Thomas Sankara será recordado siempre como el ‘Che Guevara africano’. Sus pretensiones revolucionarias y sus ideales marxistas le hicieron ganarse el apodo con todo merecimiento. Nacido en la antigua República de Alto Volta, sintió como pocos el escozor de las heridas de un pequeño país centroafricano absorbido por las fronteras y sumergido en las nefastas consecuencias de su pasado colonial. Con sólo 33 años decidió aliarse con la voz del pueblo y liderar un golpe de estado en 1983. No entendía nada que no fuera cambio. Y su primera gesta en el poder confirmó su empeño: renombró su nación para que pasara a llamarse Burkina Faso, que en la lengua local mooré significa “la patria de los hombres íntegros”.
Pero el significado de la denominación poco pareció convencer a Blaise Campaoré, antiguo socio del revolucionario, que asestó un nuevo golpe al poder en 1987. La traición se fraguó con el asesinato del propio Sankara (aunque su sucesor siempre mantuvo que fue a raíz de un accidente) y bajo los intereses de la República Francesa. 25 años después, Campaoré sigue sentado en un trono que obtuvo a sangre fría, y encabeza una dictadura consentida por el Elíseo y que ha sumido a la nación a un delicado entramado de extrema pobreza y corruptela política. Una cosa más. En el listado de obsesiones vigorosas del líder siempre se ha encontrado, curiosamente, el fútbol.
Thomas Sankara, un revolucionario que marcaría para siempre la historia de Burkina Faso
La selección de Burkina Faso encaraba la reciente Copa Africana de Naciones celebrada en Sudáfrica, con la pesarosa estadística de no haber sumado nunca una victoria a domicilio en competición oficial. Uno de los PIB más bajos del mundo seguía pudiendo con los anhelos de un presidente encasillado en sus frustrantes adicciones. Los éxitos del combinado nacional se reducían a las semifinales de una CAN que en 1998 acogieron en sus propias tierras. La poca tradición futbolística y la escasez de recursos que ofrecía la nación provocaban año tras otro la fuga de muchos jóvenes valores a patrias vecinas como Ghana o Costa de Marfil, con una cultura balompédica mucho más desarrollada. Así pues nadie se imaginaba que el equipo encomendado al belga Paul Putt pudiese obrar el milagro en suelo sudafricano. Pero lo hizo.
Para encontrar el germen de ésta particular versión del Cuento de la Cenicienta hay que remontarse al 1997. La Federación de Fútbol del régimen de Campaoré se encontraba a un año de acoger su primer gran torneo, y más por las exigencias de la FIFA que por su propia voluntad progresista, encomendó a un francés llamado Philippe Ezri la creación de un equipo basado en la captación y desarrollo de jóvenes promesas. Así nació el PCI (Planète Champion International), que con el paso de los años se asentó como el filial más prolífero de las categorías inferiores de la escuadra nacional. De hecho, el equipo que se aupó con el tercer puesto en el Mundial Sub17 de Trinidad y Tobago de 2001 y que plantó cara dignamente a otras generaciones doradas del momento como la Argentina de Tévez o la España de Torres, estaba configurado por nueve talentos surgidos de la factoría de Ezri. Eran los Panandétiguiri, Pitroipa o Sanou… todos ellos presentes en la final que se jugó en Johanesburgo hace unos días.
Se suele decir que el edén de la victoria sabe mejor cuantas más dificultades se hayan superado en el camino. Parece que la selección de Putt no tenía suficiente con presentarse a la cita con uno de los planteles a priori más débiles del torneo. Goles anulados injustamente, penas máximas no señaladas, la fortuita lesión de su goleador Arman Traoré en los primeros encuentros e incluso la escandalosa sanción para el día de la final de su genial enganche Pitroipa -aunque finalmente la federación admitiera el error de un colegiado y le permitiera jugar el partido- no trastocar la moral voraz de la escuadra. Sino todo lo contrario.
Burkina Faso encaraba la CAN con la pesarosa estadística de no haber sumado nunca una victoria a domicilio
Seguramente sus jugadores no eran más técnicos que ninguno de sus rivales, pero la propuesta futbolística atrevida e intensa con la que Burkina Faso acometió el reto le permitió superar con autoridad la fase inicial para luego aferrarse a la épica y vencer a Togo y Ghana en cuartos y semifinales, respectivamente.
Llegaron a la final prácticamente sin energías, y acabaron perdiendo por la mínima ante Nigeria. Pero poco pareció importar a los burkineses ese primer y definitivo tropiezo: ‘Los Potros’ (así es cómo se los conoce) habían entrado de puntillas, pero se marchaban galopando por la puerta grande.
Unos años más tarde de aquel Mundial Sub17 de Trinidad y Tobago, el PCI se vio empujado a la desaparición en medio de una escasez económica cada vez más profunda en el país. Pero Sanou y Pitroipa, que ya gestaban sus carreras en clubes europeos, decidieron refundarlo para seguir promocionando el fútbol de formación en sus tierras de origen. Ellos sí creyeron que era posible. Ellos sí entendieron la esencia del nombre con el que Sankara bautizó a la nación que les vio crecer.