No pasaba nada, o sea que empezó a pasar todo. Desmarques que parecían borrones de un escritor frustrado, balones barridos como migas de pan, frentazos a la pelota sin sentido. El pase de Abel Aguilar se convirtió en una asistencia, como el que tira de la cadena y se encuentra una obra de arte. El autor fue James. La escena parecía una película de Jackie Chan: el prota rodeado de cinco armarios empotrados. El colombiano estaba de espaldas a portería, encerrado en un callejón y con la salida a 30 metros. Ni haciendo parkour podía salir de ahí. Se inventó un control que las repeticiones no captaron. Con el pecho, con el corazón o con el alma, vete tú a saber. Debió de susurrar Wingardium Leviosa porque la pelota quedó suspendida. Sacó el transportador de ángulos y dibujó la comba perfecta. Le levantó el tupé a Godín. El brazo de Muslera, que se estiró como el de Míster Fantástico, no tocó el balón. El disparo despertó a la araña que colgaba del travesaño. Pam. El instante decisivo.
James Rodríguez acertaba en los instantes decisivos. Aquellos que bautizó el fotógrafo Henri Cartier-Bresson, para quien la fotografía era “el impulso espontáneo de una atención visual perpetua, que atrapa el instante y su eternidad”. James debutó como profesional con 14 años. En Banfield, se convirtió en el extranjero más joven en participar y marcar un gol en Argentina. Tenía 17 años y ya se codeaba con los mayores, como si un chaval de primaria jugara al chinchón en la taberna. Lideró al Porto más cafetero y fichó por aquel Mónaco que despilfarraba dinero como el niño de Solo en casa.
Y en 2014 llegó el sueño de una noche de verano. Colombia perdió en cuartos, pero James ganó el otro Mundial, el de trampolín: Bota de Oro, premio Puskas y fichaje por el Real Madrid. En el Bernabéu, donde debía llenar su álbum de instantes decisivos, solo tuvo flash para el primer año. Los problemas extradeportivos y los grilletes de entrenadores como Benítez o Zidane le forzaron a salir.
Por sus goles o por sus expulsiones. La sombra de James todavía es omnipresente
Que James Rodríguez brillara en los vestuarios de Ancelotti y Pékerman demuestra que el colombiano, más que entrenadores, necesitaba abuelos. Técnicos que lo mimaran, que le dieran galones, que lo embadurnaran con Nenuco. Con el italiano se encontró en Madrid, en Múnich, donde volvió a dejar destellos, y en el Everton, el penúltimo tren. Allí arrancó la temporada como un tiro, pero el batacazo llegó tras la despedida de Ancelotti. Volvió Benítez, que, para James, más que un abuelo, era el tío con el que no te llevas bien en las comidas navideñas.
Ni siquiera en Colombia domina James los instantes decisivos. Ahí donde en 2014 su nombre fue el más puesto a los recién nacidos. Ahí donde nadie decía que el Real Madrid ganaba la Liga, decían que la ganaba James. Desconectado de la selección por sus desavenencias con el actual seleccionador, en Colombia, como en todo el planeta fútbol, aún se preguntan cómo el Bota de Oro del Mundial de 2014 está jugando en Catar con solo 30 años. Su aventura en el Al-Rayyan, pese a todo y por todo, sigue teniendo repercusión. Por sus goles o por sus expulsiones. La sombra de James todavía es omnipresente. Hay quien aún espera que cambie el chip, que haga el camino inverso y vuelva de la desidia a la berraquera. Que James Rodríguez vuelva a protagonizar un instante decisivo.
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Fotografía de Imago.