Vencer o morir. La consigna era tan clara como escalofriante. Quedaban apenas unas horas para el inicio de la final de la Copa del Mundo de 1938 y el seleccionador italiano, Vittorio Pozzo, volvió a leer el telegrama que acababa de recibir. No había dudas. El remite era Benito Andrea Mussolini, máximo dirigente italiano, que le instaba a conquistar el título de campeones del mundo. Fuese cual fuese el camino utilizado para conseguirlo. Hungría esperaba en lo que se presumía como un duelo de estilos: la técnica magiar contra la táctica transalpina.
Y bajo las órdenes del viejo maestro, Italia fue más Italia que nunca y el creador del catenaccio elevó su táctica a la máxima potencia. Orden atrás para salir rápido a la contra con la calidad de Guiseppe Meazza y el instinto de piernas largas Piola. Pozzo les dijo a sus discípulos antes de saltar al terreno de juego en París: “No me importa cómo, pero hoy deben ganar o destruir al adversario. Si perdemos, todos lo pasaremos muy mal“.
El plan salió a la perfección y la azzurra doblegó por 4-2 a Hungría con un doblete de Silvio Piola. Il Duce sonrió complacido en el palco mientras el portero húngaro declaró que “nunca en mi vida me he sentido más feliz después de un partido“. Ante la sorpresa generalizada, añadió: “he salvado la vida a once seres humanos“. Aquel fue el Mundial de Mussolini, de Pozzo y de Meazza –hoy en día el campo de Inter y Milan lleva su nombre- pero también el de Silvio Piola.
Hijo de un vendedor de telas de Pavia, Silvio Piola (Robbio, 1913) tuvo un padrino futbolístico muy peculiar. No fue otro que el sacerdote del pueblo, Don Sassi, que pronto vio en el joven chico una calidad innata al regatear árboles y disparar en los campos lombardos. Con 16 años debutó en el Pro Vercelli Calcio –equipo que hoy milita en tercera división, pero que a principios de siglo XX conquistó siete campeonatos de Italia- y el joven Piola acabó esa temporada con 17 tantos. Pronto se convirtió en el goleador de moda del fútbol transalpino y fue fichado por la Lazio. El destino fue caprichoso e hizo que Piola, que marcó su primer gol como profesional al equipo laziale, se convirtiese luego en figura y referencia de un equipo y una ciudad. Como coincidieron en recordar dirigentes del club y autoridades de la capital romana en 2008 cuando se presentó en Roma el libro Silvio Piola, il senso del gol.
Jugó nueve temporadas y fue dos veces máximo goleador del torneo nacional antes de abandonar el club rumbo al norte, con destino Torino. Por aquel entonces piernas largas Piola ya había demostrado que era un goleador de raza, hábil para golpear con precisión con la izquierda y la derecha, poseedor de un potente remate de cabeza y capaz de rematar cualquier balón. Es más, algunos coinciden en apuntar que fue Silvio Piola uno de los primeros futbolistas en realizar la conocida chilena, un recurso solo apto para los más privilegiados. La historia cuenta que Piola era un jugador eléctrico e inteligente, con una ambición tremenda que nunca le hacía desfallecer. Como el día que consiguió anotar un hattrick completo de cabeza, algo ya de por sí destacable y más si el último remate lo realizó con una brecha de 14 centímetros en la cabeza.
Una condición física envidiable y una capacidad anotadora fuera de lo común han hecho que hoy en día su registro de 274 tantos sigue en lo más alto de la lista de goleadores históricos de la Serie A por delante de Francesco Totti, Altafini, Baggio o Meazza. Aquel chico que cautivó al sacerdote Don Sassi maravilló luego en la Juventus y se retiró en el Novara, cerca del río Po, cerca de su Robbio natal. En la actualidad, el club piamontés y el Pro Vercelli juegan sus partidos como local en el Estadio Silvio Piola en homenaje a su goleador de los años 30.
Un goleador que dejó huella en sus clubes y que aumentó su leyenda con la azzura. Donde podría haber cosechado más éxitos de no ser por el parón internacional que hubo a causa de la Segunda Guerra Mundial. 34 goles en 30 encuentros con el combinado nacional (solo detrás de Riva y Meazza) y el Mundial de 1938 como punto álgido de su carrera. Esos dos goles en la final de París le salvaron la vida a él y a sus compañeros. Era vencer o morir, o en el caso de Piola, marcar o morir.