Decía el poeta mexicano Octavio Paz aquello de que “las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas venas han inyectado el miedo”. Las decisiones que tomamos en base a su influencia merecen nuestra sospecha. A veces, imbuidos por el deseo de no errar. Otras veces, queriendo no arriesgar. El oscuro recuerdo de las ediciones mundialistas de 1950 y 1954 era una pesadilla para los brasileños y Montevideo y Berna se convirtieron en lugares malditos. El fútbol de la gran nación sudamericana suspiraba entre el miedo y los sollozos poco antes de la llegada del Mundial de Suecia en 1958. El dolor estaba aún en el recuerdo. La duda era constante.
Las dos derrotas mundialistas se vieron aliñadas con la miel en los labios que volvió a hacer acto de presencia en 1957, acabando en segunda posición a dos puntos de Argentina. Al frente de las respuestas y las nuevas decisiones de Brasil iba a estar João Havelange. Waterpolista olímpico, su importancia en los negocios y su agenda en el mundo del deporte le llevaron a liderar el fútbol en Brasil ese mismo año 1958. En ese escenario, Havelange empezó a dejarse llevar por el miedo. En un periodo tecnócrata dentro de la propia sociedad y política brasileñas, decidió confiar la mejora radical de la selección de cara a la cita en Suecia a varios expertos en diversas áreas relacionadas con la medicina, la preparación física y la gestión de equipos. Al frente de ese compendio de profesionales estaba Machado de Carvalho, mano derecha de Havelange y una figura de referencia que se encargaría de conformar un amplio equipo de especialistas para decidir quiénes debían ser los elegidos para ir al Mundial. Entre los miembros del equipo, había un sociólogo llamado Joao Carvalhaes, una eminencia en su campo.
Carvalhaes compaginaba su puesto de asesor dentro de la Confederación Brasileña de Fútbol con la administración de un despacho de licencias que se encargaba de aprobar o denegar tests psicotécnicos para los conductores de autobús en Río de Janeiro. Su labor era redactar informes sobre los jugadores para determinar si estaban preparados psicológicamente para un evento como la Copa del Mundo. En uno de esos informes hacía hincapié en la falta de madurez de un joven apodado Pelé; en otro, dudaba de la inteligencia de otro apodado Garrincha. De este último, añadía que no podría ser capaz siquiera de conducir un autobús.
El miedo atenazaba las decisiones de Havelange en medio de una lluvia de medidas apoyadas por Machado de Carvalho y su legión de especialistas: Pruebas médicas, extracción de piezas dentales, evaluaciones neurológicas… Presión, además, influida por algunos medios, nacionales y extranjeros, que dudaban de la fortaleza mental de los jugadores brasileños (con especial énfasis en los futbolistas negros). Havelange titubeaba y ni siquiera Vicente Feola, elegido para liderar a Brasil desde el banquillo, tenía muy claro si sería buena idea llevarse a alguno de esos chicos. Con especial énfasis en el patizambo Mané Garrincha. Tal y como le sucedía a Carvalhaes.
Quizá Havelange supiera algo más. Quizá tuviera algunas de esas noches previas un sueño revelador. O quizá fue sólo un ataque de valentía. Pero el impulso de su decisión no se dejó llevar por el miedo cuando en 1958 y con la presencia y aprobación de su segundo, decidió que los informes de Carvalhaes sobre Pelé y Garrincha no condicionarían el plan: Feola tendría a ambos futbolistas en la expedición a Suecia. Y eso, como ya se sabe, lo cambió todo. En el verano de 1958, Garrincha y Pelé fueron dos de las grandes figuras de un Mundial que acabaría por teñirse de amarillo y verde.
Con el volante en las manos y con un gran equipo subido al autobús, Mané Garrincha supo ser el jugador que Brasil necesitaba y que pocos esperaban
Sin tantos miedos, la vuelta del torneo a América ponía el reto y la mirada de nuevo en los futbolistas de Brasil en 1962. Chile acogería un campeonato que acabaría siendo célebre por su dureza. Los talentosos sufrieron de más y Pelé, el muchacho inmaduro del que hablaba Carvalhaes en su informe, fue lesionado en el segundo encuentro, ante Checoslovaquia. El cero a cero del marcador final casi parecía guardar el luto por el excelente delantero, que no volvería a poner un pie en el césped en ese Mundial de Chile. Aymoré Moreira, seleccionador brasileño, volvió a sentir el miedo que atenazaba a todos los aficionados. El Mundial era posible, pero sin Pelé estaba mucho más lejos. Los recuerdos volvían, la actitud se oscurecía en torno al futuro de esa Brasil en suelo chileno. Y, en contra de lo esperado, encarándose con el pronóstico del eminente sociólogo brasileño, Garrincha fue capaz de ponerse a los mandos de ese autobús.
Moreira no quiso inventar nada. Amarildo, compañero de Garrincha en Botafogo, formaría como titular junto al resto de brasileños. Ante España, las dudas empezaron a disiparse. El delantero marcó dos tantos y Brasil dio un buen nivel ante una España que contaba con Adelardo, Puskas o Gento. Y a pesar de todo, las miradas eran todas propiedad del ‘7’. Garrincha no era ya el muchacho que jugaba en banda para Pelé. Ante la ausencia del ‘10’, el extremo quiso reemplazar su figura y su esencia. En su desempeño seguiría partiendo desde la banda diestra, pero su influencia era completamente globa. No estaba atada a un guion como el propio Garrincha no estaba atado a normas tácticas. Su peso dentro de esa Brasil pasó a ser clave para entender el resto del torneo como un resultado lógico de su liderazgo. Un colectivo bien armado, con Vavá o Didí brillando, pero con el añadido esencial de ese Garrincha evolucionado que se disfrazó de Pelé.
Con el volante en las manos y con un gran equipo subido al autobús, Mané Garrincha supo ser el jugador que Brasil necesitaba y que pocos esperaban. En la final ante Checoslovaquia, el equipo maldito ante el cual perdieron a su estrella, la selección brasileña dio a conocer a Masopust y compañía quién era el líder de esa renovada Brasil que había llegado hasta el último gran duelo final. Zito, Amarildo y Vavá pusieron los goles para levantar de nuevo la Copa del Mundo. Esa que todos en el país celebrarían al ritmo de la samba y del orgullo patrio, esa que aplaudiría también en su casa el sociólogo Joao Carvalhaes, sabiéndose errado en sus informes y agradeciendo a Havelange haberle ignorado. Garrincha ganó un Mundial conduciendo el autobús de Brasil. Si no el que les llevaba de una ciudad a otra, sí el que los llevó desde esa fría tarde en la que perdieron la fe hasta levantar el trofeo de campeones. Y fue muy capaz. Ganar un Mundial así quizá no era conducir un autobús, ganar un Mundial así era mucho más.
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