El día del atentado, Shasha estaba en el campo. Como todos los días que el Shakhtar juega en casa, por otro lado. Haga frío o calor, nieve o granice, de día o de noche, en el comunismo o en el capitalismo, desde hace décadas este minero no se pierde un encuentro de su equipo de fútbol, ese que en el nombre ya proclama el orgullo del pico y la pala: shakhtar significa, precisamente, minero. Pero de aquel partido en 1995 apenas se acuerda nadie. No era una final ni un encuentro trascendental. Y sin embargo cambió el rumbo del Shakhtar. Una bomba explotó en el palco VIP que ocupaba su dueño, Oleksandr Bragin, dejando huérfana a la entidad. Los ’90 fueron años horrorosos en toda la extinta Unión Soviética, pero especialmente en las zonas industriales como Donbass, una región minera y siderúrgica a caballo entre Ucrania y Rusia.
En pleno naufragio de la URSS, Bragin nadó con decisión y buenos contactos con la vieja nomenklatura para hacerse a precio de saldo con algunas factorías y un club de fútbol, muy popular en la zona, pero ruinoso. Rinat Akhmetov, mano derecha de Bragin, se salvó milagrosamente de morir junto a su mentor al quedar atrapado en un atasco de tráfico. Es un detalle que no ha dejado de generar comentarios maldicientes en la ciudad. Él, un tártaro musulmán sin carrera universitaria y con ciertos problemas de expresión oral, transformaría un equipo querido en otro temido. Desde entonces ha invertido 1.500 millones de euros en su ‘juguete’, al que ha convertido en fuerza hegemónica en Ucrania y potencia emergente en Europa. Yo no pensaba rodar un documental sobre fútbol. Pero viajé a Donetsk como observador de las elecciones de 2004 y reparé en la importancia de un club como el Shakhtar. Me interesaba contar la comunión de intereses entre la oligarquía económica y la política cuando descubrí que había un elemento que las aunaba: el balón. Luego conocí a Shasha, un minero que las ha visto de todos los colores, en el tajo y en el estadio. Y a Kolya, un ambicioso joven del Partido de las Regiones, el mismo del actual presidente ucraniano, Viktor Yanukovich, y en el que también milita, como diputado, Akhmetov.
Las dualidades de Ucrania alcanzan la paleta de colores. Aquellas presidenciales de 2004 propiciaron la revolución naranja, que identifica ese color con los pro-occidentales. En cambio, el azul de Yanukovich cosecha resultados de hasta el 95% de los sufragios en la mitad este del país, de lengua rusa y repoblada durante el siglo XX por ciudadanos del resto de la URSS. El hecho de que la camiseta del Shakhtar sea naranja y la del Dinamo Kiev incluya franjas azules no constituye sino una perfecta y engañosa paradoja. Pero al conocer a Kolya entendí que no sería necesario entrevistar a Akhmetov para el documental. Preferí presentarlo como una especie de padrino, controlándolo todo sin que se le vea: un personaje que busca la protección de los cristales opacos, ya sea en el palco o en la limusina, lo cual aumenta las leyendas que circulan a su alrededor.
Por su parte, en Kolya divisé a un tipo tan hambriento de poder como ligeramente naif. Sabía que él me contaría muchas más cosas que Akhmetov. Y así fue. Declaraciones como “las victorias del Shakhtar benefician al Partido de las Regiones” o “Yo no soy un admirador de Stalin” (cuando un retrato del dictador dominaba su despacho en la asamblea municipal) hubieran sido imposibles de obtener de boca de Akhmetov. La película The Other Chelsea sigue las evoluciones del Shakhtar durante la Copa de la UEFA de 2009, que finalmente consiguiría ganar. Sé que Akhmetov ha visto el documental. Y que le gusta, lo cual no sé si habla bien o mal de su inteligencia. El caso es que hace poco recibí una camiseta del Shakhtar con mi apellido a la espalda.