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Kaká: un ángel en el infierno

Kaká, rodeado de esas estrellas feroces del Milan de Ancelotti, parecía un ángel perdido en el infierno. Su estilo se salía del pentagrama. Pero acabó siendo el que daba más miedo de todos

Kaká

Hace unas semanas empecé una novela de Mariana Enríquez. Sigo atrapado en ella. Incluso cuando no la estoy leyendo. Las novelas de Enríquez son así: una planta trepadora que se te enreda en los tobillos y las muñecas y ya no los suelta. Es una historia preciosa y sombría, porque te recuerda que nadie está salvo, y que la atrocidad aguarda detrás de los objetos más nimios, de las imágenes más simples. Desde entonces, me fijo en las ventanas de las casas, en los árboles de las avenidas, en los círculos de tiza que los niños pintan en las puertas de los colegios, en las personas que se llaman Juan, y huelo el peligro. Nada aterra más que saber que las cosas que no nos aterran deberían aterrarnos. Porque el mal, además de insoportable, es inteligente, y brota siempre en el lugar adecuado: donde nadie espera que lo haga. En la terraza de un bar. En el jardín de un hotel. En una playa soleada. En la sonrisa de Kaká. A mí Kaká no me daba miedo. Pero eso era al principio. Quién iba a temer a un chico al que parecía que todavía peinaba su madre todas las mañanas, que no se dirigía al árbitro ni para preguntarle la hora y que le dedicaba todos los goles a Dios, levantando las manos como quien comprueba si llueve. Es injusto que haya futbolistas con cara de buenas personas: te joden un partido y no puedes ni insultarlos. Jugaba en un equipo que sí que encajaba en el papel de malo de la película: el Milan de Ancelotti, Shevchenko y Gattuso saltaba al campo y la gente cerraba la puerta, le daba dos vueltas a la llave y ordenaba a sus hijos que se fueran a la cama. Qué poderío. Kaká, rodeado de esas estrellas feroces, despiadadas, parecía un ángel perdido en el infierno. Su estilo se salía del pentagrama. Conducía el balón como si caminara sobre las nubes, daba asistencias que eran abrazos por la espalda y tiraba a puerta con el interior y a colocar, evitando estruendos innecesarios. Hasta que en 2007 le vimos levantar la Champions y el Balón de Oro de una tacada y comprendimos: los peores monstruos son los que te subirías a casa y les pondrías un plato para que cenaran con la familia.

 


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Fotografía de Getty Images.