Dicen que existe una relación inversamente proporcional entre el poder y los escrúpulos. Que para llegar a lo más alto el corazón nunca debe vencer a la cabeza, pues en la fórmula del raciocinio lo sentimental es una variable que tiende a cero. Que ‘pena’ y ‘condescendencia’ no aparecen en el diccionario del liderazgo nato, y la carátula del mismo solo puede ser blanca o negra, nada de grises. Charlas y coloquios de emprendeduría que prometen crear de ti un auténtico tiburón, pero que chocan contra la evidencia de los Gandhi o Mandela, aquellos cuya humildad catapultó al absoluto triunfo. El fútbol, nuestro reflejo favorito de lo cotidiano, nos ha enseñado que la timidez no exime a uno de la excelencia, ni la modestia es incompatible con la exigencia. Lo cierto es que la vida es un impasse entre el nacimiento y la muerte, donde uno debe buscar el equilibrio entre lo mejor y lo moral. Kevin De Bruyne ha logrado asomar la cabeza entre los jugadores más grandes del mundo, oscilando su ser entre una maníaca llaneza y una honestidad abrumadora. A sus 32 años, aquel joven belga que vistió cuatro camisetas en poco más de dos años, ya se erige como el mejor jugador de la historia del Manchester City, tras un acuerdo tácito sin reproches.
A De Bruyne le molesta perder la excelencia, y no le importa quién se le cruce por el camino cuando la furia florece. Solo él es capaz de levantarle la voz a Guardiola ganando 3-0 en unas semifinales de Champions
Vincent Kompany, excompañero suyo en los ‘Skyblues‘y la selección belga, lo definió como el mejor de los malos perdedores. A veces, conviene más dejarse perder en el billar de la ciudad deportiva ‘citizen‘ por no sufrir la ira competitiva de De Bruyne. Un tipo cuya rojez en la tez podría confundirse con una abrumadora corteza y delataría a cualquier otro de haber pasado una semana de agosto en Marbella. Kevin es devoto, servicial. Silencioso, incluso. De la misma escuela que Iniesta. Sin embargo, todos tenemos algo puntual que nos hace aparcar la ataraxia. Para Ancelotti, el último chicle del paquete, y para Xavi, un césped alto y seco. A De Bruyne le molesta perder la excelencia, y no le importa quién se le cruce por el camino cuando la furia florece. Solo él es capaz de levantarle la voz a Guardiola ganando 3-0 en unas semifinales de Champions y conseguir que este agache la cabeza. Solo él es capaz de encararse a un Haaland que acaba de anotar un doblete. Y solo a él se le da siempre la razón. Su humildad cotidiana otorga a sus ligeros exabruptos la condición de verdad universal.
DE BRUYNE Y EL SILENCIO
El resto de tiempo, jugar y callar. Es tan partidario del silencio que podría hablar horas sobre él. Tardo seis años en aprender a leer. Mucho antes, dominaba el lenguaje del fútbol. David Hubert, compañero suyo en el Genk, lo comparó con Mozart: “Igual que Wolfie, es capaz de transmitir sus emociones a través de sus composiciones”. Se ha convertido en un jugador impecablemente funcional, alejado de florituras, que ejecuta las acciones con tal sencillez que parece que no hace nada. Pero no hay muchos capaces de hacer lo mismo. Jamás lo simple logró ser más emotivo. Sin mayor protocolo ni fragor, el centrocampista del país de Tintín reconcilia al aficionado con el fútbol de toda la vida. Ajeno a cualquier fanfarria mediática, unos rayos uva que disimulen una lividez fotofóbica o declaraciones que almienten clics, solo necesita un balón y un par de botas para deslizarse sin rozar el verde y hacer felices a los demás.
En la guerra fría del fútbol del siglo XXI, donde se discuten las estrategias militares de ataque frente al resguardo en las cautelosas trincheras, el fútbol champagne contra el fútbol práctico, y donde nadie protesta contra la visible transición dulce que sustituye los centrocampistas exquisitamente técnicos por volantes robustos, De Bruyne brega contra su constitución para ser un bello jilguero en una fauna colmada de rinocerontes. Nunca nadie tuvo tanto poder de manera tan involuntaria. Ordena, manda y marca el ritmo de los encuentros. Ora pase corto, ora zancada larga. Ora fútbol pausado, ora gol por la escuadra.
Se ha convertido en un jugador impecablemente funcional, alejado de florituras, que ejecuta las acciones con tal sencillez que parece que no hace nada. Pero no hay muchos capaces de hacer lo mismo. Jamás lo simple logró ser más emotivo
Se lesionó en dos finales de Champions. El City, confiado en su empresa de ganar la primera Liga de Campeones de su historia, se apagó al ver como Kevin De Bruyne enfilaba camino a los vestidores del Estadio Olímpico Atatürk, desconsolado, cabizbajo y haciendo retumbar un silencio tan ensordecedor que sobresalía entre la ruidosa jauría de los aficionados allí presentes. Reaparecieron los fantasmas de la final ante el Chelsea en 2021, y los pupilos de Pep a punto estuvieron de llevarse un susto. En el descanso, los Rodri, Bernardo Silva y compañía volvieron a ver de cerca su amuleto belga, y en la segunda parte, recondujeron el rumbo hacia la gloria. No pudo estar sobre el césped, pero nadie más que Kevin merecía ese trofeo.
Uno presupone que el flamante ganador de un triplete y campeón de Europa, considerado entre los mejores jugadores del planeta, celebrará una fiesta de aniversario organizada por Jack Grealish, con una juguetona actuación de Kevin Roldan. Sin embargo, el festejo seguramente no trascienda más allá de un plan romántico en sus aposentos, música clásica y unas pocas cervezas. Eso sí, como la temperatura de la caña varíe un grado del punto idóneo de frescor, pobre quien se cruce en el camino de De Bruyne.
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Fotografía de Getty Images.