Jamás vi jugar a Ángel Pedraza, y apenas me sonaba su nombre cuando la vida se lo llevó hace hoy justo diez años. Quizás fuera porque en mi casa, como en tantos otros hogares culés, se impuso una especie de omertà, de ley del silencio, que prohibía hablar de aquella aciaga, infausta, final de la Copa de Europa frente al Steaua de Bucarest en Sevilla y de todo lo que tuviera relación con ella; como intentando borrarla de la memoria. Lo mismo pasaba con la dramática final de Atenas, la del 4-0 del Milan y el sepelio del Barça de Johan Cruyff. Recuerdo un viejo póster de esa final. Y, sobre todo, recuerdo la cara de mi padre cuando se lo mostré tras haberlo encontrado entre viejos recuerdos suyos; siendo un crío que aún no entendía los sentimientos que puede despertar este precioso deporte en nosotros. Me dijo que ese póster era mejor no sacarlo nunca de la caja en lo que lo había metido diez años antes, tratando de enterrarlo para siempre, que lo mejor era no hablar de esa final, hacer como si no hubiera ocurrido, y flipé; incapaz de entender que hubo un tiempo, demasiado largo y diametralmente opuesto al que nos tocó vivir a los nacidos en los 90, en el que ser del Barça casi se sufría más que se disfrutaba.
Siempre pegado a un balón, Pedraza nació en la localidad sevillana de La Rinconada en octubre del 1962, aunque muy pronto, cuando él apenas tenía ocho años y siguiendo la gran ola migratoria que salió de Andalucía hacia Catalunya, llegó a Barcelona para vivir en el humilde barrio de la Zona Franca. Formado en las categorías inferiores del Barça, el 16 de septiembre del 1980 inscribió su nombre en la historia del conjunto culé al erigirse en el primer futbolista criado en La Masia en debutar con el primer equipo. Siendo aún juvenil, con 18 años recién cumplidos, hizo realidad su sueño en un encuentro de la Copa de la UEFA en el campo del Sliema Wanderers maltés; relevando a Tente Sánchez en el minuto 72 y de la mano de Ladislao Kubala.
Fue el primer jugador criado en La Masia en debutar con el primer equipo del Barça, el 16 de septiembre del 1980 y en un duelo de la UEFA frente al Sliema Wanderers maltés
Pedraza, internacional con las categorías inferiores de la selección española, se estrenó muy joven con el Barça, pero tuvo que esperar y pelear mucho para volver a jugar con el equipo, hasta la 83-84, tras una cesión al Villarreal (82-83), y para hacerse un puesto en el Camp Nou, hasta la 85-86. En ese curso, el equipo de Terry Venables se coronó campeón de la cuarta y última Copa de la Liga al vencer al Betis en la final; con un 1-0 para los sevillanos en el Benito Villamarín, con gol del ariete argentino Gabriel Calderón, y un 2-0 para los catalanes en el Camp Nou, con goles del artillero paraguayo Raúl Vicente Amarilla y de José Ramón Alexanko.
La Copa de la Liga, y la goleada contra el Madrid (0-4) en el partido de vuelta de los cuartos de final del torneo, maquilló aquella temporada, pero no pudo tapar el dolor y la herida, todavía insondable, siempre incurable, de la final de Sevilla; en la que el Barça, con Pedraza como titular, no supo ni pudo responder a su condición de favorito y cedió ante el Steaua de Bucarest. Haciendo gala de la responsabilidad, de la determinación y del convencimiento que siempre le guiaron, Pedraza, que jugó los 120 minutos, siendo el más joven de los titulares de Venables, dio el paso hacia adelante de ofrecerse voluntario para chutar uno de los penaltis, pero su pena máxima, la segunda de la tanda para los azulgranas, murió en las manos de Duckadam, al igual que las de Alexanko, ‘Pichi’ Alonso y Marcos Alonso.
Aquel fue, sin duda, el más triste, el más trágico, de los 90 partidos que Ángel jugó con la camiseta del Barça, con el que, ya con Luis Aragonés en el banquillo, también ganó la Copa de la 87-88 al batir a la Real Sociedad por 1-0 en el Bernabéu, con gol de Alexanko. Tras tres temporadas en el primer equipo culé, en el verano del 88, el mismo en el que Johan Cruyff regresó al Camp Nou, Pedraza puso fin a su etapa en el Camp Nou y fichó por el Mallorca, que tras caer ante el Oviedo en la promoción de permanencia confeccionó un potente equipo para volver por la vía rápida a la élite del fútbol estatal. Con Pedraza, carismático, polivalente e incansable a partes iguales, como pieza clave e insustituible y como líder, el equipo de Llorenç Serra Ferrer acabó en el cuarto lugar y en la promoción de ascenso superó al Espanyol. Joan Golobart adelantó a los pericos en la ida, pero en la calurosa noche del 2 de julio del 1989 los baleares dieron la vuelta a la eliminatoria con los goles de Miquel Àngel Nadal, primero, y de Gabriel Vidal, ya en la prórroga.
En el verde del mítico y ya desaparecido Lluís Sitjar, Pedraza, primero centrocampista e interior y después defensa, se erigió en un mito, en una leyenda, de la historia del Mallorca, con el que, siempre en el once, disputó 272 partidos (97 en tres cursos en Primera División, 132 en cuatro cursos en Segunda División, cuatro de promoción y 39 de Copa) y con el que se proclamó subcampeón de la Copa del Rey en 1991, tras caer ante el Atlético de Madrid por 1-0, obra de Alfredo Santaelena en el minuto 111 de la prórroga, en una final disputada en el Bernabéu.
En el césped del mítico y ya desaparecido Lluís Sitjar, Pedraza se convirtió en una leyenda inmortal de la historia del Mallorca, con el que disputó hasta 272 partidos
Tras retirarse en el humilde Sóller, conquistando el primer y único ascenso del club mallorquín a Segunda B (96-97), inició una exitosa carrera en los banquillos que arrancó en el fútbol base del Futbol Club Barcelona y del Espanyol; donde tuvo a sus órdenes por primera vez a su hijo Marc, hoy jugador del Andorra después haber sido, como su padre, capitán y pieza clave del Mallorca.
“Va por ti”, gritó Marc, señalando el cielo con las manos, en la celebración del regreso de la isla a Primera, en junio del año pasado, justo tres décadas después del ascenso conseguido por el Mallorca de Ángel, e ilustrando la admiración por la figura de su padre, tan compartida por la familia mallorquinista y por la azulgrana. Ha pasado ya una década de aquel gris 8 de enero del 2011 en el que se fue para siempre, demasiado pronto, con solo 48 años, pero la huella de Ángel Pedraza es imborrable, y su recuerdo, imperecedero, inmortal.
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Fotografías cedidas por la familia Pedraza.