern, que está situado a menos  de 100 metros del estadio y que presume de tener la barra de herradura más larga de todo Londres. Desde luego, hay que tener mucho control sobre uno mismo para que no se te dispare el pulso ante este tipo de informaciones.

Con la mudanza del West Ham al Estadio Olímpico, hay motivos de sobra para pensar que la economía de la entidad y sus posibilidades de desarrollo, deportivas y comerciales, crecerán exponencialmente. Pero, como se suele decir, hasta la luna tiene manchas. Y, entre otras cosas, con el traslado también se corre el riesgo de que espacios célebres como el Boleyn tavern pierdan parte de su mística, por mucho que las autoridades hayan tratado de tranquilizar a sus propietarios y clientes habituales asegurándoles que se abrirá una línea de autobuses que conecte al bar con el nuevo recinto. Veremos qué pasa con los meses.

En cualquier caso, la única certeza que hay en todo esto es que Boleyn Ground nunca morirá del todo. Su aroma se seguirá desprendiendo, como si fuera el humo apaisado de un cigarrillo, desde lo más profundo de las gargantas de los ‘hammers’, que vayan donde vayan, continuarán cantando lo mismo. Porque para ser del West Ham, aparte de un puto populista, también tienes que ser un melancólico. Un melancólico con una tozudez de acero. Alguien que se niegue a capitular, que se niegue a aprender de los golpes. Alguien que solo conozca una forma de retar al futuro incierto: soplando, siempre soplando.